Ocurrió un
sábado de este mes de abril. Tras pasear por el parque del Retiro con mi perra,
transitando espacios saturados de turistas y deportistas de fin de semana, me
invadió un sentimiento de rebeldía ante la modernización turistificada y sus
espectros personales que interferían mi pausado tránsito, y decidí dar un paseo
a la deriva por algún lugar que me hiciera evocar a la antigua ciudad que viví
en mi adolescencia. Tras dejar a la perra en casa me dispuse a coger la línea
de autobús 2, una de las que más frecuento, en tanto que me lleva a Cibeles, la
Gran Vía y Plaza de España. En esta ocasión iba en sentido contrario, a Manuel
Becerra.
La plaza de
Manuel Becerra es uno de los raros espacios que conserva alguna de las
propiedades de la vida anterior a la modernización en la versión
consumista-mediática. A pesar de que las
aceras y los edificios han sido rehabilitados al estilo de los urbanistas que
preparan los escenarios para la maximización económica de sus usos posteriores,
conserva su condición de lugar, es decir, que es reinventado y consagrado por
un nutrido contingente de gentes que se apodera de él para recrear su
cotidianeidad. Las terrazas de las cafeterías se encuentran llenas de una
multitud que se congrega para magnificar el desayuno y la merienda. No son
viajeros, sino gentes arraigadas en los alrededores.
La merienda
es una comida prohibida por los rigores racionalizadores de los nutricionistas
del complejo médico-industrial. Las gentes que se asientan en las mesas
desafían las conminaciones acerca de los límites de las calorías, así como el
cerco establecido contra lo dulce, convirtiendo la merienda en un acto social
supremo. Todas las mesas están llenas de un público bullicioso que mantiene una
sinfonía de conversaciones carentes de finalidad. Unos a otros se cuentan sus
cosas cotidianas en un medio en el que predominan las risas y un bullicio
entrañable. Contemplar desde afuera este espectáculo es fantástico. Entre los
que practican la merienda social se encuentran muchos de los desahuciados por
la sociedad modernizada, mayores principalmente, que viven sus últimos años
antes de su encierro forzoso y mujeres que no han tenido la oportunidad de
desarrollar una carrera laboral.
En la plaza
quedan dos grandes quioscos, además de otro entrando por la calle de
Alcalá. Me gusta curiosear los
periódicos y revistas, además de comprar los residuos sólidos de la época
fenecida del imperio de la letra escrita, como son El Viejo Topo, Le Monde Diplomatique
y alguno que encuentro de ocasión. En la zona en que vivo, la de Ibiza, solo
queda un quiosco vivo. Estos, junto a
las terrazas, confieren a la plaza una naturaleza distinta a las zonas ya
gentrificadas que diseñan para sus negocios el complejo de los grandes
propietarios del suelo.
En
particular, uno de los barrios que más frecuenté y del que conservo recuerdos
entrañables, como es el de Chamberí, ahora se encuentra rehabilitado para su
nueva misión de asentar actividades económicas selectivas de alto valor añadido,
así como residencia de gentes con cuantiosos recursos monetarios. La
rehabilitación ha dejado Chamberí como un museo. Lo peor es que han
desaparecido completamente los viejos bares freiduría, y también las gentes que
los frecuentaban y sus usos cotidianos. De ahí mi propensión a desplazarme a
los escasos lugares que preservan algo del esplendor convivencial cotidiano de
antaño, como Manuel Becerra.
Pues bien,
ese sábado, tras el paseo de rigor por El Retiro, llegado a la marquesina del 2,
ocurrió un pequeño acontecimiento inesperado esplendoroso. Resulta que los
sábados, como consecuencia de la programación mercantilizada de la Empresa
Municipal de Transportes, disminuye drásticamente la frecuencia, demorándose
los autobuses mucho tiempo. Encontrándome en la marquesina, apareció un paisano
que me preguntó si sabía cuándo había pasado el último. Entonces se entabló una
conversación muy viva y llena de cordialidad entre nosotros. Él venía de pasear
por El Retiro y fue inevitable la aparición de una nostalgia compartida por el
pasado del parque, utilizado por los residentes propios. En breves minutos nos
contamos nuestra procedencia, algo de nuestras vidas y de nuestras sensaciones
en tan luminosa mañana primaveral.
En estas
pláticas cotidianas es ineludible la aparición de la edad. Cuando le dije que
estaba cerca de los 76 me confesó que tenía 82 años. Su aspecto era fantástico
para esa edad. Fue inevitable la salida a flote de un orgullo compartido de
haber vivido al margen de las tablas de méritos que rigen las vidas de los
súbditos de las generaciones siguientes, rigurosamente subjetivados (que no
educados) por las instituciones del mercado, que les conminan a vivir para
producir méritos en varios órdenes para constituir su identidad y ser clasificados
en escalas de valor. Mostramos nuestro orgullo en haber vivido muchos momentos
espléndidos, pero que no se inscribían en el orden del cálculo programado que
impera en las instituciones del mercado.
Tras unos
minutos de tan cordial conversación arribó a la marquesina otro hombre mayor,
también procedente del obligado paseo primaveral matinal por El Retiro. Mi
interlocutor y él se conocían. Afirmó orgullosamente que tenía 92 años. Este sí
los representaba, aunque su vitalidad era manifiesta. Enseguida mostró su
escepticismo acerca del futuro. Los dos ironizaron cuando les dije que había
sido docente, mostrando una sutil revancha contra esa profesión prevalente en
las sociedades anteriores a la imposición del mercado. En el espacio de pocos
minutos reímos un par de veces y salieron a flote algunas frustraciones
asociadas a nuestra condición de mayores o viejos. Es inevitable que aflore una
tenue decepción de Europa, en tanto que nuestras biografías han sido
interferidas por el mito europeo. Estaba presente nuestra percepción de
detentar la condición de sujetos devaluados, denostados, sujetos a varias
marginaciones, así como rigurosamente dirigidos y guiados por los médicos,
cuyos dictámenes nos estigmatizan y preparan para nuestra expulsión gradual de
la vida, terminando en una reclusión fatal, carente de cualquier sentido que no
sea la de la conservación de nuestros cuerpos según el modo de las conservas de
pescados.
En eso llegó
el 2. Continuamos la conversación y cada cual se bajó en su parada respectiva,
retornando a los espacios domésticos de los que estamos en vísperas de ser
expulsados por tan modernizados ciudadanos y sus constelaciones de
profesionales. Fue una conversación fantástica, en la que estaban presentes
muchas cosas subyacentes, asociadas a nuestra condición de sujetos en víspera
de expulsión a la siniestra reserva de la vida de las instituciones totales de
las residencias-asilos. Pero fue grandiosa la vitalidad que presidió esta
conversación, en la que nos liberamos momentáneamente de las tutelas,
confirmándonos como sujetos vivos dotados de la capacidad de hablar, contar,
ironizar, reír y gozar de pequeños acontecimientos cotidianos esplendorosos.
Lástima que este acto vital que nos rehabilitó mutuamente durante unos gozosos
minutos no se encuentre reconocido en ninguno de los registros de las
instancias de control de la población mayor y preparación para la expulsión
definitiva.
La
marquesina fue un espacio en el que concurrió inesperadamente esta situación de
encuentro espontáneo, rompiendo su maldición de albergue de esa situación
social tan representativa de las sociedades de mercado total como es la de cola
del autobús, en la que la contigüidad espacial no conlleva interacción alguna y
el anonimato adquiere un perfil prodigioso. En los últimos años he descubierto
laboriosamente una red de lugares que cobijan a las víctimas de la gran
racionalización y modernización de la vida, que ahora adquiere la forma de
desierto poblado por una nube de automatizados concentrados en sus pequeñas
pantallas. Lugares en los que es posible la materialización de conversaciones
cara a cara sin finalidad alguna y entre desconocidos. Apoteosis de lo que
antaño se llamaba cotidianeidad, ahora destituida por las industrias culturales
que gobiernan las vidas y exigen la atención total a sus comunicaciones y
guiones.
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