El secreto de una buena vejez no es
otra cosa que un pacto honrado con la soledad
Gabriel
García Márquez. Cien años de soledad
La tragedia de la vejez no es que uno
sea viejo, sino que uno es joven.
Oscar Wilde
El pasado
mes se cumplieron los once años de este blog. El tiempo ejerce su función
implacable, de modo que, en mi vida cotidiana, han aparecido las primeras
señales de la senectud. En los últimos meses, en dos ocasiones me han cedido el
asiento en el metro. En ambos casos, los efectos de estas incidencias han sido
borrascosos para mi persona. Soy una víctima del espejo. Como todos los días me
detengo frente a él, no detecto los cambios. Así que mi autoimagen es
severamente violada por estas colisiones en el espacio público que me
conmocionan.
Otra
incidencia relevante ha sido experimentar, en los últimos seis meses, abusos
por parte de taxistas depredadores que proliferan en el Madrid actual. Soy
conocedor de la trama urbana, en tanto que he venido aquí tras mi jubilación
precisamente a buscar la ciudad enterrada de mi infancia y adolescencia. En
tres ocasiones me ha ocurrido que el conductor ha alterado el itinerario de
modo que privilegiaba al taxímetro de forma grosera. He tenido que exigirle que
lo parara y regresara al itinerario más corto. En una ocasión me llegó a sacar
a la mismísima carretera de La Coruña. Está claro que ha mutado mi imagen,
constituyendo un cuerpo valorado como susceptible de ser asaltado por los
depredadores en la creencia de que mis defensas están debilitadas.
También he
experimentado varias incidencias que no hubieran tenido lugar con cincuenta
años. En varias interacciones he percibido una falta de respeto integral, en
algunos casos de depredadores progresistas. Estos eventos me perturban, en
tanto que constato que vivo con una distancia considerable con la “gran
sociedad”, en la que se intensifican las transacciones entre los débiles y los
fuertes en todas las esferas. Sí, he ingresado en un tiempo en el que me
convierto en una entidad susceptible de ser asaltada por múltiples sujetos que
pilotan distintos proyectos de dominación. Y no pocos de ellos, son
profesionales.
No cabe duda
de que me voy convirtiendo en otra materia humana. Soy un mayor, lo que
significa que recibo múltiples presiones imperativas, tanto latentes como
manifiestas, para ser alojado en el espacio social asignado para los que salen
de la gran sociedad. También un extraño, en tanto que me inscribo en la
retaguardia digital. Sigo saliendo al espacio público sin móvil, lo que me
otorga la condición de incomprensible para las legiones smartphonizadas. Y no
acompañado, lo que suscita en las profesiones de la salud y los servicios
sociales un incremento de presiones para ser controlado, inspeccionado y
dirigido, de modo que se recorte mi autonomía y crezca mi dependencia, en la
perspectiva de la siguiente fase, que es la del encierro final en una
institución de custodia de rostro humano, pero que conserva el ADN del asilo.
Así se conforma la última versión de un nuevo MENA, que comparte con la
originaria de los menores el atributo del encierro y la expulsión de la gran
sociedad.
Entonces, mi
vida se encuentra polarizada por la tensión existente entre mi cotidianeidad,
que se inscribe en el espacio público de la gran sociedad, y las tentativas de
absorción para la segregación, pilotadas por los dispositivos profesionales de
la salud, que detentan la capacidad de emitir diagnósticos destinados a la
extinción de la autonomía de tan numeroso contingente de gentes que han
celebrado demasiados cumpleaños. Ahora,
estos dispositivos profesionales inhabilitantes, se encuentran movilizados y
llenos de energía por su gran expansión, resultante de la incorporación de la
salud mental, definida como un problema solucionable mediante ayuda
profesional. Ese dispositivo formidable, se hace presente en mi vida cotidiana,
en tanto que detento la condición estigmática de diabético, al que se supone un
final de su itinerario definido por la fatalidad.
El sistema
sanitario, con el que tengo que lidiar, se encuentra peor que nunca. Las
reformas neoliberales estrechan su cerco sobre el mismo, de modo que la
supervivencia se instala en el imaginario profesional instituyendo temores
colectivos que alimentan una gran regresión. Esta es de tal dimensión, que a
aquellos que transitamos en él como pacientes, terminamos por inscribirnos en
una espiral del silencio obligado. En ocasiones pienso cuál sería la reacción
si comunico mi experiencia en foros profesionales. No me cabe duda de que sería
completamente descalificado. En síntesis, suelo designar el presente como la
convergencia de varias medicalizaciones y psicologizaciones muy agresivas. Para
un MENA diabético como yo, el sistema representa un riesgo de gran envergadura.
En este
contexto existencial definido por la amenaza a mi autonomía de los dispositivos
sistémicos de la salud y la gestión de las poblaciones prescindibles, cada día
representa un episodio de defensa de mi soberanía personal. Esta situación ha
acrecentado mi capacidad para disfrutar de las cosas minúsculas de la vida, que
ingiero a sorbos en la convicción de que puedan ser los últimos episodios de mi
vida autónoma. Vivo disfrutando de pequeños episodios asociados a lo sublime
personal, en tanto que la gubernamentalidad epidemiológica forjada en la
pandemia, se presenta en todos los altavoces mediáticos en forma de amenazas,
prohibiciones, descalificaciones y conminaciones. Así he pasado los episodios
de furia de los virus respiratorios de este pinche invierno.
De este modo
se va reconfigurando una deserción múltiple de la misma sociedad que me segrega
y me prepara para ser encerrado imperativamente en nombre de mi bienestar, que
se especifica en la gloriosa contribución personal al incremento de ese
constructo estadístico que es la esperanza de vida. Soy un desertor múltiple
que miro desde mi posición las palabras de las autoridades, tan ásperas y
articuladas en torno a la función de descalificar a los mayores, superfluos
para la producción y relegados en los consumos.
La gran
batalla diaria para proteger mi autonomía amenaza y paliar los efectos de los
proyectos de segregación, se inscribe en un entorno caracterizado por la
regresión. Desde esta perspectiva contemplo asombrado la deriva fatal del
sistema político, en el que el deterioro más relevante es el de los públicos
seguidores. El desplome de la izquierda se hace patente, adquiriendo
dimensiones colosales. En mi adolescencia, el proyecto era la realización de
una revolución, que se entendía como un proceso purificador y globalizante.
Ahora, en tanto que todas las instituciones convergen en la debilitación de los
lazos sociales a todos los niveles, reconfigurando lo social bajo el auspicio
de una individuación agresiva, los próceres de la izquierda señalan que su
objetivo es mejorar la vida de la gente mediante el refuerzo selectivo, que
afecta sólo a algunos colectivos sociales, del peculio salarial y de las ayudas
estatales. Lo que llaman transformaciones se han divorciado de las estructuras,
que son reforzadas por la acción del complejo institucional neoliberal, que se
ubica más allá del psicodrama de las instituciones políticas.
El contexto
de regresión política, social y cultural generalizadas conforma a la categoría
de edad a la que pertenezco como un segmento de mercado. Esto significa la
carencia de una voz. Así, los mayores somos privados de decir, siendo
sustituidos por la voz procedente, tanto de los gestores de nuestras vidas
recortadas, los sanitarios y los psi principalmente, que mediante las
encuestas, una forma de relación antagónica con la conversación, inventan
nuestras necesidades, de modo que somos convertidos en un colectivo receptor de
ayudas monetarias, que sustituyen a la existencia de un contexto cotidiano
amable en el que tengamos la posibilidad de interactuar y ser reconocidos en
tanto que personas. Ese vaciamiento existencial y privación de voz actúa en
favor de la percepción social de sujetos deteriorados, receptores de flujos
monetarios y tratados por una Medicina que nos fragmenta según los
diagnósticos.
Para
compensar esta ausencia de voz he escrito este texto. La intención es mostrar
que algunos seguimos estando vivos, incluso, como afirma Wilde, nos sentimos
jóvenes por dentro en contra de la evidencia de nuestro proceso cultural,
configurando así una suerte de tragedia personal. La verdad es que, si tuviera
lugar una revolución en un tiempo tan avanzado del siglo XXI como el vigente,
una cuestión central sería la destrucción de las bases de datos y los archivos
de historias clínicas. Como pienso que es ilusoria cualquier transformación en
esa dirección, termino repitiendo las palabras del Fernando Fernán Gómez viejo
que espetaba a su interlocutor “Váyase a la mierda. A la mierda”. Estas
palabras sintetizan no pocos de mis días frente a los numerosos gestores de mi
segregación, depredadores de mis menguados bienes y otras especies que habitan
el mesetario siglo XXI.
3 comentarios:
Muy interesante articulo.
Como mujer vieja me identifico con tu percepcion q yo defino como infantilizacion social de las personas mayores para beneficio de unas instituciones a las que solo interesamos como objetos de consumo. Has leido el casi de la mujer de 78 años desahuciada de su casa? Cuanta hipocresia de la izda posmo. Seguimos en contacto
Un abrazo Juan, precisamente Madrid creo que se ha convertido en un lugar mas aconsejable que nada para tomar cañas por lo que me parece, solo un joven aunque sea solo por dentro hubiese tenido la valentia de volver, tiene mucha lucidez lo que describes, jolín con los taxistas¡¡
Es curioso, Juan, como este espacio tuyo es un remedio para "la soledad" de tantas personas que buscan el amparo de la explicación y de una rebelde humanidad que ha desaparecido de los otros espacios de la cotidianeidad de cada uno.
Un abrazo!
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