Mi primera
experiencia militante fue en el año 1964, con motivo de la celebración de una
gran campaña propagandística del régimen franquista que se denominó con el pomposo
eslogan de “25 AÑOS DE PAZ”. La inteligencia del franquismo había experimentado
una mutación modernizadora por la preponderancia de nuevas élites marcadamente
tecnocráticas, que se tomaron una distancia prudencial con las del movimiento
nacional de los primeros tiempos. Fraga era uno de los nuevos influyentes,
pilotando un cambio de fachada que creó las condiciones para intervenir en la
transición política de la siguiente década, así como en la conformación de la
novísima democracia.
En este año
me encontraba recién aterrizado en Madrid, con dificultades de adaptación tras
los tiempos felices de Bilbao. La influencia de mi primo Tomás Ellacuría, así
como del entorno de activación del nacionalismo vasco y el antifranquismo,
habían determinado el comienzo de un proceso de distanciamiento de las
creencias e ideologías trasmitidas por mi familia conservadora, incluida la
religión. Este proceso fue favorecido por el fuerte impacto económico sobre mi
familia por la muerte de mi padre, iniciando un viaje descendente hacia
posiciones sociales más bajas, encontrándome en ese camino con grandes
contingentes de personas que experimentaban una movilidad social ascendente,
integrándose en la incipiente sociedad de consumo.
Ese curso
estudiaba el añejo “Preuniversitario” en el Colegio de Nuestra Señora de las
Maravillas de Madrid, regentado por la orden de los Hermanos de Lasalle, la
misma del Colegio Santiago Apóstol De Bilbao, en el que había cursado el
antiguo bachiller. El ambiente en este colegio de la calle Guadalquivir, junto
a Joaquín Costa en el distinguido barrio del Viso era marcadamente elitista,
siendo congruente con las posiciones sociales de sus distinguidos alumnos.
Recuerdo como compañeros de clase a un hijo del general Campano y otro de Blas
Piñar. La adhesión al régimen se podía respirar en toda la vida académica
cotidiana. En esta comunidad me sentía extraño, incubándose un distanciamiento
creciente con la institución.
Mi
incipiente desafección se sustentaba en mis primeras lecturas prohibidas en Bilbao.
Había leído a Frantz Fanon. Su libro “Los condenados de la tierra” me había
conmovido emocional e intelectualmente. También, por recomendación de mi primo
Tomás, a Erich From, cuyo libro “El miedo a la libertad” lo he ido
comprendiendo en sucesivas metamorfosis personales. Pero, aún a pesar de mi
actividad lectora, carecía de un esquema coherente que me permitiese integrar las
novedades que aportaban esos libros. El resultado de la convergencia de mis
lecturas y el proceso de desclasamiento social fue la cristalización de una
disposición crítica con respecto al régimen y el modelo social de aquellos
años.
En el
colegio coincidí con algún estudiante de Bilbao, unidos por el rechazo a la
doxa de ese tiempo. No hablábamos abiertamente de política, pero nuestro
disentimiento lo expresábamos en una acción heroica/masoquista como es acudir
como claque a los partidos de baloncesto cuando venía el Águilas de Bilbao para
ser humillado por el Real Madrid, pero con la adhesión clamorosa del exiguo
grupo de estudiantes vascos, que no se amedrantaba ante el abultado y creciente
marcador. Bajo la máscara deportiva subyacía una protesta frente al modelo
ultracentralizado y feudalizado que todavía impera, aunque más moderado.
Pertenecíamos a eso que el inconsciente colectivo del franquismo, y de sus
siguientes metamorfosis políticas, denominaban como “las provincias”.
Pero mi
iniciación política activa fue el resultado de otra amistad. Recuerdo los
nombres, apellidos e imágenes en mi memoria nítidamente, pero no voy a citarlos
ahora. Este amigo era un vasco integral, hijo de un ingeniero afincado en
Madrid, vinculado al Partido Nacionalista Vasco. Ellos vivían en la calle
Hermosilla, y su casa era un santuario nostálgico de la cultura vasca. Nuestra
búsqueda de ambientes vascos en Madrid, nos llevó a frecuentar una misa de
estudiantes vascos que se celebraba los domingos. Tras la ceremonia, tomábamos
unos vinos, que para nosotros eran txikitos. En esas prácticas festivas
comparecieron las organizaciones emergentes antifranquistas de la época para
practicar el noble arte de la persuasión y la pesca de neófitos.
Recuerdo
que, en contraste con la inconsistencia crítica de los asistentes, arribaron
dos personas muy inteligentes y formadas, procedentes de lo que entonces fue La
VI Asamblea de ETA, y que pronto experimentó varias mutaciones para convertirse
en la sigla MC, Movimiento Comunista, que tuvo una vida activa hasta los años
ochenta. En ese tiempo, los militantes se encontraban influidos por las
revoluciones argelina, cubana y china. Este grupo se orientó a la fórmula del
“marxismo-leninismo”, en oposición a la evolución experimentada por el PCE.
En las
conversaciones tras las misas, en las que descubrimos que la mayoría de los
participantes no éramos creyentes, se fraguó cierta amistad que terminó en una
invitación para acudir a un Seminario, que era un ritual iniciático previo a la
militancia. Recuerdo que mi primer seminario versó sobre un texto de Mao Tse
Tung, “Sobre la contradicción”, en el que se deliberaba acerca de los misterios
del materialismo dialéctico y el materialismo histórico. La metodología
consistía en la lectura común del texto y el papel preponderante del oficiante
del seminario. La dinámica de las sesiones conducía a una adhesión al texto y
su autor, que tenía similitudes con las sesiones de estudio del catecismo,
vividas en el colegio religioso. El texto se impone sobre los novicios en
términos absolutos. Cualquier comentario crítico parecía imposible.
El vínculo
con el seminario se contraponía a la dinámica de los conflictos en la
universidad, en las que las distintas organizaciones “m-l”, denominadas como prochinos apenas participaban, mostrando
impúdicamente, tanto su incapacidad de análisis de situaciones como de acciones
y tácticas. El dogmatismo supremo de los textos sagrados amparaba una inmersión
de esos grupos, convirtiéndolos en sectas inoperantes que se autoasignaban la
función de denunciar las desviaciones con respecto a los sagrados principios.
Este fue el motivo de mi ingreso en el PCE en 1968, tras haber participado en
el movimiento estudiantil tan vigoroso de esos años. Así pude liberarme de las
actividades de catacumba de los orígenes.
Los “m-l”,
actuaban como verdaderas sectas, atribuyéndose la función de ser “la
vanguardia” del movimiento estudiantil. Su presencia en movilizaciones adquiría
un patetismo considerable. Aún a riesgo de que se pueda hacer una lectura
simplista voy a contar un ejemplo vivido. En aquel tiempo se intensificaba la
guerra de Vietnam. Esta provocaba distintas movilizaciones. En tanto que los
activistas del PCE, FLP y del mismo movimiento estudiantilcompartían el sentido
de que lo importante era incorporar al mayor número posible de personas a las
protestas, los “m-l” aprovechaban su presencia para expresar sus programas
máximos, amenazando la heterogeneidad deseable en cualquier protesta.
En una
concentración en la facultad de Filosofía, en la que estábamos presentes unos
trescientos estudiantes, tras las intervenciones de varios oradores, se gritó
con un énfasis encomiable, por iniciativa de los “m-l”, los siguientes pareados:
PIM PAM PUM, QUE VIVA MAO TSE TUNG
PIM PAM PIM, QUE VIVA HO CHI MINH
CUCHILLO, CUCHARA, QUE VIVA EL CHE
GUEVARA
CUCHARA, CUCHILLO, LA HOZ Y EL
MARTILLO
Estos
pareados otorgaban a la concentración un carácter folklórico e iniciático,
yendo en detrimento de su extensión. Las acciones “m-l” siempre terminaban
cerrando cualquier perspectiva y reduciendo el número de participantes.
Pero
volviendo a mi primera experiencia militante, recuerdo la mezcla de emoción y
temor cuando pegamos pegatinas contrarias a la solemne campaña de los 25 años
de Paz. Salía al caer la tarde de mi casa de Francisco Silvela y bajaba por
Conde de Peñalver hasta la esquina con Hermosilla, donde me encontraba con mi
amigo. Entonces aprovechábamos todas las oportunidades para pegar pegatinas en
lugares visibles en las calles de ese barrio, cuya inquebrantable adhesión al
régimen era encomiable, y que ha desempeñado y desempeña un papel acreditado en
la lenta reconfiguración de la democracia recortada. Parece tan patético como
las acciones “m-l” el sembrar las calles de ese barrio de eslóganes
antifranquistas. Así expresábamos nuestra identidad de resistencia, haciéndola
compatible con nuestra incompetencia en la selección de poblaciones
susceptibles de ser influidas por nuestras posiciones.
Ayer volví a
andar el itinerario de mi primera experiencia militante, lo que me suscitó un extraño
estado entre la nostalgia y la decepción, en tanto que fue ineludible hacerse la
doble pregunta crucial: ¿quién ganó en el final del franquismo?, y, ¿Quién soy
yo ahora?
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