La estabilización de la
realidad, tal es la angustia profunda que funda la era civilizatoria de
Occidente. Occidente se erige sobre la voluntad de acaparar lo que ya no se
puede sentir. La carencia es la sustancia esencial de lo civilizado, y su única
realización posible es reinar sobre los cadáveres. Ya no es cuestión de
aferrarse a lo que anima una vida, sino de someterse a la inclinación de una
supuesta Salvación. La Iglesia es una de las realizaciones de este paradigma:
retener a su rebaño en la obra de su propia salvación eterna.
No hay sanación
posible bajo el yugo de la civilización, sólo una patologización constante de
la vida. Es todo lo contrario. Cada subjetividad del capital se complace
entonces con su pequeña enfermedad ficticia como nuevo modo de dominación
social. Se ve surgir de la nada el bando del Bien, cuyos militantes quieren
salvar de su derrota a una humanidad obnubilada mediante el goce estético de su
propia destrucción. Los colectivos y las comunidades de cuidados son las
últimas estratagemas en las cuales los activistas pueden por fin ejercer su
pequeño poder por el bien común. Lo único que se consigue con ello es aplastar
a las buenas almas hasta subsumirlas totalmente.
Uno de los métodos
para lograr ocultar o aniquilar una forma consiste en instituirla. La
metodología del instituir corresponde a un cisma de la forma, una separación
entre su modo de ser y su modo de actuar. De ahí que toda institución sea una
Iglesia menor que
separa para reificar según su objetivo: persistir en gobernar por toda la
eternidad. No es una fatalidad que la mayoría de nosotros seamos criaturas del
Imperio cristiano. La verdadera fatalidad es la creencia en esta percepción
según la cual la vida debe estar regida por un principio unificador capaz de
poner orden allí donde, sin embargo, todo se desborda. De la Iglesia a las
instituciones, su objetivo es producir súbditos como justificación de su
necesidad de existir. La función de la institución es organizar la amputación
de la autonomía de una vida singular, volverla indisociable de la economía que
estructura el entramado de la civilización. Curarse de esta enfermedad que es
la civilización reclama partir de un deseo propio de curarse, a fin de tomar partido por un éxodo espiritual y, además,
material.
Gertrud, Éxodo hacia
las formas sensibles.
Cuadernos para el Colapso
Acabo de leer el último texto de Cuadernos para el
Colapso. El autor da muestra de una lucidez que se puede calificar como devastadora.
En un mundo radicalmente opaco, en el que un gigantesco dispositivo mediático
emite un océano de noticias y textos cuya finalidad es ocultar los grandes
procesos en curso, y ayudados por la apocalíptica dimisión de la inteligencia -en
tanto que la Academia se encuentra integralmente controlada por los poderes y
afectada por un extraño neotaylorismo disciplinar que fragmenta los saberes- este
texto proporciona dos claves esenciales de la situación global: La conversión
de las instituciones en Iglesias y la poderosa idea del éxodo. La diseminación
de los saberes, afectados por una fuerza centrífuga colosal, dificulta la
recomposición de la totalidad. Así se hace posible que los grupos mediáticos
globales definan estas sociedades mediante el término de progreso.
Este texto tiene la virtud de sintetizar lo que es el
centro de las sociedades del presente: el proyecto hegemónico de congelación
del orden social en favor de los intereses de las grandes corporaciones
industriales y comunicativas. La consecuencia de esta situación es la
conversión de las instituciones en nuevas iglesias orientadas a la gestión y
retención de sus parroquias de fieles. Se trata de administrar el orden social
del mercado desbocado, que destituye a la población como sujeto político, para
conceder el privilegio del decir a la corte mediatizada de expertos
taylorizados según el principio de “cada uno a lo suyo”.
Las Iglesias son organizaciones creadas en períodos históricos
de alta estabilidad, en la que los entornos cambian microscópicamente en largos
períodos de tiempo. Este factor es determinante en su modelo institucional:
jerárquico, con el protagonismo de una casta de sacerdotes y el modelo
disciplinario para los fieles. Esta estabilidad desplaza sus finalidades, que
son reemplazadas por la consumación de la producción y mantenimiento de una
masa de fieles que tienen que conseguir su propia salvación en el interior de
la institución. De este modo se consuma fatalmente su guion institucional, de
modo que su historia es, inevitablemente, la de los sucesivos contingentes de
élites que desafían el conocimiento dogmático, resultando de ahí las renovadas
herejías, expulsiones y demonizaciones de los irredentos.
En los últimos treinta años se ha modificado
profundamente la estructura de las sociedades contemporáneas. El modelo
neoliberal se ha impuesto más allá de la economía, reformulando y remodelando
todas las instituciones. En síntesis, se puede afirmar que el modelo
institucional de las sociedades neoliberales avanzadas remite a tres cuestiones
esenciales: la separación de las personas, mediante una individuación radical;
la progresiva disolución de la sociedad anterior, desde las formas
convivenciales, las empresas, el Estado y las instituciones; y la emergencia y
consolidación de nuevas instituciones que gestionan y dirigen el conglomerado
de yoes resultante de la gran reorganización.
Desde esta perspectiva se pueden comprender algunas
afirmaciones del texto. En tanto que avanzan inexorablemente las tres
dimensiones estructurales reseñadas, las instituciones representativas se
conforman como una extraña superestructura que representa un papel secundario
con respecto a los procesos de instalación de las nuevas instituciones y
desinstalación de las antiguas. Lo convencionalmente político -el estado y el gobierno-
se encuentran subordinados a las verdaderas instituciones rectoras globales, de
modo que reducen su campo de actuación. La vivencia de esta escisión, genera un
gran desasosiego en las almas pudorosas de gentes de izquierda, que viven
situaciones incomprensibles desde su percepción de lo político convencional.
Una situación así crea las condiciones para la
proliferación de los partidos-iglesia, que forjan su competencia en la
simulación, promoviendo cambios superficiales que no afectan a la estructura social,
determinada por el avance de los procesos aludidos. Se trata de hacer acciones
espectaculares que contribuyan a la salvación de las almas virtuosas. Yolanda
Díaz es la adalid de esta forma de hacer política. Se trata de enviar mensajes
que contribuyan a fomentar la fe y la esperanza. Sus retóricas victoriosas
encubren la congelación laboral en la casi totalidad de los sectores. La
precariedad vive su éxtasis en la hostelería, las universidades, las empresas
que emplean trabajo inmaterial, las empleadas domésticas o de cuidados.
Sus viajes para fotografiarse con el Papa, afirmando
patéticamente que este se posiciona en favor de la reducción de jornada; su
pretensión de viajar a Palestina para obtener una imagen que le reporte
beneficios… Todas sus actuaciones son desesperadas para reforzar la fe y la
esperanza de numerosos náufragos. Porque los grandes problemas de la ausencia
de un control efectivo sobre el estado de Israel o en favor de las condiciones
para trabajadores implican modificaciones sustantivas en el campo de fuerzas
global, y la alteración de los equilibrios existentes se encuentra fuera de su
proyecto político desarraigado de los suelos sociales bombardeados por las
fuerzas que impulsan el neoliberalismo, que avanzan en la separación de las
personas y la disgregación de las viejas sociedades, debilitando las
instituciones de lo común.
Lo mismo ocurre con los grandes contingentes sociales
en relación a la vivienda, que configuran una gran masa de inquilinos e
hipotecados-endeudados que debilita cualquier acción colectiva. Entre estas
poblaciones, la inculcación de fe y esperanza representa el centro de la
actividad política. Porque creer que un gobierno tiene la facultad de modificar
esta situación en una sociedad con la correlación de fuerzas existente,
adquiere la naturaleza de teología sacramental. Así que creer es la clave de
las comunicaciones políticas en las ínclitas sociedades del presente.
En una situación así, es natural que proliferen
líderes que se asemejan a los papas, dotados de capacidades discursivas que
tienen virtudes celestiales. Pero es inevitable el brusco descenso a la tierra,
al suelo, en donde se multiplican realidades incompatibles con las oratorias
gubernamentales. Si no se consideran los efectos letales sobre las sociedades,
resultantes de la acción de las instituciones de la nueva individuación y de
demolición de viejas comunidades y organizaciones, ejercidas por poderes
transversales y transpolíticos, los diagnósticos son papel mojado. En estas
condiciones, las instituciones políticas albergan a una casta de pastores
eclesiásticos que proponen quimeras para la salvación de los fieles.
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