Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 28 de mayo de 2024

OCHOCIENTOS: EN EL INVIERNO BIOGRÁFICO

 

La vejez no es una enfermedad: es fortaleza y supervivencia, triunfo sobre todo tipo de vicisitudes y desilusiones, pruebas y enfermedades

Soy una anciana. Tengo el pelo gris, muchas arrugas y la artritis en ambas manos. Y celebro mi libertad de restricciones burocráticas que una vez me retuvieron

Maggie Kuhn

Cada hombre debe entender que todo puede esfumarse muy deprisa: el gato, la mujer, el trabajo, la rueda delantera, la cama, las paredes, la habitación; todas nuestras necesidades, incluyendo el amor, descansan sobre fundamentos de arena

Charles Bukowski

 

Se cumplen las ochocientas entradas de este blog, y, para seguir con la tradición de reconocer al magno sistema métrico decimal, hago una reflexión especial, que suele estar relacionada con mi devenir biográfico. La verdad es que esta es ya la ochocientos cinco, pero no me importa. Así burlo la virtud obligatoria de este tiempo que exalta la exactitud, convertida en un imperativo de la cuantofrenia reinante, devenida en la conducción algorítmica desmesurada que impera sobre la totalidad de las vidas de los flamantes ciudadanos de tan avanzado siglo XXI. El riesgo de la conversión en máquinas de rendimiento se ha maximizado, alcanzando una dimensión colosal que reduce la vida a varios paquetes de indicadores.

Voy a cumplir setenta y seis años. La pandemia de la Covid, entendida como un acontecimiento total que catalizó todos los procesos en curso, ha tenido como consecuencia en mi propia biografía la generación de una conciencia de ser viejo. Soy uno de los que, en esa franja de edad fatal, que el biopoder denomina como población de riesgo, he sobrevivido a la pandemia y a las mórbidas medidas de respuesta por parte del reseteado sistema. Desde entonces, en mi cotidianeidad, ha comparecido el fantasma de la vejez a través de los comportamientos de los otros hacia mi persona. Hoy contaré algo de esta nueva situación, pero es altamente significativo que haya elegido para encabezar este texto las sabias, lúcidas y combativas palabras de Maggie Kuhn, la fundadora de las Panteras Grises en Estados Unidos de los años setenta.

En este tiempo de postpandemia soy definido por las autoridades, las instituciones y las gentes comunes mediatizadas, como un viejo. Esto significa, en la era actual del imperio biopolítico global, ser considerado como una entidad rescatada y salvada, y que, en consecuencia, debo estar agradecido a tan generoso poder. Ahora se trata de vigilarme y controlarme para preservar el funcionamiento de mi cuerpo, alargándolo el mayor tiempo posible, siendo encerrado y custodiado para ello en una institución total en caso de que sea dictaminado por un cuerpo profesional de expertos al servicio de la gloria de la esperanza de vida.

Como paciente diabético de larga trayectoria, me he podido cerciorar de que la medicina de este tiempo actúa sobre mi persona como un centinela que chequea mi cuerpo en espera de la solución final. Este es el sentido de mis revisiones. En ellas los centinelas escrutan los resultados de mis pruebas advirtiéndome la inevitabilidad y cercanía de un final fatal. Solo es preciso esperar a que esta llegue, culminando las series de cifras que construyan un argumento sólido para ser apartado definitivamente. Este proceso puede ser denominado como cronicidad extenuada. Se encuentra explícitamente presente en todas las consultas. Lo peor radica en que llevo ya veintiséis años esperándolo, años en los que la vida me ha otorgado muchas y variadas gratificaciones que no se encuentran presentes en las historias clínicas, determinadas por la idea del  inevitable epílogo de la solución final.

Entonces, mi nueva identidad radica en ser considerado viejo por los que me rodean. Pero ese atributo se recombina con otros, tales como enfermo crónico; también carente de unidad convivencial, es decir, solo, single habitante de un hogar unipersonal; y, por último, inquilino de largo recorrido. El resultado de la interacción entre estos ingredientes es explosivo. Su suma configura un residuo humano condenado a ser objeto de varias marginaciones simultáneas que operan concertadamente. Eso es lo que soy ahora, un ser humano devaluado simultáneamente en varios sistemas de significación que amparan sistemas de relaciones y de prácticas sociales. Una situación que yo mismo, que siempre he sido pesimista, no podía llegar a imaginar tan solo hace dos o tres años. La pandemia ha sido como una salida para la aceleración de varios procesos sociales fatales. Entre ellos me encuentro atrapado.

Mi proyecto personal en estos años de jubilado en Madrid estaba inspirado en lo que David Le Breton llama como “desaparecer de sí”, es decir, cancelar la identidad del profesor Irigoyen distanciándose de los mundos profesionales que forjaron esa identidad para recuperar el discreto esplendor de la cotidianeidad y la magnificencia de los escenarios que habitan los héroes de Michel de Certeau. Todo ha ido razonablemente bien hasta que han comparecido dos fenómenos interrelacionados. Uno es la explosión del mercado del suelo, con el vertiginoso aumento de los precios del alquiler, lo que me ha gentrificado súbitamente. El otro es la transformación producida por ese mercado, que ha tenido como consecuencia la mutación de mis propios vecinos. En el edificio en que vivo, propiedad de una empresa, todos los vecinos son inquilinos. Pues bien, las viejas familias y mayores solos van evacuando cediendo el paso a grupos de jóvenes e inmigrantes que comparten los pisos. Este cambio tiene una dimensión antropológica manifiesta, en tanto que altera radicalmente los modos de habitar y de convivir. Así, súbitamente, me he empobrecido y he envejecido, resultando un ser social sobre el que se abaten todas las crueldades resultantes de la individuación radical, la precarización y el desarraigo residencial.

Hace ya más de un año aterrizaron abajo un grupo de jóvenes latinos portadores de un modelo de barbarie convivencial y terrorismo acústico. Tras interpelar a la propiedad y las instituciones municipales comprendí que dependía de mis propias fuerzas. He desarrollado un largo y cruento conflicto con ellos, replicando su ruido con el mío. En este proceso he comprendido, en los cara a cara que he tenido con ellos, que me perciben como un viejo solitario que es cosa distinta a una persona. Lo peor es que, mi castigo acústico ha tenido buenos resultados y ellos han ido cediendo, pero ha aparecido un efecto no deseado temible. En el piso de arriba vive una pareja joven con dos niños, y estos han rechazado mi comportamiento ruidoso, desarrollando sobre mí una tormenta acústica formidable.

Una pareja joven con niños, que tienen un nivel de clase social muy superior a la media de la vecindad, ha terminado por desautorizar mi réplica, desarrollando un ruido formidable que entraña el concepto que tienen de mí. Un viejo Robinson, y encima inquilino. Eso es percibido como un sumatorio de fracasos. Y sobre los fracasados es legítimo desarrollar violencias que, en ocasiones, alcanzan el nivel del sadismo, en coherencia con el modo de individuación imperante. Un edificio de estas características es un laboratorio socioantropológico, en el que se hacen visibles los nuevos problemas convivenciales derivados de la coexistencia espacial de una pluralidad de yoes separados de la vieja sociedad. Los nuevos seres sociales resultantes de los procesos de precarización, psicologización y digitalización, son altamente desarraigados, móviles y detentadores de vínculos sociales débiles.

Desde esta perspectiva, tengo muy claro que el error fundamental que he cometido en mi vida es mantenerme como inquilino de largo recorrido. En los años noventa pude comprar, muy barato entonces, pero decidí seguir en alquiler al estilo de los alemanes y otros países europeos. En los últimos años se han intensificado las subidas desmedidas, en el tiempo del gobierno progresista que muestra su descentramiento e impotencia frente a los problemas importantes. Ahora soy un privilegiado pues pago 1170 euros por un piso con tres dormitorios. Los contiguos se están alquilando a 1700 euros ahora. El futuro seguro es la expulsión o la jibarización que implica un piso compartido.

Supongo que es difícil de metabolizar mi situación para muchas de las personas con las que he compartido tiempos en mi vida anterior. Contemplo asombrado los discursos y modos de estar celebrativos de las gentes de la casta de izquierdas asentada en el gobierno y el estado. El aspecto más pernicioso es vivir en un conglomerado humano que me desprecia y margina, al tiempo que no percibe su propia destitución como personas que puedan pilotar sus vidas a medio y largo plazo. La desproblematización y despolitización son abrumadoras. Mientras tanto, apuro los sorbos de vida que se hacen factibles cada día y disfruto plenamente. El destino me ha emplazado en la tarea de Burlar los estigmas y las violencias que los nuevos infrainquilinos desarrollan con mi persona. Me tengo que reafirmar cada día. Por eso creo entender bien a Maggie Kuhn cuando celebra su liberación de restricciones burocráticas, aunque he de sortear las restricciones convivenciales hacia mi persona de los nuevos bárbaros contiguos que comparecen en mi vida. Sí, de la pandemia íbamos a salir mejores, solían decir los epidemiólogos directores de la vida.

 

 

 

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