Los
acontecimientos acaecidos en Israel y Gaza, que sancionan una guerra de nuevo
tipo, en la que los mismos ejércitos tienen una situación de riesgo menor que a
la población civil, son interpretados por toda una serie de comentaristas
promiscuos, estrellas audiovisuales, expertos de ocasión, cómicos múltiples,
frikis mediáticos y una pléyade de gentes que expresan el tránsito histórico
del predominio de los antiguos intelectuales, que conformaban la intelligentsia,
a la ascensión de las gentes que constituyen lo que se entiende como los famosos, caracterizados, tanto por
su sobreexposición mediática como por su frivolidad. La decadencia de la prensa
escrita tiene como consecuencia que sea más escuchada una persona como Carmen
Lomana que un filósofo como Emilio Lledó. Los efectos demoledores en la opinión
pública de esta mutación son manifiestos. Cada evento con impacto genera una
tribalización emocional, en la que las partículas de la masa mediática se
posicionan férreamente en torno a su bando.
Esta
transformación se encuentra determinada por la confluencia de dos instituciones
apocalípticas que dominan el presente: la universidad posacadémica y los medios
de comunicación audiovisuales. La primera neutraliza eficazmente a las
humanidades y las ciencias sociales, quebrando los lazos que estas tenían con
la sociedad. Cada disciplina es conformada como área de conocimiento que
gestiona una empresa orientada radicalmente a su interior. El silencio de la
institución Academia determina que la deliberación pública acerca de los
problemas sociales se ejecute desde los medios audiovisuales. Pierre Bourdieu,
en su libro sobre la televisión, apunta a que los académicos se orientan a
comparecer en la pantalla, al estilo de los expertos, los salubristas o
epidemiólogos en la pandemia. La televisión deviene en institución central que
administra el conocimiento social, así como el tratamiento de los
acontecimientos.
Las
significaciones del sórdido conflicto de Oriente Medio, en estas condiciones,
son administradas desde las empresas multimedia, en las que anidan los nuevos
soberanos de la opinión pública. Asisto fascinado a la centralidad que en esta
cuestión adquieren gentes como Ana Rosa Quintana y otras estrellas televisivas,
que ostentan una autoridad incuestionable sobre amplios segmentos de la
audiencia. El resultado es un desastre de grandes proporciones, inseparable de
las destrucciones generadas por la mismísima guerra. El silencio de la
intimidad de las áreas de conocimiento de la universidad posacadémica, se
contrapone con el ruido ubicuo que se deriva de la ebullición de las pantallas
y las redes. De ahí resulta un estado de polarización acompañada por una
confusión sorprendente.
En los años
noventa tuvo lugar el salto que debilitó la prensa escrita en favor de la
constelación de la televisión y el naciente internet. Recuerdo que en mi
facultad de Sociología de Granada, el periódico El País comenzó a regalar los
ejemplares del día, con la pretensión de capturar lectores. Todas las mañanas
desembarcaban dos grandes fardos con los periódicos. La respuesta de los
estudiantes fue contundente. Nadie cogía un periódico. Solo los profesores retirábamos
discretamente un ejemplar. A última hora, los montones de periódicos
testificaban el fracaso mayúsculo de una estrategia comercial imposible.
Después llegó El Mundo con el mismo resultado. La grafosfera mostraba inequívocamente
su estado decrépito ante la emergencia de la videosfera.
En mis años
de estudiante en los años setenta una parte considerable de los estudiantes
leíamos afanosamente periódicos. Era normal ver a estos como parte del equipaje
de mano de los alumnos. Recuerdo que había periódicos matutinos y vespertinos.
Algunos de estos estaban prudentemente orientados a la incipiente democracia y
publicaban noticias y artículos que había que leer entre líneas. Algunos
esperábamos a mediodía, hora en que aparecían
los diarios Informaciones y Madrid. Veinte años después, cuando llegué como
profesor no vi ni un periódico en manos de un estudiante en las aulas y los
pasillos. Sin embargo, cuando se instalaba un stand de una empresa que ofrecía
buenas condiciones de uso de internet, se generaban colas de estudiantes
ansiosos por disfrutar de lo que entendían como un chollazo.
El tránsito
a la nueva videosfera tenía otras manifestaciones. Las pantallas proliferaban
en las aulas. Las viejas transparencias, que eran resúmenes de textos, pronto
dieron lugar al reinado del Power Point, que introducía elementos visuales y
las técnicas de composición de textos y multimedia. Este es el emblema de la
pantallización y la apoteosis de los audiovisuales. El auge del multimedia
llevó los videos a las aulas. En mis últimos años, estos tenían un protagonismo
creciente. El bautizo académico de un comprador de créditos de la era de la
reforma de Bolonia era su primera presentación pública, en la que exhibía sus
competencias audiovisuales, en muchas ocasiones arruinando los contenidos de la
presentación. La lectura iba retrocediendo inexorablemente. Cuando un profesor
recomendaba bibliografía era requerido para aclarar qué es lo que había que
leer, en espera de lo que me gustaba llamar “las primeras rebajas de lecturas”.
Las presiones para disminuir el menú de lecturas eran sofisticadas y
formidables.
Google
terminó reemplazando la vetusta bibliografía y la lectura se minimizó
adquiriendo la forma de apuntes, esquemas, resúmenes y otros géneros leves.
Cuando ponía un trabajo escrito era requerido para determinar su extensión en
páginas. La “extensión mínima” constituía el núcleo de comunicación entre el
profesor y el alumno. El viejo imperio de la letra escrita mostraba su
obsolescencia en vísperas de su cancelación, para ser adaptado al imperio de lo
que Bifo denomina como infoesfera. En ese vibrante y extenso mundo, la lectura
y escritura tienen un papel, si no residual, secundario.
Contemplo
asombrado la consolidación del Power Point, que adquiere centralidad absoluta
en los informativos de las televisiones y en cualquier presentación científica,
profesional o social. Se ha multiplicado la extensión de las pantallas, que se
sobreponen a las esbeltas figuras de los presentadores televisivos, o los
diminutos oradores con audiencias físicas, ubicados debajo de un sistema de
pantallas gigantescas y múltiples, lo que convierte sus intervenciones en un
espectáculo visual. Este dispositivo multimedia contribuye a que cada oyente,
instalado en un sistema de filas y columnas, experimente su propia infinitud,
al ser arrojado a un espacio en el que predomina la uniformidad y que se
encuentra diseñado a una escala muy inferior al ponente de guardia. Tengo muy
claro que esta forma de conformar los auditorios es el preludio de un nuevo
totalitarismo, en el que los habitantes de las escalas grandes, sustentados en
sus dispositivos audiovisuales macroscópicos, dominan a los almacenados en un
espacio masificado y oscuro.
La nueva
infoesfera tiene un efecto determinante sobre la recepción de la información.
Esta adopta la forma de una secuencia de imágenes que aspiran a capturar la
sensibilidad y la promoción de emociones del aturdido espectador mediante su
composición y presentación. Durante muchos años practiqué como profesor el
Power Point llegué a la conclusión de que las diapositivas terminaban por
emanciparse de la totalidad de la intervención, socavando la unidad del tema
presentado. Ciertamente, eso es lo que ocurre con los informativos televisivos.
Más que clarificar, aturden estimulando emociones primarias. Así se puede
explicar el desastre de la dirección férrea de la opinión pública por parte de
los poderes establecidos, imbricados con los intereses del complejo militar
industrial o con opciones geoestratégicas inamovibles.
En mi última
entrada resaltaba la convicción de Anders acerca de que el principal problema
de la era atómica radica en la transformación del mismo ser humano. Todas estas
tecnologías de la información contribuyen a generar una conciencia difusa. Un
indicador inquietante que manifiesta este estado confusional es el momento en
el que los reporteros de la calle de los programas se encuentran cara a cara y
con las cámaras grabando con alguna partícula de la audiencia cocinada laboriosamente
a fuego lento. Esta muestra impúdicamente su distanciamiento de la realidad y
su incapacidad de exponer con coherencia su posición. Esto es leído en clave de
humos por los conductores del programa.
Este estado
de confusión, derivado de la secuencia infinita de diapositivas y la charla
múltiple incesante en las pantallas, permite a los actores bélicos ocultar sus
movimientos y fabricar coartadas sostenibles. Así, si cualquier guerra es una
tragedia, lo es aún mayor un sistema mediático orientado a sostener las
carencias cognitivas y personales de grandes contingentes de audiencias. Cada
vez que escucho a un periodista advertir acerca de las “imágenes impactantes”
que va a presentar, o requiere un titular a cualquier interviniente en esa
aristocrática y gris conversación, me echo a temblar. Es inevitable recordar
los grandes reportajes, crónicas e informes escritos de la generación de
reporteros de la guerra, como Leguineche y otros, que ayudaban a algunos
contingentes de lectores, a enriquecerse y posicionarse frente a los eventos.
Pero ese tiempo ya pasó. Ahora los informadores-testigos se presentan con casco
en un escenario preparado y a la hora requerida de la conexión con el programa,
para proporcionar una información en un minuto, y avalada por un testimonio o
imagen crítica. Lo dicho, una tragedia informativa.
He leído hace ya algunos meses un magnífico libro; "Para qué han servido los libros" de un profesor de filología inglesa de la Universidad de Zaragoza, Ignacio Domingo Baguer. que analiza la historia del conocimiento humano, el impacto que en éste tuvo la aparición de la escritura y sus diversos formatos, desde las inscripciones rupestres al papel y en nuestros días los formatos digitales y la decadencia de las bibliotecas a favor de los depósitos universales como Google y de las informaciones que circulan por internet. Coincide contigo en varios de tus hallazgos, quizá el más sorprendente la constatación del porcentaje tan elevado de analfabetos funcionales entre los universitarios, lo frecuente que es encontrarse con estudiantes que no entienden lo que leen, por muchas razones, pero la más importante, porque han dejado de leer libros.
ResponderEliminarGracias A. Jiménez. Imagínate a escala de una audiencia de televisión las formas de conocer predominantes tan alejadas de la vieja Galaxia de Gutemberg
ResponderEliminarA. Jiménez es tu antiguo camarada de Valdecilla, Santander. Un abrazo
Eliminar¡Hombre Antonio¡ Activo los recuerdos que nos unen de aquél tiempo del Sanedrín en las elecciones del 15J. También de ese día, que fuimos a San Roque de Riomiera a apoyar a Butrón.
ResponderEliminar¡Un abrazo¡