Me he
decidido a subir aquí una parte del texto de Tiqqun de las instrucciones para
los hombres-máquina. Ya publiqué la primera parte “De sujetos a pacientes” hace
algunos años. Ahora la referida al posfeminismo. He suprimido varios párrafos para
acortar el texto. Quien quiera leerlo en su integridad puede hacerlo aquí.
Los textos
de Tiqqun representan una forma de pensamiento crítico que colisiona con el
modo de producción de conocimiento del capitalismo cognitivo y digital vigente,
en el que, el pensamiento mismo, ha sido mutilado al ponerlo al servicio de su
utilidad productiva -la transferencia- mediante su reducción a un componente de
la totalidad taylorista de áreas de conocimiento. En ese contexto puede chocar
este lúcido texto a algunos lectores familiarizados con el pensamiento oficial
domesticado y funcional a los poderes.
Este es el
texto:
Lo que la
mujer se ha tornado en su relación con el deseo masculino, es la realización
terrestre de un arquetipo de belleza estéril y de autosuficiencia.
Cada mujer
es ya únicamente un ser sintético, manipulado por la industria farmacéutica y
cosmética cuando no por la de la cirugía estética. Su modelo no es otro que el
cuerpo sintético publicitario y sus consejeros en reformateo son las revistas
femeninas, sistemas de producción semiótica cerrados y autorreferenciales,
paradójicamente impermeables a la injerencia masculina.
La caída del
orden patriarcal y el devenir-mujer del mundo encuentran parcialmente su
explicación en el proceso de autonomización del cuerpo de la mujer en relación
al deseo masculino y al deseo en general: a medida que el cuerpo femenino es
objeto de reformateo y de remodelación, pierde la capacidad sensible de
experimentar placer y de expresar metafísicamente la sensualidad.
A la mujer
actual le importa ser deseable, no ser deseada. La lógica
de la Jovencita reina aquí sin precedentes.
El orden
patriarcal caído no ha sido sustituido por ningún otro orden, a no ser ese
contradictorio imperativo categórico hedonista que marca la
carne con los estigmas del dolor y la impotencia. Su modelo no es otro que el
cuerpo sintético publicitario y sus consejeros en reformateo son las revistas
femeninas, sistemas de producción semiótica cerrados y autorreferenciales,
paradójicamente impermeables a la injerencia.
Con el
Viagra, es la relación sexual lo que se autonomiza definitivamente de los
sujetos, es la industria farmacéutica la que copula consigo misma, en la forma
de una mujer químicamente modificada por la píldora anticonceptiva y los
sustitutos dietéticos de comidas.
El Viagra no
es realmente un medicamento para el hombre, porque el problema no
es tanto comprender a qué ineficiencia masculina remedia, sino a qué inquietud
femenina pone fin, si es que debemos creer a Erica Jong3, en cuya
opinión para la mujer “el último dilema es encontrarse frente a un pene
flácido”.
En la polis griega,
la diferencia entre el hogar doméstico y el ágora era
implícita y fundadora, porque correspondía a la separación entre el ámbito de
la ausencia de libertad, de la violencia que se ejercía sobre esclavos y criaturas
no libres —mujeres y niños—, y el ámbito de la libre discusión y del uso de la
persuasión que los hombres-ciudadanos aplicaban entre iguales. Pero, como
escribe Hannah Arendt (La condición humana), “para nosotros esta línea
divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos
y colectividades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han
de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca. La reflexión
científica que corresponde a este desarrollo ya no se llama ciencia política
sino ‘economía nacional’, ‘economía social’ o Volkswirtschaft, todo
lo cual indica una especie de ‘domesticidad colectiva’”.
Aunque la
salida del hogar doméstico pudiera traducirse para la mujer en una liberación
del oikou nomos, de la ley de la casa, hoy vemos esta ley, al
contrario, extenderse al funcionamiento entero de la sociedad.
Puede
entonces hablarse de una feminización del mundo, en la medida en que vivimos en
una sociedad de esclavos sin amos.
La mujer
jamás ha estado tan lejos de su liberación sexual, y por tanto corporal, como
en la era del Viagra. Es en el éxodo de su propio cuerpo donde debe buscarse la
razón de la caída del deseo masculino.
Quasi
unum corpus
El cuerpo
femenino jamás ha sido tan público y ha estado tan desierto al mismo tiempo
como en los años del posfeminismo: ya es sólo un embalaje en el que cada
diferencia no codificada por los lenguajes publicitarios es una imperfección
que borrar, donde toda desviación respecto de los parámetros conocidos es un
handicap si tenemos en cuenta la norma de lo deseable.
La amarga
verdad del Espectáculo parecería revelarnos una evidencia que no ha sabido
encontrar un lugar para afirmarse: no es la belleza lo que enciende el
deseo; el deseo es una entidad metafísica. Platón escribía: “Eros no es ni
feo ni bello, ni joven ni viejo”; en otros términos, no habita el espacio
efímero de la carne.
Hoy en día,
los cuerpos son tristes edificios habitados y construidos por la química. Los
cuerpos de los Bloom son arquitecturas inhabitables.
El
hundimiento de un orden simbólico, en lugar de anunciar un período de
libertades nuevas, se ha resuelto en la descomposición del cuerpo mismo de la
sociedad y en consecuencia de los cuerpos de los individuos que la componen.
Como ya nos
lo explicaba Tito Livio con su Apología de los miembros y del estómago
de Agripa Menenio, y como la retomó una vasta literatura tanto en la Edad
Media como durante el Barroco, el vínculo entre el cuerpo político de la
sociedad y el cuerpo personal de los sujetos va mucho más allá de una bella
metáfora. Para Santo Tomás, los hombres formaban quasi unum corpus,
un solo cuerpo por así decirlo, y toda la Antigüedad insistirá en la igual
necesidad de los miembros para el bienestar del organismo. Rufo llegó a decir que
si la mente se pierde en vanas imaginaciones es preciso “someter al alma y
hacerla obedecer al cuerpo”.
De hecho,
“lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de
personas o al menos no de manera fundamental”, sino el hecho de que los
individuos estén como sumergidos en una hiancia de espiritismo en la que, por
el efecto de un prodigio inexplicable, la mesa se desvanecería y en la que
todos se encontrarían “sentados, unos frente a otros sin estar ya separados,
pero tampoco unidos, por alguna cosa tangible” (H. Arendt, op. cit.),
miembros despegados del cuerpo, órganos sin cuerpo expuestos a una inevitable
descomposición.
Frente a la
exigencia económica de que los cuerpos sobrevivan a la necrosis de un bios
politikos que los abandona, a lo que asistimos es a una reconstitución
artificial de los límites de los organismos, una delimitación de su forma
física y de sus aptitudes para la praxis.
El reformateo consiste
en esto: reproducir en el interior de una nueva forma domesticada,
privada de memoria, pulsiones y potencialidades puramente inmanentes, casi
completamente desprovistas de espesor psicológico y metafísico; hacer de los
hombres unas inteligencias artificiales cada vez más previsibles y de sus
cuerpos unos dispositivos cada vez más dóciles.
Joyas
indiscretas y Shejiná
Los
movimientos feministas de los años setenta decían que lo “personal es
político”, es decir que reivindicaban para la economía individual de los
deseos un sitio alejado de los reflectores del Espectáculo; evocaban un ámbito
público que no fuera publicitario y que produjera un sentido diferente de
la normatividad que informa toda cosa “privada” por muy singular que se
creyera.
El
acontecimiento que constituye el Viagra no sólo prueba el fracaso de este
proyecto, sino también lo que tiene como consecuencia directa, que todo aquello
que crecía a la sombra de la intimidad de los sentimientos que se profesaban
las personas ha sido sacado a la luz inmisericorde de una confesión mediática
general.
Lo que ha
vencido el Viagra no es tanto la impotencia, sino el residuo de aquello que
Foucault denominaba la “latencia esencial” de la sexualidad, es decir, aquello
que toda forma de dominación tiende a desenmascarar y que no es lo que el
sujeto quisiera ocultar, sino lo que le permanece oculto a él mismo.
La
pretendida “liberación sexual” se ha traducido, en sus últimas consecuencias,
en una liberalización del sexo y de sus secretos, en un mercado del deseo
autonomizado tanto de su objeto como de su sujeto; mercado para el cual el
coito, nueva forma del equivalente general abstracto, debe tener
lugar, como un comercio entre tantos otros, independientemente de las personas
que se encuentren implicadas en él, de los sentimientos que experimenten, de la
atmósfera y del humor en el que se encuentren. La erección mecánica, pagable a
la vista del portador, ha prevalecido sobre toda metafísica del Eros.
La scientia
sexualis que, a partir del siglo XVlll, sustituye al ars
erotica, es un saber construido y producido para desactivar el potencial
inquietante que el sexo, en cuanto manifestación física de lo metafísico, porta
en sí: “El punto de fragilidad por donde nos llegan las amenazas del mal; el
fragmento de noche que cada uno lleva en sí.” (Foucault, Hay que
defenderla sociedad)
Si antes
bastaba, para volver inofensiva la sexualidad, con ahogarla en una elocuente
censura, todo el problema está hoy, para la dominación, en saber cómo
resucitarla, en un tiempo en el que se muere, vaciada de su sentido oculto,
exiliada de la parte maldita.
Lo que debe
evitarse es que su silencio suscite preguntas, y que la sombra de su ausencia
aparezca en la iluminación forzada del eterno mediodía del Espectáculo. Lo que
hay que ocultar a todo precio es que la “metafísica —la emergencia de un más
allá de la naturaleza— no está localizada al nivel del conocimiento
intelectual, sino en este conocimiento carnal, sexual, con el
cual nos abrimos originariamente al otro sin dejar de ser nosotros mismos”
(Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción).
[….]
.
El objetivo
de este impalpable mercado de las sensaciones —en el que entran con pleno
derecho todas las mercancías culturales— está en poder hacernos consumir
imágenes y palabras en todo momento y en todo lugar de nuestra vida, para
romper su continuidad y sentido, para convencernos de que ésta no tiene ni fin
ni forma.
Se ha vuelto
evidente, ahora que el consumo de signos se ha apoderado de la totalidad del
ser humano, que la mercancía y el consumo eran desde el comienzo,
esencialmente, un modo de comunicación.
[…..]
Biopolítica
y moneda viril
En estos
días en los que una erección se compra, se programa, y en los que el emblema
histórico de la dominación masculina se vuelve algo reproductible in
vitro, separado de su aguijón y de su sentido, todos los obstáculos para la
prostitución universal son alzados.
El sexo ya
no tiene solamente un mercado, es un mercado;
último fragmento de noche que portábamos en nosotros, cede a la pura
positividad del cuerpo desnaturalizado y vuelto cualquiera de nuestro tiempo.
El “umbral
de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el momento en que la nuda
vida se convierte en el blanco de las estrategias políticas — suponiendo, no
obstante, que una vida separada de su forma sea todavía una vida.
Imaginemos,
escribe Klossowski, que “nos encontramos en una época industrial donde los
productores tuvieran los medios de exigir como modo de pago unos objetos de
sensación por parte de los consumidores. Estos objetos son seres vivos. Según
este ejemplo de trueque, productores y consumidores constituyen colecciones de
‘personas’ destinadas pretendidamente al placer, a la emoción, a la sensación.
¿Cómo puede cumplir la ‘persona’ humana la función de moneda? ¿Cómo los
productores, en lugar de ‘pagarse’ mujeres, se harían pagar ‘con mujeres’?
¿Cómo pagarían entonces los empresarios o los industriales a sus ingenieros y
obreros? ‘Con mujeres’. ¿Quién mantendrá esta moneda viva? Otras mujeres. Lo
cual supone lo contrario: mujeres que ejercen un oficio se harán pagar ‘con
chicos’. ¿Quién mantendrá, es decir, quién sustentará esta moneda viril?
Aquellos que dispondrán de moneda femenina.” (La moneda viva)
La
comunidad que viene
“En otras
palabras, la persecución que me abre a la paciencia más amplia y que es en mí
la pasión anónima, no sólo tengo que responder por ella, cargando con ella
fuera de mi consentimiento, sino que también he de responderle con el rechazo,
la resistencia y el combate, volviendo al saber, al yo que sabe, y que sabe que
está expuesto.” (Blanchot)
La comunidad
que viene es una comunidad que se liberará gracias al cuerpo
y, por consiguiente, gracias a las palabras para hablarlo.
Mientras
que, en el modelo de producción fordista, el cuerpo estaba condenado a la
cadena de montaje por sus gestos repetitivos, y la mente permanecía “libre”
para pensar sus formas de emancipación, hoy, siendo el trabajo en las
sociedades capitalistas avanzadas casi enteramente intelectual, es el cuerpo
quien asiste, incrédulo y olvidado, a esta nueva explotación. Olvidado durante
las horas de trabajo, pero constantemente presente en el tiempo libre bajo
forma de obsesión, el cuerpo es la más material de nuestras determinaciones y,
al mismo tiempo, la tarjeta de negocios que permite acceder al mercado del trabajo
desmaterializado. Es la persona, la máscara que debe ser cuidada al
detalle, para que no pueda expresarse en su lenguaje, el lenguaje de la
insumisión.
En este
inmenso mercado de la “deseabilidad”, es al deseo abstracto y vacío de la
sociedad mercantil a lo que debemos entregarnos si queremos “insertarnos
socialmente” y trabajar. Este nuevo mercado no constituye un espacio que
habitaríamos oficialmente en calidad de singularidades, sino un parámetro
general al que debemos conformarnos.
Stuart Ewen
cita un folleto comercial ejemplar de los años veinte que ya hacía el reclamo
de productos de belleza femeninos: en la portada figuraba “un desnudo
impecablemente claro, empolvado y maquillado, acompañado de la siguiente
leyenda: ‘Su obra maestra. Usted misma’.” (Capitanes de la consciencia)
“La
publicidad —explica Ewen— había tomado prestada de la psicología social la
noción de yo social y había hecho de ella una pieza esencial
de su arsenal. De ese modo se definía el sí mismo en los términos fijados por
el juicio de los otros”, así “en medio de su cocina-sala de máquinas, se supone
que la esposa moderna pasaba el tiempo preguntándose si su ‘yo’, su cuerpo, su
personalidad, eran competitivos en el mercado socio-sexual que definía su
puesto de trabajo.” (Ibid.)
Lo que le
ocurría a las esposas la víspera de su salida del hogar para entrar en la
fábrica, le ocurre hoy a la sociedad entera que se ha transformado en una
“gigantesca administración doméstica”.
El cuerpo de
la mujer es, como ya lo testimonia el mito de Pigmalión, el vehículo
privilegiado del biopoder. Muñeca capaz de desear, es así cómo la sociedad la
deseba y acompañaba, cómplice, a su devenir-cosa-que-siente.
Si bien es
cierto que la frigidez femenina no sorprendía a Occidente, tácitamente de
acuerdo sobre este triste supuesto, la impotencia masculina sorprende siempre,
habla una lengua de sufrimientos hasta ahora inéditos.
La invención
de un remedio para obtener un orgasmo finalmente simulado por las dos partes no
detendrá el discurso del cuerpo indócil, sino que sólo lo constreñirá y
reprimirá en una actividad forzada que no podrá tardar en buscar una vía propia
para liberarse.
“La
disciplina es una anatomía política del detalle” que “disocia el poder del
cuerpo; por un lado, hace de este poder una ‘aptitud’, una ‘capacidad’ que
procura aumentar, y por otro lado invierte la energía, la potencia que de ello
podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta. Si la
explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que
la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo constriñente entre
una aptitud aumentada y una dominación incrementada.” (Foucault, Vigilar
y castigar)
En una
sociedad en la que las clases sociales han sido reemplazadas por una “pequeña
burguesía planetaria” (Agamben), se anuncia una nueva forma de
consciencia. El terreno de lucha que se traza es metafísico en el sentido
de su inmanencia al cuerpo, y es por ser simbólico e inmaterial que libera lo
concreto y lo material. Es el cuerpo que la microfísica de la dominación
mantiene en jaque a través de técnicas minuciosas, “pequeñas astucias dotadas
de un gran poder de difusión, disposiciones sutiles, de apariencia inocente,
pero profundamente insinuantes, dispositivos que obedecen a inconfesables economías
o que persiguen coerciones sin grandeza” (Foucault). Es contra esta forma sutil
de expropiación se implicarán las luchas por venir; la nueva liberación de la
empresa de la microfísica será metafísica o no será.
* * *
Y esto es lo
que hay: hasta ahora hemos sido víctimas de una trampa. Hemos creído que,
pronunciadas ciertas palabras, escritos ciertos vocablos, enunciadas ciertas
teorías “radicales”, se producirían efectos más o menos directos en la
realidad. Nos figurábamos que manejábamos armas, cuando se trataba solamente de
conceptos, y la consciencia nos parecía una sustancia explosiva. Pero, al igual
que el vínculo entre la dominación y los discursos que la legitiman ha dejado
de ser perceptible desde hace tiempo, el mundo del Espectáculo se atraviesa en
estos tiempos como un bosque de signos y de señales que ya no designan
realidades concretas, sino que prefieren dibujar infiernos virtuales y paraísos
publicitarios, mundos fabricados de los que el sentido se ha retirado
definitivamente.
Las nuevas
estrategias de dominación son más refinadas, menos mecánicas, más inaprensibles
que las del pasado, heredadas de las sociedades de soberanía. Pero también por
esta razón hieren más profundamente y casi de manera quirúrgica:
una simple hoja de papel, hábilmente manipulada, puede tener el efecto de un
escalpelo. Ha pasado, en nuestras zonas bajo control, el tiempo de
los grandes destripamientos. La táctica consiste, por el contrario, en dejarnos
vivos, pero imperceptiblemente disminuidos. Aquí, el poder se ha hecho bien
pequeño, muy lindo: se ha convertido en una cabeza de Mickey; apenas lo
sospechamos, deslizándose ágilmente en las fibras ópticas, calculándonos tras
la sonrisa vitrificada de la Jovencita, reclamando la transparencia de todo,
prometiendo el cuadriculado del mundo. Quiere mostrarlo todo y que
todo sea mostrado. Es hora, dice, de que todo el mundo sepa. Cada persona debe
ser consciente cada instante, desde el fondo de su soledad atómica, de cuán
difícil es mantener en vida una maquinaria tan policéfala, tan perfeccionada,
tan considerable y tan contradictoria como esta “democracia” que amenaza en
todo momento con dejarse hundir o volar en pedazos si tratamos de modificarla
en un solo detalle. Pues donde toda comunidad ha sido liquidada y, por tanto,
toda praxis se ha hecho imposible, la consciencia deja de ser una amenaza para
el poder: se transforma en factor de producción.
Viviríamos
pues, desde el desmoronamiento del bloque soviético, “en la era de la
globalización”. Comprendamos: trabaja tanta gente por hacer posible nuestro
bienestar que sería indecente privarles de nuestra comprensión, discutirles
nuestra solicitud. Aquí reside la cuestión: reducirnos al rango ínfimo que
supuestamente sería el nuestro, el rango de una rueda minúscula en un mecanismo
gigantesco y de una complejidad inalcanzable. Ciertamente, se nos
ruega que juguemos con nuestros juguetes sin hacer preguntas, pero a cambio
hemos ganado el derecho a “explorar el ciberespacio”, a “pasarlo genial” de mil
maneras o a desplazarnos a los cuatro confines del globo en unas cuantas horas.
Incluso se pretende que los “excluidos”, los “rebeldes” y otros inadaptados
formarían a final de cuentas parte del “sistema”, puesto que el biopoder,
caritativo con los ingratos, estaría bien dispuesto a hacerse cargo de ellos.
No hay duda,
creemos en las fábulas. Más exactamente, quisiéramos creer en
ellas. No es por descuido o por desgracia por lo que hemos olvidado la infinita
posibilidad de sabotaje que contiene cada instante de nuestra existencia,
sino por cobardía. Por esa cobardía de buena calidad que la
dominación mercantil llama “libertad” y que no recubre sino una confortable
ausencia del mundo. Los espacios que la mercancía se apresura a colonizar se
reconocen en que en ellos se prodiga primeramente un concepto determinado de la
libertad que tiene por vocación hacerla imposible. La libertad
designaría, se dice, la facultad de un sujeto para elegir soberanamente
entre varios objetos equivalentes, la igual posibilidad de
estar aquí o allá, de hacer esto o aquello. Cualquier compromiso, cualquier
vínculo la disminuiría. Es esta idea de la libertad la que susurra al oído de
sus víctimas que ciertamente están con tal persona, pero que podrían igualmente estar
con tal otra, que no se encuentran verdaderamente donde están, puesto que
podrían igualmente encontrarse en otra parte.
Así, se hace que todas las prisiones resulten tolerables procurando a
cada uno la ilusión de que podría cambiar de celda. Poniendo el mundo a
distancia, se nos anestesia contra sus suplicios y, como ocurre
siempre con la anestesia, se nos paraliza. Porque se empezó
liquidando ese otro lugar al que huir.
Así, la
búsqueda de la libertad, en el mundo de la mercancía, reviste la forma de una
búsqueda de la indeterminación. se flota en medio de mil solicitudes
sin contenido. Todo vale para mantenerse por debajo de la cuestión de los
fines, por debajo del momento en el que habrá que asumir una
forma. se prefiere esperar pacientemente ese momento
que no viene. A partir de ahí, se trabaja sin
trabajar, se participa sin participar, se lucha sin luchar.
Y mientras tanto, nuestra simple existencia le hace los honores al biopoder.
Ahora bien,
es necesario un gesto. Un gesto de sabotaje. Un gesto de ruptura con
aquello que en el fondo recusamos.
Ser libre no
significa desarrollar todas nuestras virtualidades, sino ir hasta el
final de un posible. La libertad se concibe únicamente a partir de mi
situación hic et nunc, en el itinerario que hay entre mi
determinación y la sustracción a esa determinación.
Sobrecogidos
por una parálisis de masas, los hombres viven en el terror. Bajo la forma de
angustias diversas, que cada temporada exigen cambiar de monstruo,
nos tememos los unos a los otros. Y se conjura en vano la
culpabilidad encerrándose en complejos residenciales privados o en un cuidado
maníaco del cuerpo propio y de sus neurosis. Pues la falta es objetiva aunque
sea muda, omnipresente aunque cautiva: quien es culpable sabe que tiene buenas
razones para tener miedo.
También, a
pesar de los “progresos de la medicina”, las enfermedades dan pruebas de una
rara inventiva y, curiosamente, la muerte no deja de sobrevenir en versiones a
menudo inéditas. Si las razones de vivir faltan cada vez más visiblemente, las
razones de morir todavía no faltan. El único rasgo verdaderamente nuevo, entre
tanto desamparo, es que el capitalismo ha renunciado a cubrir con un velo
púdico su rostro criminal y caníbal.
En este
punto, ya no podemos permitirnos ignorar cuál es la suerte reservada a quienes
no hayan sabido adherirse al despropósito general sin haber sabido, no
obstante, rechazarlo: serán liquidados por un sistema hecho para los
Hombres-máquina que ellos no han conseguido ser.
Quizá no se
habrán dado cuenta, hasta el final, de que el mundo se ensombrecía poco a poco,
de que la luna nadaba en las “falsas brumas de la polución”, de que el agua se
volvía densa y opaca, y de que nuestras comidas estaban hechas de venenos. Una
debilidad comprensible puede habernos conducido a soportar una educación que se
fijaba como tarea hacernos desconocer nuestros deseos. Pero si hemos cambiado
toda libertad por un porvenir radiante retocado con Photoshop, o más comúnmente
por la supervivencia en un mundo que se viene abajo, esto solamente significa
que hemos sido demasiado cobardes y escépticos como para abrazar una rebelión
en la que no teníamos nada que perder, que otra vez hemos preferido
depender centralmente del Espectáculo y poder en todo momento traicionar a
nuestros amigos, en lugar de establecer con ellos relaciones tales que hagan
otra cosa posible. O que simplemente estábamos demasiado cansados como para
recordar que teníamos fantasía.
Pero ser
mediocre es un derecho que se acompaña de servidumbres. Un día, es el hígado lo
que revienta, otro es la cabeza, tomamos un comprimido, después dos, está esa
pequeña neuralgia, esos trastornos aquí y allá, todos esos disfuncionamientos
ínfimos que no sabemos de dónde vienen. El médico, además, tampoco lo
comprende: somatizamos, dice. Tenemos el mal de mundo:
insensiblemente, la vida se ha vuelto tóxica. Llegados aquí, si
todavía tenemos la fuerza de no querer morir, hemos de admitir que nos
hemos equivocado. No habría que haberse resignado, aceptarlo todo y
creer tantas pamplinas, incluso aunque lo necesitáramos. Habría que haberse
opuesto, negarse a esto, a aquello… Pero la cadena de causalidades es en este
punto demasiado larga para remontarla y, por añadidura, no coincide con las
posiciones políticas que hemos podido tomar. Ahora bien, el “paso al noroeste”
no está oculto en otra parte: llegar a concebir que lo que es verdaderamente
político es la manera en que vivimos, la dosis de verdad que
nuestra existencia puede soportar y, por tanto, irradiar. En este caso, nuestro
cuerpo hace el efecto de una piedra de toque, pues en nuestra experiencia
indescifrable y dislocada, él se mide sólo con nuestras contradicciones, que se
hallaban en nuestras elecciones antes de estar en nuestra carne.
Ningún saber
del presente o del pasado puede ya ayudarnos: lo que nos hace falta es un saber
de lo posible que de nuevo haga existir la historia. No se trata aquí
de la expresión de un anhelo, sino de una exigencia que se
busca por todos lados. El famoso “fin de la Historia” es de hecho el fin de
algo: de una concepción de la historia que era precisamente su glaciación.
Incluso si las palabras para expresar nuestro estupor por no estar ya en el
mundo nos faltan horriblemente, incluso si los sonidos que salen de nuestras
bocas están más gastados que cantos rodados, no es un nuevo lenguaje lo que nos
hace falta inventar, para añadirlo a la lista ya demasiado larga de
malentendidos, sino una nueva práctica. La libertad por venir
comienza a existir cuando nosotros existimos, cuando un gesto,
un movimiento separa en forma de fractura el presente del
pasado y el futuro. Se trata de hacer irrupción en el curso vaciado del
tiempo.
Lejos de
marginarnos de la humanidad, el acto de sabotaje es lo que permite que nuestros
hermanos nos reconozcan, lo que nos une a ellos. Una constelación legible
de acciones relámpago dibuja así, para quien sabe entrever
aquello de lo que son su huella, el éxodo general fuera del mundo de la
mercancía autoritaria. Este éxodo es el último espacio habitable, como también
la condición primera de toda amistad, de toda cooperación. En él se descubre la
lengua extranjera, la lengua sensible en la que estamos escritos. Pues hemos de
perdernos por completo para finalmente reencontrarnos.
Por lo
demás, el sabotaje que viene es silencioso, pues no es más que el otro nombre
de la vida.
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