martes, 23 de abril de 2024

ESPLENDOR EN LA MARQUESINA

 

Ocurrió un sábado de este mes de abril. Tras pasear por el parque del Retiro con mi perra, transitando espacios saturados de turistas y deportistas de fin de semana, me invadió un sentimiento de rebeldía ante la modernización turistificada y sus espectros personales que interferían mi pausado tránsito, y decidí dar un paseo a la deriva por algún lugar que me hiciera evocar a la antigua ciudad que viví en mi adolescencia. Tras dejar a la perra en casa me dispuse a coger la línea de autobús 2, una de las que más frecuento, en tanto que me lleva a Cibeles, la Gran Vía y Plaza de España. En esta ocasión iba en sentido contrario, a Manuel Becerra.

La plaza de Manuel Becerra es uno de los raros espacios que conserva alguna de las propiedades de la vida anterior a la modernización en la versión consumista-mediática.  A pesar de que las aceras y los edificios han sido rehabilitados al estilo de los urbanistas que preparan los escenarios para la maximización económica de sus usos posteriores, conserva su condición de lugar, es decir, que es reinventado y consagrado por un nutrido contingente de gentes que se apodera de él para recrear su cotidianeidad. Las terrazas de las cafeterías se encuentran llenas de una multitud que se congrega para magnificar el desayuno y la merienda. No son viajeros, sino gentes arraigadas en los alrededores.

La merienda es una comida prohibida por los rigores racionalizadores de los nutricionistas del complejo médico-industrial. Las gentes que se asientan en las mesas desafían las conminaciones acerca de los límites de las calorías, así como el cerco establecido contra lo dulce, convirtiendo la merienda en un acto social supremo. Todas las mesas están llenas de un público bullicioso que mantiene una sinfonía de conversaciones carentes de finalidad. Unos a otros se cuentan sus cosas cotidianas en un medio en el que predominan las risas y un bullicio entrañable. Contemplar desde afuera este espectáculo es fantástico. Entre los que practican la merienda social se encuentran muchos de los desahuciados por la sociedad modernizada, mayores principalmente, que viven sus últimos años antes de su encierro forzoso y mujeres que no han tenido la oportunidad de desarrollar una carrera laboral.

En la plaza quedan dos grandes quioscos, además de otro entrando por la calle de Alcalá.  Me gusta curiosear los periódicos y revistas, además de comprar los residuos sólidos de la época fenecida del imperio de la letra escrita, como son El Viejo Topo, Le Monde Diplomatique y alguno que encuentro de ocasión. En la zona en que vivo, la de Ibiza, solo queda un quiosco vivo.  Estos, junto a las terrazas, confieren a la plaza una naturaleza distinta a las zonas ya gentrificadas que diseñan para sus negocios el complejo de los grandes propietarios del suelo.

En particular, uno de los barrios que más frecuenté y del que conservo recuerdos entrañables, como es el de Chamberí, ahora se encuentra rehabilitado para su nueva misión de asentar actividades económicas selectivas de alto valor añadido, así como residencia de gentes con cuantiosos recursos monetarios. La rehabilitación ha dejado Chamberí como un museo. Lo peor es que han desaparecido completamente los viejos bares freiduría, y también las gentes que los frecuentaban y sus usos cotidianos. De ahí mi propensión a desplazarme a los escasos lugares que preservan algo del esplendor convivencial cotidiano de antaño, como Manuel Becerra.

Pues bien, ese sábado, tras el paseo de rigor por El Retiro, llegado a la marquesina del 2, ocurrió un pequeño acontecimiento inesperado esplendoroso. Resulta que los sábados, como consecuencia de la programación mercantilizada de la Empresa Municipal de Transportes, disminuye drásticamente la frecuencia, demorándose los autobuses mucho tiempo. Encontrándome en la marquesina, apareció un paisano que me preguntó si sabía cuándo había pasado el último. Entonces se entabló una conversación muy viva y llena de cordialidad entre nosotros. Él venía de pasear por El Retiro y fue inevitable la aparición de una nostalgia compartida por el pasado del parque, utilizado por los residentes propios. En breves minutos nos contamos nuestra procedencia, algo de nuestras vidas y de nuestras sensaciones en tan luminosa mañana primaveral.

En estas pláticas cotidianas es ineludible la aparición de la edad. Cuando le dije que estaba cerca de los 76 me confesó que tenía 82 años. Su aspecto era fantástico para esa edad. Fue inevitable la salida a flote de un orgullo compartido de haber vivido al margen de las tablas de méritos que rigen las vidas de los súbditos de las generaciones siguientes, rigurosamente subjetivados (que no educados) por las instituciones del mercado, que les conminan a vivir para producir méritos en varios órdenes para constituir su identidad y ser clasificados en escalas de valor. Mostramos nuestro orgullo en haber vivido muchos momentos espléndidos, pero que no se inscribían en el orden del cálculo programado que impera en las instituciones del mercado.

Tras unos minutos de tan cordial conversación arribó a la marquesina otro hombre mayor, también procedente del obligado paseo primaveral matinal por El Retiro. Mi interlocutor y él se conocían. Afirmó orgullosamente que tenía 92 años. Este sí los representaba, aunque su vitalidad era manifiesta. Enseguida mostró su escepticismo acerca del futuro. Los dos ironizaron cuando les dije que había sido docente, mostrando una sutil revancha contra esa profesión prevalente en las sociedades anteriores a la imposición del mercado. En el espacio de pocos minutos reímos un par de veces y salieron a flote algunas frustraciones asociadas a nuestra condición de mayores o viejos. Es inevitable que aflore una tenue decepción de Europa, en tanto que nuestras biografías han sido interferidas por el mito europeo. Estaba presente nuestra percepción de detentar la condición de sujetos devaluados, denostados, sujetos a varias marginaciones, así como rigurosamente dirigidos y guiados por los médicos, cuyos dictámenes nos estigmatizan y preparan para nuestra expulsión gradual de la vida, terminando en una reclusión fatal, carente de cualquier sentido que no sea la de la conservación de nuestros cuerpos según el modo de las conservas de pescados.

En eso llegó el 2. Continuamos la conversación y cada cual se bajó en su parada respectiva, retornando a los espacios domésticos de los que estamos en vísperas de ser expulsados por tan modernizados ciudadanos y sus constelaciones de profesionales. Fue una conversación fantástica, en la que estaban presentes muchas cosas subyacentes, asociadas a nuestra condición de sujetos en víspera de expulsión a la siniestra reserva de la vida de las instituciones totales de las residencias-asilos. Pero fue grandiosa la vitalidad que presidió esta conversación, en la que nos liberamos momentáneamente de las tutelas, confirmándonos como sujetos vivos dotados de la capacidad de hablar, contar, ironizar, reír y gozar de pequeños acontecimientos cotidianos esplendorosos. Lástima que este acto vital que nos rehabilitó mutuamente durante unos gozosos minutos no se encuentre reconocido en ninguno de los registros de las instancias de control de la población mayor y preparación para la expulsión definitiva.

La marquesina fue un espacio en el que concurrió inesperadamente esta situación de encuentro espontáneo, rompiendo su maldición de albergue de esa situación social tan representativa de las sociedades de mercado total como es la de cola del autobús, en la que la contigüidad espacial no conlleva interacción alguna y el anonimato adquiere un perfil prodigioso. En los últimos años he descubierto laboriosamente una red de lugares que cobijan a las víctimas de la gran racionalización y modernización de la vida, que ahora adquiere la forma de desierto poblado por una nube de automatizados concentrados en sus pequeñas pantallas. Lugares en los que es posible la materialización de conversaciones cara a cara sin finalidad alguna y entre desconocidos. Apoteosis de lo que antaño se llamaba cotidianeidad, ahora destituida por las industrias culturales que gobiernan las vidas y exigen la atención total a sus comunicaciones y guiones.

 

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