La reciente
jura a la Constitución de la princesa Leonor ha desencadenado un huracán
mediático formidable. Las televisiones se han desatado para promover y conducir
una conversación centrada en las cualidades de la nueva estrella mediática en
detrimento del análisis político. La antigua prensa de papel hubiera promocionado
dossiers específicos en los que hubieran participado los autores reconocidos,
incluidos algunos distanciados, incluso algún robinson crítico. En la nueva videosfera, el cuerpo de la insigne
princesa estalla en una variedad de planos y atuendos múltiples, focalizando el
grueso de las tertulias, informativos y programas especiales. El resultado de
este tratamiento mediático es la consolidación de una homogeneidad contundente.
Mis
relaciones biográficas con esta monarquía son borrascosas. En los días
siguientes a su proclamación como sucesor por las Cortes de Franco en 1969 fui
detenido en Madrid por repartir un texto crítico. Esta incidencia terminó en mi
procesamiento y condena a un año de prisión por el inefable Tribunal de Orden
Público. En las décadas siguientes, en las que se asentó la flamante democracia
española, cuya clase política, medios de comunicación e inteligencia
sacralizaron al nuevo Rey, siempre he manifestado mi posición rotundamente
crítica a esta institución, definida por su coeficiente histórico singular, así
como mi perplejidad creciente por el devenir de sus prácticas institucionales
liberadas de cualquier atisbo de censura de tan benevolente clase dirigente.
En varias ocasiones
he manifestado en este blog mi disgusto al sentirme cercado por un dispositivo
mediático tan omnipotente que hace difícil eludirlo. En las campañas
electorales, los grandes acontecimientos políticos, los crímenes de clase vip o
los clásicos entre el Barça y el Madrid, se activa un artefacto prodigioso que
ocupa todo el espacio de la vida. La banda sonora de mi vida privilegia los
sonidos de los telediarios en mi adolescencia, que con sus tonos pomposos y
graves llegaban hasta los rincones en los que trataba de refugiarme. En estos
días he experimentado el agobio de la multiplicación de imágenes de Leonor, que
llegaban hasta mí sin petición de consentimiento alguna. Me he sentido
aplastado por su tsunami propagandístico.
Junto a los
operadores mediáticos, en estos días de exaltación monárquica vuelve a
comparecer otro de mis fantasmas favoritos: las multitudes aclamadoras. Estas
son gentes que se congregan en los exteriores de los lugares en los que pasan
fugazmente los grandes señores para vitorear, aclamar y exhibir con un énfasis
inusitado la práctica más sustantiva de la era de la imagen: aplaudir. Leonor ha concitado distintas multitudes
aplaudidoras en la secuencia de actos mediatizados en los que se ha exhibido en
estas semanas. Su estancia en la Academia Militar, que no ha llegado a los dos
meses, ha generado un álbum de imágenes y videos interminable, que pueblan
profusamente todos los canales de comunicación de la nueva sociedad
postmediática.
Las
liturgias de las multitudes aclamadoras permanecen invariables con el paso del
tiempo. Recuerdo mi atormentada juventud, en la que se prodigaban multitudes de
una dimensión colosal en torno a la figura de Franco. Estas fueron mucho más
cuantiosas que las posteriores producidas en la democracia. La dictadura es el
hábitat adecuado para la concentración de las masas adictas. Hace un par de
meses visioné un video en Bucarest de una manifestación colosal de apoyo al infausto
Ceaucescu. En el caso de Franco, la paradoja estribaba en que no existía
correspondencia entre las competencias orales y teatrales del dictador y el
fervor de sus multitudes aclamadoras. La parquedad del dictador se compensaba
con la teatralidad de las multitudes congregadas en su apoyo.
Durante
muchos años el sentido más relevante de mi militancia política en la oposición
al franquismo fue obtener concentraciones y manifestaciones nutridas. Recuerdo
algunos 1 de mayo en Atocha, en los que el dispositivo masivo de la policía
intimidaba a los manifestantes y convertía en un acto de heroísmo la asistencia
por el riesgo de ser detenido o apaleado. En estas la masa nunca llegaba a
constituirse materialmente por la intervención de los grises. También algunas
manifestaciones estudiantiles muy numerosas en momentos de conflicto. En el
juicio de Burgos en diciembre de 1970, en Madrid proliferaron manifestaciones
en distintos puntos de la ciudad que carecían de convocatoria pública para
evitar la presencia de la policía. En cada lugar participaban no más de
doscientas personas que cortaban el tráfico durante unos minutos hasta la
llegada de los proactivos grises.
La
transición política propició un movimiento sísmico en las masas, de modo que
las multitudes que despidieron desconsoladas a Franco en 1975 devinieron en
1977 en públicos de los mítines de la campaña de 1977, en los que los partidos
conseguían concentraciones formidables. Aquí radica uno de los misterios de la
vida política, la metamorfosis de las multitudes aclamadoras. Porque las
múltiples concentraciones y manifestaciones que se prodigaron en los primeros
años del postfranquismo ya no eran reivindicativas, sino aclamadoras de los
nuevos profetas recién llegados a las nuevas y flamantes instituciones.
Recuerdo que, hasta un partido tan minoritario como la ORT, llenaba en Madrid
una plaza de toros con un público entusiasta y entregado a los rituales de las
multitudes movilizadas.
Sloterdijk,
un lúcido filósofo alemán del presente, me ha ayudado a comprender los sentidos
de las movilizaciones de masas. En su libro “El desprecio de las masas”, revisa
la aportación de Elías Canetti. En síntesis, entiende que la estructura social
ejerce constricciones severas sobre cada posición social y sus ocupantes. La
vida de cada uno conlleva una serie de encuentros cara a cara con personas que
ocupan posiciones de autoridad, de modo que cada persona experimenta su
finitud. Las concentraciones y manifestaciones de masas suponen una descarga,
en la que cada persona se alivia al vivir en un medio en el que todos son
iguales. Esa descarga genera un clima de euforia que alberga distintas
prácticas espaciales, gestos, coros y otros rituales liberadores de la tensión
acumulada en la vida diaria.
Pero las
multitudes aclamadoras son otra cosa distinta a las reivindicativas. Se
congregan para generar un clima de exaltación de la autoridad superior
homenajeada. Representan la forma suprema de adhesión incondicional y
conformismo. Estas masas son inmunes a las fluctuaciones del sistema mediático.
Así, El rey emérito Juan Carlos es aclamado cuando comparece en un muelle para
participar en una regata, con independencia de su devenir mediático y judicial.
Los aclamadores crean un clima que se sobrepone a cualquier racionalización.
Conozco varias personas ultracatólicas, extremadamente rigoristas y
reaccionarias, que aclaman al Papa actual liberándose de cualquier
cuestionamiento.
Los climas
de exaltación colectiva de los aplaudidores son inconmensurables y se
sobreponen a cualquier consideración. De ahí resulta un clima que se puede
definir como místico. Recuerdo que, hace algunos años, en el comienzo del ciclo
crítico que capitalizó Podemos, en un acto típico del entonces flamante y
recién llegado Felipe VI en Pamplona, entre un nutrido grupo de la claque de
aplaudidores, una mujer joven increpó firme, pero serenamente, al Rey. Este se
acercó a ella en una distancia corta que permitía a las cámaras grabar imagen y
sonido, y le espetó una frase que condensa el sentido aristocrático y
antidemocrático de la regia institución. Le contestó sin considerar el mensaje
crítico emitido por esta mujer, diciendo “Ya has tenido tu minuto de gloria”.
Efectivamente, esta mujer ya había ingresado en la venerable institución de la
hemeroteca, encontrándose disponible para cualquier operador que en el futuro
quiera rescatar ese video.
Esa cantinela
del minuto de gloria, expresa nítidamente la estructura de la relación entre
ambos. Tú un minuto y yo todos los minutos, porque soy el propietario del
espacio mediático. Después de tu minuto te espera la muerte mediática, y a mí
la gloria de seguir presente entre los vivos que pueblan las pantallas creando
las condiciones para ser aclamado en cualquier lugar en el que desembarque.
Esta superioridad se labora, no tanto en la vida política, sino por la acción
molecular permanente realizada por la llamada prensa del corazón, que tiene la
excelsa competencia de desproblematizar al personaje y presentar su vida como
una dulce versión de “La vie en rose”. El goteo permanente de la positividad
del personaje real, termina calando en la conciencia colectiva, con una
eficacia encomiable.
Desde esta
perspectiva se puede comprender el alud mediático del devenir de la princesa
Leonor por la Academia Militar, el Congreso de los Diputados y el ilustre colegio donde realizó sus estudios. Se trata de inundar la conciencia colectiva
de una riada de lo positivo. En coherencia con este análisis, las palabras más
emblemáticas que ha pronunciado ante sus distintos públicos aplaudidores, son
las que profirió en un acto en Asturias, afirmando que “Es hora de que aprenda
a escanciar la sidra”. Un fuerte aplauso para tan trabajada alteza real.
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