En tanto que las industrias del imaginario, los medios de comunicación audiovisuales en particular, presentan las ardorosas contiendas entre los aspirantes a ubicarse en el gobierno, lo que proporciona cierto control del aparato del estado y del espacio empresarial asociado a este en el tiempo vigente, los dispositivos comerciales incrementan su presión sobre los consumidores, en el camino de establecer un estado de excepción comercial todos los días del año. La publicidad conquista todos los territorios de la vida cotidiana y sus sistemas de comunicación interactiva entre las personas. El Black Friday es el último recién llegado a esa galaxia, diseñado para ejercer la primera presión comercial de una dilatada cadena temporal que ya llega hasta casi los tres meses.
No cabe duda
acerca de que la publicidad es el astro dominante en este sistema
interplanetario de campos sociales. Ella moldea las comunicaciones,
reestructura a los receptores, aísla a los renuentes y reconvierte los sistemas
de comunicaciones según sus propios códigos. Se impone un flujo de comunicación
fundado en mensajes cortos con textos hiperbreves e ingeniosos, acompañados de
imágenes sugestivas, y con la finalidad disruptiva para el destinatario. Esta
fórmula comunicativa se produce en forma de cadenas de mensajes que tienen como
propósito la inundación de cada uno de los receptores, que ante los sucesivos
impactos alcanzan cierto estado de anonadamiento.
Esta es la
forma específica de debilitar al espectador pasivo, minimizando sus capacidades
racionales, siendo reemplazadas por las emociones derivadas de la cadena de
incesante de impactos. Me pregunto cómo es posible que en un programa de
televisión largo y con contenido intelectivo espeso, lo que requiere cierta
erudición, intercale varios tiempos de publicidad que derogan los estados
reflexivos de las personas, introduciendo códigos y formas de comunicación extranjeras.
Este proceso
de ruptura de las comunicaciones presuntamente importantes, mediante las pausas
publicitarias, tiene como consecuencia el reforzamiento de un estado mental de
cierta dispersión entre los átomos que conforman la audiencia. De este modo,
todos los géneros serios, se
reconvierten gradualmente a los códigos comunicativos de la publicidad. La
vieja política se descompone en múltiples fragmentos audiovisuales listos para
ser exportados a las redes sociales. Entre estos reinan los zascas, que
adquieren una preponderancia incuestionable, en tanto que se trata de
comunicaciones breves destinadas a producir impactos en el receptor.
La reciente
investidura de Pedro Sánchez, refleja esta riada de mensajes esculpidos por los
códigos publicitarios. Así, un evento episódico como la reacción de Ayuso ante
la alusión del presidente a la cuestión del negocio de las mascarillas, ha
ocupado una centralidad inquietante en las informaciones televisivas, sino que
ha terminado por instalarse en la mismísima Asamblea de Madrid, reconvertida en
un prosaico “me gusta la fruta”, que suscitaba risas y desataba las pasiones.
Pero, aún más, Las mismas intervenciones de Sánchez y Feijoo derivaron en
rosarios de zascas, completamente insólitos en las primeras legislaturas de la
flamante democracia española.
No puedo
olvidar que en los años setenta, en algunas salas de cine, se pateaban y
abucheaban los spots publicitarios introducidos antes de la película. Esta
sensibilidad se ha transformado, tantos años después, en otra radicalmente
asimétrica, en la que los mismos periodistas progresistas que pronuncian los
sermones del día, anuncian su interrupción para pasar a lo que se presenta con
los amables diminutivos de “la publi” o “la promo”. El estado de confusión de
la audiencia propicia que esta metamorfosis de la realidad sea aceptada. Me
siento muy antiguo cuando repito incesantemente la gran verdad de que, en tanto
los contendientes pujan por la verdad de los hechos y condenen pomposamente las
coerciones ideológicas, acepten acríticamente que los mensajes comerciales son
aproblemáticos y neutrales. Me impresiona la creciente publicidad de fármacos y
productos destinados a incrementar la salud, que se fundamentan en falsas
verdades o mitologías incompatibles con la realidad empírica.
Por eso,
perseguido por las erupciones comunicativas derivadas de los frágiles
equilibrios políticos derivados del resultado de las últimas elecciones;
alcanzado inevitablemente por los flujos del espectáculo del parlamento y de
las calles; privado de un espacio social blindado a la torrencial comunicación
política caracterizada por una apoteosis de trivialidad, el Black Friday actúa
como un catalizador comunicativo que refuerza mi infinitud frente a estos
monstruosos dispositivos comunicativos.
La nueva
festividad sagrada, es introducida y aceptada por los consumidores como una
primera cata comercial del otoño en vísperas de las navidades. Significa la
primigenia incursión sobre las áreas comerciales que termina mediante la
selección de la primera oleada de paquetes. Esta supone la consumación de un
tiempo de cálculos acerca de la cuantía de los ingresos totales en el azaroso
tiempo de fin de año. Estos cálculos se proyectan a la red social de cada
portador de paquetes, que debe decidir imperativamente acerca de los
destinatarios y la cuantía de estos regalos. Así se complejiza este período
decisional que reconvierte a los espectadores anonadados en activos
calculadores y decisores.
El resultado
del Black Friday es la complejización del período temporal comercial decisorio,
en el que cada cual se convierte en un activista. Todo empieza en esta fecha
insigne de noviembre. Tras ella comparece el gran puente de diciembre, las
Navidades, los Reyes, y, por último, las Rebajas, que ya se descomponen en
períodos temporales de primeras, segundas y liquidación final. Entre finales de
noviembre y primeros de marzo, se instituye un tiempo de compra que remite a
las pasiones compulsivas de la compra, que sanciona los rangos en el sistema de
relaciones sociales y de cada cual.
La
constelación de instituciones asociadas a las compras y sus sistemas de
comunicaciones, presionan a cada uno, desbordando los recursos que determinan
las capacidades de compra. Así, no pocos de los activos calculadores terminan
recurriendo a otra de las instituciones centrales de este tiempo: el crédito.
Se multiplican las compras a crédito y se calientan los objetos esenciales que
porta cada cual: las tarjetas de débito y crédito. De ahí resulta la expansión
de los endeudados, que cumple, entre otras funciones, el imponderable cometido
de debilitar la autonomía de los múltiples endeudados. El sujeto endeudado es la
obra de arte más relevante del sistema.
El Black
Friday representa un excedente de la presión sobre un consumidor debilitado por
los poderes comerciales, que gobiernan sus reflexiones e hiperestimulan sus
emociones. Sus decisiones son el resultado de la acción concertada de estas
poderosas maquinarias que formatean lo que Foucault denomina como “gobierno de
sí”. También constituye un elocuente indicador de la conciencia colectiva,
determinada por las industrias del imaginario y las corporaciones globales. En
el curso de mi vida, he podido constatar el debilitamiento, hasta la fáctica
extinción a día de hoy, de la resistencia a las instituciones de la compra, en
los últimos tiempos devenidas, en una gran parte, en productoras de servicios y
bienes inmateriales.
Recuerdo que,
en las clases en la universidad, señalaba que uno de los cambios más decisivos
del final del siglo XX era la reformulación de los aparatos comerciales en las
emergentes sociedades postmediáticas. Esta gran mutación, se materializa en la
extinción de un modo de compraventa en el que el vendedor tiene que buscar al
comprador y persuadirlo cara a cara. La apoteosis de la expansión de internet,
asociada con la prodigiosa transformación de la individualización de las
pantallas, derivada de la generalización total del smartphone, ha propiciado la
inversión de la compra. Ahora es el comprador quien busca compulsivamente a un
vendedor que transfiere su persuasión a los soportes de su comunicación. De
esta forma se configura lo que Bifo denomina como “capitalismo semiológico”.
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