La vejez no es una enfermedad: es
fortaleza y supervivencia, triunfo sobre todo tipo de vicisitudes y
desilusiones, pruebas y enfermedades
Soy una anciana. Tengo el pelo gris,
muchas arrugas y la artritis en ambas manos. Y celebro mi libertad de
restricciones burocráticas que una vez me retuvieron
Maggie Kuhn
Cada hombre debe entender que todo
puede esfumarse muy deprisa: el gato, la mujer, el trabajo, la rueda delantera,
la cama, las paredes, la habitación; todas nuestras necesidades, incluyendo el
amor, descansan sobre fundamentos de arena
Charles
Bukowski
Se cumplen
las ochocientas entradas de este blog, y, para seguir con la tradición de
reconocer al magno sistema métrico decimal, hago una reflexión especial, que
suele estar relacionada con mi devenir biográfico. La verdad es que esta es ya
la ochocientos cinco, pero no me importa. Así burlo la virtud obligatoria de
este tiempo que exalta la exactitud, convertida en un imperativo de la
cuantofrenia reinante, devenida en la conducción algorítmica desmesurada que
impera sobre la totalidad de las vidas de los flamantes ciudadanos de tan
avanzado siglo XXI. El riesgo de la conversión en máquinas de rendimiento se ha
maximizado, alcanzando una dimensión colosal que reduce la vida a varios
paquetes de indicadores.
Voy a
cumplir setenta y seis años. La pandemia de la Covid, entendida como un
acontecimiento total que catalizó todos los procesos en curso, ha tenido como
consecuencia en mi propia biografía la generación de una conciencia de ser
viejo. Soy uno de los que, en esa franja de edad fatal, que el biopoder
denomina como población de riesgo, he sobrevivido a la pandemia y a las
mórbidas medidas de respuesta por parte del reseteado sistema. Desde entonces,
en mi cotidianeidad, ha comparecido el fantasma de la vejez a través de los
comportamientos de los otros hacia mi persona. Hoy contaré algo de esta nueva
situación, pero es altamente significativo que haya elegido para encabezar este
texto las sabias, lúcidas y combativas palabras de Maggie Kuhn, la fundadora de
las Panteras Grises en Estados Unidos de los años setenta.
En este
tiempo de postpandemia soy definido por las autoridades, las instituciones y
las gentes comunes mediatizadas, como un viejo. Esto significa, en la era
actual del imperio biopolítico global, ser considerado como una entidad
rescatada y salvada, y que, en consecuencia, debo estar agradecido a tan
generoso poder. Ahora se trata de vigilarme y controlarme para preservar el
funcionamiento de mi cuerpo, alargándolo el mayor tiempo posible, siendo
encerrado y custodiado para ello en una institución total en caso de que sea
dictaminado por un cuerpo profesional de expertos al servicio de la gloria de
la esperanza de vida.
Como
paciente diabético de larga trayectoria, me he podido cerciorar de que la
medicina de este tiempo actúa sobre mi persona como un centinela que chequea mi
cuerpo en espera de la solución final. Este es el sentido de mis revisiones. En
ellas los centinelas escrutan los resultados de mis pruebas advirtiéndome la
inevitabilidad y cercanía de un final fatal. Solo es preciso esperar a que esta
llegue, culminando las series de cifras que construyan un argumento sólido para
ser apartado definitivamente. Este proceso puede ser denominado como cronicidad
extenuada. Se encuentra explícitamente presente en todas las consultas. Lo peor
radica en que llevo ya veintiséis años esperándolo, años en los que la vida me
ha otorgado muchas y variadas gratificaciones que no se encuentran presentes en
las historias clínicas, determinadas por la idea del inevitable epílogo de la solución final.
Entonces, mi
nueva identidad radica en ser considerado viejo por los que me rodean. Pero ese
atributo se recombina con otros, tales como enfermo crónico; también carente de
unidad convivencial, es decir, solo, single habitante de un hogar unipersonal;
y, por último, inquilino de largo recorrido. El resultado de la interacción
entre estos ingredientes es explosivo. Su suma configura un residuo humano
condenado a ser objeto de varias marginaciones simultáneas que operan
concertadamente. Eso es lo que soy ahora, un ser humano devaluado
simultáneamente en varios sistemas de significación que amparan sistemas de
relaciones y de prácticas sociales. Una situación que yo mismo, que siempre he
sido pesimista, no podía llegar a imaginar tan solo hace dos o tres años. La
pandemia ha sido como una salida para la aceleración de varios procesos
sociales fatales. Entre ellos me encuentro atrapado.
Mi proyecto
personal en estos años de jubilado en Madrid estaba inspirado en lo que David
Le Breton llama como “desaparecer de sí”, es decir, cancelar la identidad del
profesor Irigoyen distanciándose de los mundos profesionales que forjaron esa
identidad para recuperar el discreto esplendor de la cotidianeidad y la
magnificencia de los escenarios que habitan los héroes de Michel de Certeau.
Todo ha ido razonablemente bien hasta que han comparecido dos fenómenos
interrelacionados. Uno es la explosión del mercado del suelo, con el
vertiginoso aumento de los precios del alquiler, lo que me ha gentrificado
súbitamente. El otro es la transformación producida por ese mercado, que ha
tenido como consecuencia la mutación de mis propios vecinos. En el edificio en
que vivo, propiedad de una empresa, todos los vecinos son inquilinos. Pues
bien, las viejas familias y mayores solos van evacuando cediendo el paso a
grupos de jóvenes e inmigrantes que comparten los pisos. Este cambio tiene una
dimensión antropológica manifiesta, en tanto que altera radicalmente los modos
de habitar y de convivir. Así, súbitamente, me he empobrecido y he envejecido,
resultando un ser social sobre el que se abaten todas las crueldades
resultantes de la individuación radical, la precarización y el desarraigo
residencial.
Hace ya más
de un año aterrizaron abajo un grupo de jóvenes latinos portadores de un modelo
de barbarie convivencial y terrorismo acústico. Tras interpelar a la propiedad
y las instituciones municipales comprendí que dependía de mis propias fuerzas.
He desarrollado un largo y cruento conflicto con ellos, replicando su ruido con
el mío. En este proceso he comprendido, en los cara a cara que he tenido con
ellos, que me perciben como un viejo solitario que es cosa distinta a una
persona. Lo peor es que, mi castigo acústico ha tenido buenos resultados y
ellos han ido cediendo, pero ha aparecido un efecto no deseado temible. En el
piso de arriba vive una pareja joven con dos niños, y estos han rechazado mi
comportamiento ruidoso, desarrollando sobre mí una tormenta acústica
formidable.
Una pareja
joven con niños, que tienen un nivel de clase social muy superior a la media de
la vecindad, ha terminado por desautorizar mi réplica, desarrollando un ruido
formidable que entraña el concepto que tienen de mí. Un viejo Robinson, y
encima inquilino. Eso es percibido como un sumatorio de fracasos. Y sobre los
fracasados es legítimo desarrollar violencias que, en ocasiones, alcanzan el
nivel del sadismo, en coherencia con el modo de individuación imperante. Un
edificio de estas características es un laboratorio socioantropológico, en el
que se hacen visibles los nuevos problemas convivenciales derivados de la
coexistencia espacial de una pluralidad de yoes separados de la vieja sociedad.
Los nuevos seres sociales resultantes de los procesos de precarización,
psicologización y digitalización, son altamente desarraigados, móviles y
detentadores de vínculos sociales débiles.
Desde esta
perspectiva, tengo muy claro que el error fundamental que he cometido en mi
vida es mantenerme como inquilino de largo recorrido. En los años noventa pude
comprar, muy barato entonces, pero decidí seguir en alquiler al estilo de los
alemanes y otros países europeos. En los últimos años se han intensificado las
subidas desmedidas, en el tiempo del gobierno progresista que muestra su
descentramiento e impotencia frente a los problemas importantes. Ahora soy un
privilegiado pues pago 1170 euros por un piso con tres dormitorios. Los
contiguos se están alquilando a 1700 euros ahora. El futuro seguro es la
expulsión o la jibarización que implica un piso compartido.
Supongo que
es difícil de metabolizar mi situación para muchas de las personas con las que
he compartido tiempos en mi vida anterior. Contemplo asombrado los discursos y
modos de estar celebrativos de las gentes de la casta de izquierdas asentada en
el gobierno y el estado. El aspecto más pernicioso es vivir en un conglomerado
humano que me desprecia y margina, al tiempo que no percibe su propia
destitución como personas que puedan pilotar sus vidas a medio y largo plazo.
La desproblematización y despolitización son abrumadoras. Mientras tanto, apuro
los sorbos de vida que se hacen factibles cada día y disfruto plenamente. El
destino me ha emplazado en la tarea de Burlar los estigmas y las violencias que
los nuevos infrainquilinos desarrollan con mi persona. Me tengo que reafirmar
cada día. Por eso creo entender bien a Maggie Kuhn cuando celebra su liberación
de restricciones burocráticas, aunque he de sortear las restricciones convivenciales
hacia mi persona de los nuevos bárbaros contiguos que comparecen en mi vida.
Sí, de la pandemia íbamos a salir mejores, solían decir los epidemiólogos
directores de la vida.
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