Guillermo
Rendueles es uno de los autores que ha ejercido una influencia muy importante sobre
mi persona. Es un psiquiatra crítico extremadamente singular y difícilmente
encuadrable en un grupo. Ha ejercido desde siempre una disidencia fecunda
respecto a la psiquiatría oficial, y también con la más heterodoxa. Siempre he
admirado su forma de estar en lo profesional, sus relaciones con los
movimientos sociales, sus posicionamientos críticos permanentes, sus lecturas
de distintos clásicos y su condición de no encuadrable en distintas modas o
corrientes psiquiátricas. Rendueles se
distingue por generar sus propios conceptos, situándose en un campo que
trasciende la psiquiatría misma, constituyéndose como un referente
imprescindible para comprender la sociabilidad característica del
neoliberalismo. Ha publicado su obra en distintos libros, entrevistas,
artículos y otros textos. Fue uno de los colaboradores de la fenecida revista
Archipiélago, que cobijaba a distintos autores críticos alejados de las
instancias de poder de las distintas disciplinas. En sociología Fernando
Álvarez Uría y Julia Varela.
En 2022
apareció un libro que integra distintos escritos suyos. El título es “Psicologización,
pobreza mental y desorden neoliberal”, publicado en Irrecuperables. En su
Prólogo hace historia del devenir de la sociedad y de la psiquiatría. A pesar
de que el foco de interés del libro es más general, se refiere específicamente
a la pandemia, definiéndola como antesala de la psicologización desbocada. A
pesar de que, a mi juicio, es la parte más controvertida del Prólogo, en tanto
que acepta la respuesta de las autoridades como “razonable”, me he decidido a
publicarlo aquí, debido principalmente a la singularidad de su mirada y animado
por la recomendación de la editorial de difundir los textos. Estos siempre
aportan una rica perspectiva intelectual, además de asentada en el suelo social,
en tanto que profesional que habitó tantos años una consulta.
No puedo
olvidar el impacto que ejerció en mi persona el primer texto que leí de
Rendueles “Los gerentes de lo íntimo”, un artículo de la revista Ábaco. Después
varios textos más, para terminar en su libro “Egolatría”. La obra de este autor
colisiona con el conocimiento blando y fofo que ha imperado en distintas
disciplinas tras la transición. En su Prólogo, representado en la realidad que
sucedió a la neutralización de las propuestas críticas de los años setenta.Recomiendo
vivamente su lectura.
Este es el
texto, que se corresponde con las páginas 17 a 20.
Durante
cuarenta años, esta contrarrevolución psiquiátrica ha sido una pieza crucial en
la construcción de la hegemonía neoliberal. Es posible que hoy empiece a
mostrar sus costuras, a medida que el neoliberalismo acelera su propia
descomposición orgánica. Aunque también es perfectamente posible que no sea
ninguna buena noticia y lo que venga después resulte aún peor. Algo de eso,
talvez, hemos podido observar durante la pandemia. Escribo estas líneas justo
cuando parece que empezamos a salir de dos largos años de confinamientos,
distancias sociales y medidas de contención sanitaria. Creo que un buen
principio para empezar a elaborar lo que nos ha ocurrido es asumir lo
imprevisible que fue y evitar falacias retrospectivas con las que intentamos
adaptarnos a la adversidad. La verdad es que si un mes antes de marzo de 2020
alguien me hubiese dicho que en un parque a las afueras de Gijón se iba a
convertir en un hospital de campaña vigilado por el ejército donde morirían por
un virus medio centenar de personas, le hubiese descalificado como paranoide.
La epidemia
nos enfrentó a la distopía del cálculo egoísta intimista. En el primer invierno
de la pandemia soñamos que cuando llegase el verano todo sería maravilloso. Con
el sol los niños volverían a la calle y llenarían de risas y juegos los
parques, nos reuniríamos en plazas, bares y campos de fútbol. Por el contrario,
la evolución de la pandemia exigió un sensato higienismo de distancia, soledad
y semiencierros para que cada uno cuidara de sí y no dañara a los demás. La
sospecha de contagio marcó nuestras relaciones y el estigma de las personas de
riesgo se desarrolló bajo la vieja forma de <<no en mi patio de
atrás>>: los sanitarios son gente a la que aplaudir….. a no ser que vivan
en mi edificio. El tipo de relaciones sociales y formas de vida hacia las que
el mercado nos ha empujado durante cuarenta años se instauraron por decreto de
un día para otro. Todo aquello a lo que nos habíamos ido acostumbrando hasta el
punto que se había vuelto invisible se volvió evidente en toda su
monstruosidad. Eso no significas que haya motivos para el optimismo.
Las
epidemias no tienen, por supuesto, nada de nuevo. Diversas pestes decidieron
guerras, impulsaron el comercio de esclavos hacia América -extrañas teorías
sobre inmunidad de africanos y asiáticos a las plagas del nuevo mundo que
exterminaban a los indígenas- o condicionaron el diseño de las ciudades tal y
como las conocemos. Pero rara vez, en el
pasado las pandemias han producido cambios solidarios o emancipadores. Al contrario,
han sido una fuente de pánico e imaginarios milenaristas. No parece que hoy las
cosas hayan cambiado tanto. Es fácil imaginar que el capitalismo del desastre
no tardará en adaptarse a esta sociedad de puercoespines para convertir el
miedo y la muerte en beneficio, amplificando una espiral que nos conduce hacia
la catástrofe medioambiental, la degradación de las democracias y el ascenso de
movimientos autoritarios y xenófobos.
Hace cuatro
siglos Blaise Pascal escribió un breve y luminoso texto titulado <<Sobre
el buen uso de las enfermedades>>. Según Pascal, gran parte de los males
humanos tienen que ver con nuestra incapacidad para disfrutar reflexionando en
una habitación propia en nuestra casa. Evitamos desesperadamente la introspección
buscando diversiones que nos conducen lejos de nosotros mismos y nos someten a
la servidumbre del mundo. Pascal aconseja emplear la enfermedad para construir
un universo propio y construir bienes comunes frente a los estilos de vida
mundanos, que hoy serían los bienes suntuarios del hiperconsumo o el intimismo
robotizado de las redes sociales.
Un buen uso
de la pandemia podría haber sido aprovechar el espanto por las muertes en los
geriátricos para impulsar un cambio radical sobre el modo en el que afrontamos
el final de la vida en nuestras sociedades, del mismo modo que el escándalo en
los manicomios impulsó movimientos antiautoritarios que cuestionaban la
existencia misma de las instituciones totales. Nada de esto ocurrió, por
supuesto. En marzo de 2020 había cerca de 15.000 internados en los geriátricos
asturianos. Cuando comenzó la pandemia las administraciones de estos centros
ofrecieron a sus familiares la posibilidad de desinstitucionalizarlos: apenas
un par de cientos de mayores volvieron a casa.
Pero tampoco
parece que, en el extremo biográfico contrario, las cosas hayan salido mucho
mejor. Durante algunos años, tras la crisis de 2008, parecía que una oleada de
movilización colectiva y de rebelión contra la precariedad articulaba las
reivindicaciones de las generaciones que se habían socializado en la
destrucción del estado del bienestar. La pandemia ha sido el colofón del cierre
de ese ciclo de luchas y, en cambio, parece haber impulsado una fuerte
psicologización de los malestares juveniles. En un reportaje de El País de
finales de otoño de 2021 una joven resumía muy bien este cambio: <<La
pandemia está empezando a dar visibilidad a los problemas de salud mental…..Ya
nos afectaba antes de la pandemia, pero ahora más. Tenemos ataques de pánico,
ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, estrés. Ir al psicólogo tendría
que estar subvencionado por la sanidad pública. Muchos de mis amigos van al
psicólogo y los que no van es porque no se lo pueden pagar>>. La reciente
película de Jonás Trueba, Quién lo impide,
reitera esta psicologización del sufrimiento juvenil. <<Nos ahogamos
y no se dan cuenta de que necesitamos más cultura afectiva>>.
Es
completamente cierto que el precariado produce dolor de forma universal y que
el suicidio es una de las principales causas de muerte entre los jóvenes. Pero,
a mi juicio, las etiquetas psicologizantes o la consigna de <<todos al
psicólogo>> no ayudan mucho a abordar las causas de la vida dañada de los
jóvenes precarios. Términos como <<depresión>>, <<pánico>>
o <<estrés>> opacan nuestra comprensión de cómo la adversidad del
mundo se cuela bajo la piel. Subjetivamos el dolor a través de relatos
psicologizantes precisamente porque vivimos desde el individualismo asocial.
Buscar solución profesional a esos problemas en los consultorios psicológicos
es como buscar las llaves perdidas bajo la farola no porque se te hayan caído
allí sino porque es donde hay luz.
Construir
grupos solidarios, contarse el sufrimiento real en público descubriendo sus
causas políticas subyacentes, buscar cambios de las situaciones reales
-vivienda, trabajo, ocio- me parece un camino mucho más prometedor que la
oferta gubernamental de -incapaces de cambiar lo real- invertir millones de
euros en un plan de asistencia psicológica. Ningún dispensario psicológico
puede ofrecer mucho más que la adaptación al mercado -<<es lo que
hay>>- y un espacio de refugio para gestionar el dolor subjetivo con
aprendizajes cognitivo-conductuales que siempre tienen como premisa principal
el pseudoestoicismo: <<Lo importante no es lo que te pasa sino cómo lo
interiorices>>.
>>Cuídate>>
se ha convertido en una de las despedidas más habituales tras la crisis y la
pandemia. Creo que una de las tareas emancipadoras de nuestro tiempo es
convertir esa interpelación en un plural. Cuidémonos unos a otros, incluyendo a
los desechados del mercado: viejos, solitarios, pobres….. Resistamos juntos la
exhortación antipascaliana a volver a gastar para salir de casa en la que nos
bombardean los medios. Ese podría ser un buen uso de la crisis y la pandemia,
un paso en la dirección de una sociedad de cuidados y apoyo mutuo, que abarque
desde la intimidad de la familia y los círculos de amigos a las luchas
colectivas contra el desastre medioambiental y hacia una vida buena alejada del
consumismo.
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