lunes, 6 de noviembre de 2023

LA MONARQUÍA Y LAS MULTITUDES APLAUDIDORAS

 

La reciente jura a la Constitución de la princesa Leonor ha desencadenado un huracán mediático formidable. Las televisiones se han desatado para promover y conducir una conversación centrada en las cualidades de la nueva estrella mediática en detrimento del análisis político. La antigua prensa de papel hubiera promocionado dossiers específicos en los que hubieran participado los autores reconocidos, incluidos algunos distanciados, incluso algún robinson crítico. En la nueva videosfera, el cuerpo de la insigne princesa estalla en una variedad de planos y atuendos múltiples, focalizando el grueso de las tertulias, informativos y programas especiales. El resultado de este tratamiento mediático es la consolidación de una homogeneidad contundente.

Mis relaciones biográficas con esta monarquía son borrascosas. En los días siguientes a su proclamación como sucesor por las Cortes de Franco en 1969 fui detenido en Madrid por repartir un texto crítico. Esta incidencia terminó en mi procesamiento y condena a un año de prisión por el inefable Tribunal de Orden Público. En las décadas siguientes, en las que se asentó la flamante democracia española, cuya clase política, medios de comunicación e inteligencia sacralizaron al nuevo Rey, siempre he manifestado mi posición rotundamente crítica a esta institución, definida por su coeficiente histórico singular, así como mi perplejidad creciente por el devenir de sus prácticas institucionales liberadas de cualquier atisbo de censura de tan benevolente clase dirigente.

En varias ocasiones he manifestado en este blog mi disgusto al sentirme cercado por un dispositivo mediático tan omnipotente que hace difícil eludirlo. En las campañas electorales, los grandes acontecimientos políticos, los crímenes de clase vip o los clásicos entre el Barça y el Madrid, se activa un artefacto prodigioso que ocupa todo el espacio de la vida. La banda sonora de mi vida privilegia los sonidos de los telediarios en mi adolescencia, que con sus tonos pomposos y graves llegaban hasta los rincones en los que trataba de refugiarme. En estos días he experimentado el agobio de la multiplicación de imágenes de Leonor, que llegaban hasta mí sin petición de consentimiento alguna. Me he sentido aplastado por su tsunami propagandístico.

Junto a los operadores mediáticos, en estos días de exaltación monárquica vuelve a comparecer otro de mis fantasmas favoritos: las multitudes aclamadoras. Estas son gentes que se congregan en los exteriores de los lugares en los que pasan fugazmente los grandes señores para vitorear, aclamar y exhibir con un énfasis inusitado la práctica más sustantiva de la era de la imagen: aplaudir.  Leonor ha concitado distintas multitudes aplaudidoras en la secuencia de actos mediatizados en los que se ha exhibido en estas semanas. Su estancia en la Academia Militar, que no ha llegado a los dos meses, ha generado un álbum de imágenes y videos interminable, que pueblan profusamente todos los canales de comunicación de la nueva sociedad postmediática.

Las liturgias de las multitudes aclamadoras permanecen invariables con el paso del tiempo. Recuerdo mi atormentada juventud, en la que se prodigaban multitudes de una dimensión colosal en torno a la figura de Franco. Estas fueron mucho más cuantiosas que las posteriores producidas en la democracia. La dictadura es el hábitat adecuado para la concentración de las masas adictas. Hace un par de meses visioné un video en Bucarest de una manifestación colosal de apoyo al infausto Ceaucescu. En el caso de Franco, la paradoja estribaba en que no existía correspondencia entre las competencias orales y teatrales del dictador y el fervor de sus multitudes aclamadoras. La parquedad del dictador se compensaba con la teatralidad de las multitudes congregadas en su apoyo.

Durante muchos años el sentido más relevante de mi militancia política en la oposición al franquismo fue obtener concentraciones y manifestaciones nutridas. Recuerdo algunos 1 de mayo en Atocha, en los que el dispositivo masivo de la policía intimidaba a los manifestantes y convertía en un acto de heroísmo la asistencia por el riesgo de ser detenido o apaleado. En estas la masa nunca llegaba a constituirse materialmente por la intervención de los grises. También algunas manifestaciones estudiantiles muy numerosas en momentos de conflicto. En el juicio de Burgos en diciembre de 1970, en Madrid proliferaron manifestaciones en distintos puntos de la ciudad que carecían de convocatoria pública para evitar la presencia de la policía. En cada lugar participaban no más de doscientas personas que cortaban el tráfico durante unos minutos hasta la llegada de los proactivos grises.

La transición política propició un movimiento sísmico en las masas, de modo que las multitudes que despidieron desconsoladas a Franco en 1975 devinieron en 1977 en públicos de los mítines de la campaña de 1977, en los que los partidos conseguían concentraciones formidables. Aquí radica uno de los misterios de la vida política, la metamorfosis de las multitudes aclamadoras. Porque las múltiples concentraciones y manifestaciones que se prodigaron en los primeros años del postfranquismo ya no eran reivindicativas, sino aclamadoras de los nuevos profetas recién llegados a las nuevas y flamantes instituciones. Recuerdo que, hasta un partido tan minoritario como la ORT, llenaba en Madrid una plaza de toros con un público entusiasta y entregado a los rituales de las multitudes movilizadas.

Sloterdijk, un lúcido filósofo alemán del presente, me ha ayudado a comprender los sentidos de las movilizaciones de masas. En su libro “El desprecio de las masas”, revisa la aportación de Elías Canetti. En síntesis, entiende que la estructura social ejerce constricciones severas sobre cada posición social y sus ocupantes. La vida de cada uno conlleva una serie de encuentros cara a cara con personas que ocupan posiciones de autoridad, de modo que cada persona experimenta su finitud. Las concentraciones y manifestaciones de masas suponen una descarga, en la que cada persona se alivia al vivir en un medio en el que todos son iguales. Esa descarga genera un clima de euforia que alberga distintas prácticas espaciales, gestos, coros y otros rituales liberadores de la tensión acumulada en la vida diaria.

Pero las multitudes aclamadoras son otra cosa distinta a las reivindicativas. Se congregan para generar un clima de exaltación de la autoridad superior homenajeada. Representan la forma suprema de adhesión incondicional y conformismo. Estas masas son inmunes a las fluctuaciones del sistema mediático. Así, El rey emérito Juan Carlos es aclamado cuando comparece en un muelle para participar en una regata, con independencia de su devenir mediático y judicial. Los aclamadores crean un clima que se sobrepone a cualquier racionalización. Conozco varias personas ultracatólicas, extremadamente rigoristas y reaccionarias, que aclaman al Papa actual liberándose de cualquier cuestionamiento.

Los climas de exaltación colectiva de los aplaudidores son inconmensurables y se sobreponen a cualquier consideración. De ahí resulta un clima que se puede definir como místico. Recuerdo que, hace algunos años, en el comienzo del ciclo crítico que capitalizó Podemos, en un acto típico del entonces flamante y recién llegado Felipe VI en Pamplona, entre un nutrido grupo de la claque de aplaudidores, una mujer joven increpó firme, pero serenamente, al Rey. Este se acercó a ella en una distancia corta que permitía a las cámaras grabar imagen y sonido, y le espetó una frase que condensa el sentido aristocrático y antidemocrático de la regia institución. Le contestó sin considerar el mensaje crítico emitido por esta mujer, diciendo “Ya has tenido tu minuto de gloria”. Efectivamente, esta mujer ya había ingresado en la venerable institución de la hemeroteca, encontrándose disponible para cualquier operador que en el futuro quiera rescatar ese video.

Esa cantinela del minuto de gloria, expresa nítidamente la estructura de la relación entre ambos. Tú un minuto y yo todos los minutos, porque soy el propietario del espacio mediático. Después de tu minuto te espera la muerte mediática, y a mí la gloria de seguir presente entre los vivos que pueblan las pantallas creando las condiciones para ser aclamado en cualquier lugar en el que desembarque. Esta superioridad se labora, no tanto en la vida política, sino por la acción molecular permanente realizada por la llamada prensa del corazón, que tiene la excelsa competencia de desproblematizar al personaje y presentar su vida como una dulce versión de “La vie en rose”. El goteo permanente de la positividad del personaje real, termina calando en la conciencia colectiva, con una eficacia encomiable.

Desde esta perspectiva se puede comprender el alud mediático del devenir de la princesa Leonor por la Academia Militar, el Congreso de los Diputados y el ilustre colegio donde realizó sus estudios. Se trata de inundar la conciencia colectiva de una riada de lo positivo. En coherencia con este análisis, las palabras más emblemáticas que ha pronunciado ante sus distintos públicos aplaudidores, son las que profirió en un acto en Asturias, afirmando que “Es hora de que aprenda a escanciar la sidra”. Un fuerte aplauso para tan trabajada  alteza real.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario