En esta entrada comienzo a contar algunos episodios de mi vida en la edad de la senectud. En esta cuestión también tengo que ir a la contra. Los discursos acerca de las personas que envejecen son manifiestamente mistificados y engañosos. La verdad es que los mayores son apartados minuciosamente, primero marginados incrementalmente de la vida para concluir con su encierro. Las constelaciones del estado y del mercado convergen en esta segregación de las generaciones de mayores. Ciertamente, existen algunos contrapuntos a esta gran reclusión. Algunos contingentes son concentrados en actividades de ocio y turismo para maximizar los hoteles e industria turística en temporada baja. Pero la gran mayoría es severamente expulsada de todas las esferas públicas, así como de sus mismas familias. Este proceso de marginalización se efectúa sobre las pruebas acumuladas en el historial médico. La obsesión por la salud perfecta imperante en este tiempo penaliza a los mayores, que son dictaminados negativamente como portadores de diagnósticos y síndromes diversos. Así se constituye una sentencia que sanciona su incapacidad yconcluye con su encierro definitivo.
La vida cotidiana de los mayores se encuentra sumida en la oscuridad. Mi pretensión es contribuir a clarificar algunas situaciones vividas para contrarrestar la voz del dispositivo asistencial y profesional que avala el declive y el encierro, sustituyendo la voz de los marginalizados por sus amables versiones y ficciones. La vida de los viejos es mistificada, tanto por la constelación del estado, que fabrica una versión ficticia cien por cien, al estilo que practica con la totalidad de las clases subalternas, como por la de los distintos dispositivos del mercado, que condenan la vida de los mayores en tanto que colectivo de bajo consumo. Solo aparecen personas mayores en los anuncios de la industria farmacéutica y del bienestar, y pocos. Al igual que en las plantillas de la televisión, este es el primer ámbito de la expulsión, que se extiende como una mancha de aceite por el entramado social.
La primera entrada se refiere a una experiencia personal que tuve anoche en el edificio en el que vivo, que ha experimentado una transformación milagrosa en los últimos años, siendo reemplazadas las familias por una nueva especie emergente: los habitacionícolas, jóvenes precarizados en lo laboral y en lo residencial que son ubicados por el floreciente mercado del suelo en habitaciones compartidas, consumando la (pen)última regresión habitacional y social del capitalismo.
Anoche tuve una experiencia personal extremadamente dura. Vivo en Madrid, junto al parque del Retiro en una zona preferente para los turistas, y en donde las viejas familias son desplazadas por una multitud de personas jóvenes que protagonizan la nueva gentrificación. Esta nueva clase, forjada por la convergencia de gentes convertidas en recursos humanos que rotan por el mercado de trabajo discontinuamente en una movilidad horizontal sin fin, con su radical individualidad residencial, escindidos de sus antiguas familias, son alojadas en habitaciones en pisos compartidos. Así se constituye una nueva subjetividad y sociabilidad, para la gloria de los industriosos gestores de lo que se denomina pomposamente como soluciones residenciales.
La severa individualización resultante de esa entidad social hiperlíquida que es el piso compartido genera un sistema social semejante a una jungla. Los escasos mayores que permanecemos en ella somos amenazados por los depredadores habitacionícolas, que no han experimentado el vivir en alguna forma de comunidad. Habitar un piso con extraños genera una tensión por los servicios compartidos, el baño y la cocina, así como, en la mayoría de los casos, por la resolución de los conflictos latentes por relaciones de fuerza. Además, ese mundo tiene una impronta dura, en tanto que los propietarios defienden sus intereses de forma contundente, habilitando como habitacionales todos los huecos del piso y estableciendo unos patrones de calidad/precio completamente desmesurados.
En esos espacios, las relaciones adquieren una naturaleza dura y flotan en el ambiente varias violencias implícitas. Cada habitante de esa jungla no es un inquilino, sino una especie de infrainquilino reemplazable en el flujo de personas que buscan un hueco en el que dormir. Así, esos subinquilinos son transformados en recursos residenciales móviles, asignables a lo que se puede denominar como espacio/cama. La cama es la unidad esencial, ocupando la mayor parte del espacio. La miniaturización industrial ha creado el smartphone como ingrediente imprescindible para los habitacionícolas. Una cama, un móvil, un armario y poco más para almacenar sus cosas. La vida social en los pisos compartidos se compartimenta por el principio de la libertad, que en este caso se manifiesta en la elección de serie de las empresas de streaming. El wifi compartido compone lo común entre las personas concentradas en el piso compartido.
La nueva individuación es contundente. El inteligente libro de Eric Sadin, uno de los autores más lúcidos, cuyo título es “La era del individuo tirano”, en el que narra el proceso de disipación de lo que ha sido común en las épocas anteriores, certifica la situación imperante en la nueva especie urbana de los habitacionícolas. Los rasgos característicos de las vecindades tradicionales, tales como los rituales de saludo, la comunicación y ayuda mutua han desaparecido completamente. Cada uno es autosuficiente en su habitación y con su smartphone. La sociabilidad en el edificio es manifiestamente congelada. La gran mayoría de los jóvenes ni siquiera responde al convencional “buenos días”, concentrados en su pequeña pantalla.
Pues bien, ahora cuento la experiencia de anoche. Vivo en un sexto piso y me cuesta trabajo subir las escaleras. Mi vieja perra, se encuentra ahora aún peor que yo. Una de las batallas cotidianas estriba en que no pocos habitacionícolas suben concentrados en el móvil y no cierran bien la puerta del ascensor. Así, este se encuentra siempre en litigio. Durante el día suben y bajan más personas y reenvían el ascensor, pero por la noche, si queda abierto en pisos altos, no tiene solución. Es justamente lo que ocurrió. A las once y media de la noche el ascensor quedó abierto y tuvimos que subir, en el caso de mi perra más penosamente todavía que en el mío. Me invadió un sentimiento de humillación y rabia, en tanto que a los mayores residentes que quedamos atrapados en ese edificio, en el que habitan ya inmigrantes y jóvenes españoles habitacionícolas, y turistas de fin de semana, no solo no somos reconocidos, sino que existe una agresividad manifiesta contra nosotros, siendo percibidos como extraños residuos vivientes.
En esta comunidad habitacional en la que los que comparten un mismo piso suelen ser extraños mutuamente, ser mayor representa una amenaza en tanto que nuestra identidad se encuentra deteriorada. Así, lo de anoche es solo un prólogo de lo que nos espera. Ningún gesto de amabilidad ni reconocimiento. Los espacios comunes convertidos en desiertos relacionales. El mundo congelado del mercado. La lógica de un poder que se esmera en convertir poblaciones en colectivos débiles. Los precarizados, los hipotecados, los endeudados. Ahora los habitacionícolas. En cualquier caso, vivir situaciones así me proporciona una perspectiva realista con respecto a los malestares.
Por eso alucino cuando contemplo las intervenciones públicas de los ministros del gobierno progresista, completamente sumidos en las ficciones derivadas de conjuntos de cifras. En el mejor de los casos, no tienen ni la más remota idea de lo que está ocurriendo y de sus consecuencias. Se está configurando una sociedad en la que viven multitudes estructuralmente debilitadas. El sujeto confinado en una habitación compartida apunta a una mutación antropológica de gran calado, radicalmente asimétrica con respecto a lo que hemos entendido como progreso. Sí, esto es lo que hay. Vivo mi declive personal en la jungla de los habitacionícolas, y esto es duro de llevar.
ResponderEliminarUn artículo interesante sin duda. Pone el dedo en la llaga al hablar de cómo son tratados los jóvenes precarios, obligados a compartir pisos en los "gentrificados" barrios de la grandes urbes donde todavía aguantan los moradores de toda la vida, es decir gente de edad, ancianos cuando no se les hace la vida imposible para conseguir que se vayan. Visto desde la estricta lógica del capitalismo, los ancianos han dejado de ser rentables para la sociedad en la que vivimos, no solamente no consumen sino que se han convertido en "unidades de gasto" (el sempiterno "problema" de las pensiones, además, por razones obvias, son usuarios asiduos de los servicios sanitarios.., (a esto se le llama edadismo, discriminación por razones de edad). Se ha visto muy claramente durante el Covid-19, especialmente en la Comunidad de Madrid, donde los viejos/as fueron abandonados a su suerte. Si mal no recuerdo, murieron en la más completa soledad unos 7.000. En los hospitales, llegaron a triar a los pacientes para decidir quienes iban a recibir asistencia médica. La Sra Ayuso ha tenido la desvergüenza de decir que "total como iban a morir igual". Lamentablemente, fueron muy pocos, además de los familiares, los que alzaron su voz en contra de tamaña barbarie.
Una sociedad se define por cómo tratan a los más vulnerables, los niños y los ancianos. En la pandemia, fueron los más perjudicados.
Saludos.
La calidad y la calidez humana, sangrante sin compasión.
ResponderEliminarIrigoyen, deja la jungla de la capital y vente a respirar aire de mar, ritmos de vida más tranquilos y ha disfrutar de otros tipos de inmuebles ("sin ascensores o sextos pisos"), en Cádiz.
ResponderEliminarGenial el contenido de tús escritos como siempre.