Randolph
Bourne es un escritor norteamericano que falleció a los 32 años en 1918.
Ediciones Salmón acaba de publicar un libro suyo “La guerra es la salud del
estado”, que acabo de leer. Me ha fascinado su lucidez, así como la permanencia
en el tiempo de su argumento de oposición radical a la guerra. Su tesis
principal es que la guerra tiene como consecuencia el reforzamiento del poder
del estado y la eficacia de la uniformización social. Se trata de un momento
glorioso para los dirigentes del estado. En las coordenadas de este tiempo, su
lectura me ha suscitado vínculos con las guerras vigentes en la actualidad,
pero, sobre todo, con la reciente pandemia, que fue definida por las
autoridades como una guerra contra la Covid.
El libro de
Bourne descifra las significaciones de las estrategias del estado en el momento
de la pandemia, interpretada como una guerra contra el enemigo viral, lo que
supone una activación de la conciencia colectiva, posibilitando así la manipulación
de las acciones y las comunicaciones para unificar el cuerpo social,
minimizando las disidencias y maximizando las energías en favor de la
uniformidad y la obediencia. Las antológicas imágenes del estado mayor
compareciendo en las televisiones, formado por la convergencia entre las
autoridades políticas, epidemiológicas y policiales, son elocuentes acerca de
los significados de este episodio, que trasciende con mucho a la mera
significación en términos de salud.
Desde esta
perspectiva se puede entender el rencor sordo y creciente de los partidos de la
oposición hacia el presidente Sánchez, convertido en comandante jefe que
comparece ante el pueblo encerrado y transformado en audiencia cautiva obligada
a digerir las alocuciones épicas de tan distinguido prócer, así como de su
ayudante de campo, el ínclito Fernando Simón. De este modo se puede descifrar
el extraño evento de la movilización de las clases altas, que desafían el orden
epidemiológico imperante en esos días, al ocupar el espacio sagrado de Núñez de
Balboa para expresar sus temores. El texto de Bourne es elocuente con respecto
a la relación entre la guerra y las clases altas. Estas perciben al gobierno
como beneficiario de la energía colectiva proporcionada por la explosión de los
temores colectivos inducidos, que actúa reforzando la unanimidad social en
beneficio de los parásitos gubernamentales. El contrapunto institucional fue el
homenaje de Ayuso a los médicos, desfilando marcialmente frente a estos en
formación en la Puerta del Sol en un episodio de éxtasis simbólico.
El libro de
Bourne incluye dos ensayos independientes. El primero, “La guerra y los
intelectuales”, analiza el papel de la clase intelectual en el giro en favor de
la intervención de los Estados Unidos en la primera guerra mundial. A pesar de
las diferencias existentes entre los dos escenarios históricos del principio
del siglo XX y el actual, las semejanzas son sorprendentes. La inteligencia se posiciona activamente en
favor de la guerra fusionándose con los poderes estatales y conformándose
unitariamente en favor de la misma. En el caso de la guerra Covid, la inteligencia guarda silencio, aceptando de
facto la significación establecida por el estado revestido de ciencia
epidemiológica, y sancionando la fatal división del conocimiento establecida
según la pauta del viejo taylorismo, que atribuye a los sanitarios la
competencia exclusiva de la respuesta.
De este modo se refuerza una extraña
fragmentación del conocimiento en favor de la consolidación de una nueva figura
emergente en la que se sustenta el poder estatal, como es la del experto. Soy
sociólogo y he sido profesor universitario, y desde entonces no he podido
evitar sentir una vergüenza descomunal ante la conversión de mi disciplina en
un segmento del nuevo mercado de los expertos, prestos a ser convocados por los
poderes mediáticos y estatales cuando la ocasión lo reclame. Así se confirma la
pauta de que ningún experto interviene en una cuestión que es definida por el
poder mediático-estatal de forma que interpela a una sola clase de expertos. La
autonomía de las viejas disciplinas es contundentemente cancelada. También la
multidimensionalidad de los problemas.
El segundo
de los ensayos, “El estado”, es el que proporciona el título del libro. La
paradoja de la guerra estriba en que, junto a los efectos negativos de las
bajas y las destrucciones, comporta efectos positivos para el Estado, tal y
como es la uniformidad y homogeneidad social, que tiene como consecuencia la
presión ejercida sobre las disidencias y los sectores autónomos de opinión. La
apoteosis de unanimidad y disciplinamiento se manifestó nítidamente en los
aplausos generalizados en los balcones a las ocho de la tarde por el crédulo
pueblo que confiaba en ser salvado por tan eficiente ejército blanco. Sobre esa
masa de aplaudidores, la suspensión de facto de las instituciones y la
congelación mediática, se conformó un estado de excepción dotado de una
eficacia letal. Nunca el poder estatal se encontró con una situación tan
favorable de afección de sus súbditos. También en la aparición de los
denominados “policías de balcón”, que desde sus ventanas vigilaban a los
transeúntes y recriminaban sus salidas al espacio público, solicitando la
acción policial contundente sobre los desobedientes.
Un estado
respaldado unánimemente en esa energía social derivó hacia una suerte de borrachera epidemiológica, que generó un
conjunto de reglamentaciones de la vida que roza el delirio. Fueron fijados los
asistentes a comidas privadas y las distancias obligatorias entre los
atribulados bañistas en las playas. El excedente de regulaciones imposibles de
cumplir terminó por generar un estado de escepticismo ante las disposiciones de
las autoridades. Fue inevitable la proliferación de “quintas columnas” que
liberaban parcelas de la vida cotidiana de las quimeras de los epidemiólogos,
devenidos en directores de la vida y asentados en sus púlpitos mediáticos para
exponer sus sermones en favor de la salvación viral. Este desvarío en la
conducción de la respuesta a la pandemia, fue posible por la cancelación
estricta del pluralismo científico y el acallamiento de los profesionales que
pensaban de forma diferente.
El libro de
Bourne desarrolla una trama argumental en torno a su precepto central, que
convierte en beneficiarios de la guerra a las autoridades que, precisamente, la
han declarado. Así se teje una pequeña psico-sociología del comportamiento
colectivo que trasciende el tiempo de la primera guerra mundial en la que fue
escrito. Estos son algunos fragmentos del texto que ayudan a comprender el
trasfondo de las guerras, y cómo no, la definición de la Covid como un
conflicto bélico. Recomiendo la lectura del libro, principalmente a aquellos
que entendieron el tiempo Covid como suspensión de facto de la democracia y
advenimiento de una pesadilla mediática experta.
La guerra es
la salud del Estado. Pone en marcha automáticamente, en el conjunto de la
sociedad, esas fuerzas irresistibles a favor de la uniformidad, de la
cooperación apasionada con el gobierno, para obligar a obedecer a los grupos
minoritarios y a los individuos que carecen del sentido general del rebaño. La
maquinaria del gobierno establece y hace cumplir la severidad de las penas; las
minorías son silenciadas mediante la intimidación o se las hace entrar
lentamente en razón mediante un sutil mecanismo de persuasión que acaba por convencerlas
de que se han convertido por voluntad propia.
Los
ciudadanos dejan de mostrar indiferencia ante su gobierno, y cada célula del
cuerpo político rebosa vida y actividad. Avanzamos por fin hacia la plena
realización de esa comunidad colectiva en la que cada individuo es, por así
decirlo, la expresión virtual del todo. En una nación en guerra, cada ciudadano
se identifica con el todo y se siente enormemente reforzado por esta
identificación.
El impulso
gregario se muestra tanto más virulento porque, cuando el grupo está en
movimiento o emprende cualquier acción concreta, el sentimiento de pertenencia
y de tener el apoyo del rebaño colectivo alimenta poderosamente la voluntad de
poder, que el organismo individual exige constantemente alimentar. Nos sentimos
poderosos cuando nos conformamos a la voluntad general, y abandonados y
desarmados cuando estamos fuera de la masa. Aunque el mero hecho de pensar y
sentir como todos los demás miembros del grupo no te dé acceso al poder,
experimentas al menos la reconfortante sensación de estar obedeciendo, la
tranquilizadora irresponsabilidad de la protección. Combinado con estas
poderosísimas tendencias del individuo -el placer del poder y el placer de la
obediencia-, este impulso gregario se vuelve irresistible en la sociedad. La
guerra lo estimula en grado sumo, extendiendo la influencia de su misteriosa
tendencia borreguil embriagada de poder y obediencia …..
Hay por
supuesto, en el sentimiento hacia el Estado un gran elemento de pura mística
filial. El sentimiento de inseguridad y
el deseo de protección se remontan al padre y a la madre, a quienes se asocian
los primeros sentimientos de protección. No en vano se sigue considerando al
Estado como la madre patria y nuestra relación con él se concibe en términos de
afecto familiar […] El pueblo en guerra se ha convertido de nuevo, en el
sentido más literal en niños obedientes, respetuosos y confiados, llenos de esa
fe ingenua en la omnipotencia y sabiduría de los adultos que cuidan de ellos,
que les imponen su misericordiosa pero necesaria tutela, y a quienes entregan
sus responsabilidades y sus preocupaciones.
La historia
dirá si estaba justificado, bajo la administración democrática más idealista
que ha conocido nuestro país, aterrorizar a la opinión pública y organizar la
vida de forma disciplinaria. Se verá que cuando esta nación tuvo la oportunidad
de conducir la guerra noblemente y con escrupulosa consideración por la
preservación de los valores democráticos en casa, prefirió adoptar todas las
odiosas técnicas de coerción del enemigo y de los peores sistemas de gobierno
de nuestro tiempo en el que atañe a la intimidación y la ferocidad punitiva
Como puede evidenciarse en estos fragmentos, la lectura del libro de Bourne me ha suscitado la sospecha de que lo había escrito este mismo año, y no en 1918. Y es que, aún a pesar de tantas transformaciones, el estado es el estado y la guerra es la guerra. Lo más nuevo es que un virus pueda desencadenar tan formidable experimento de control social, homologándose, nada menos, que con la guerra misma.
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