En las
últimas décadas se incrementan múltiples sucesos que contradicen los discursos
oficiales, nutridos por las venerables ciencias del comportamiento, sociales y el
pensamiento ortodoxo. De esa expansión de los eventos inexplicables nace el
pánico moral. Los temores colectivos se acrecientan, en tanto una parte de la
vida social se hace ininteligible desde los paradigmas dominantes. Así, la
expansión del consumo de drogas y de la subsociedad que lo sustenta; la
apoteosis festiva que apunta al viejo concepto de anomia; las violencias
múltiples que comparecen en espacios institucionales; las violencias de género;
el mobing escolar y tantos otros acontecimientos que no encajan en los moldes
de las definiciones institucionales.
En varias
ocasiones y en distintos tiempos colaboré con actividades del Plan Nacional
sobre Drogas. En estas tuve la oportunidad de vivir en la inmediatez el
desencuentro monumental entre las autoridades que promovían la quimérica intervención
y las legiones crecientes de consumidores. Pude constatar la espiral fatal que
se asienta en ese campo, consistente en que la expansión del aparato de
intervención se correlaciona con el incremento de los consumidores. El abismo
existente entre los conceptos y valoraciones oficiales y las percepciones y
prácticas de los usuarios, alcanza proporciones astronómicas. Algo parecido
ocurre con el sistema sanitario y los misteriosos estilos de vida que propugnan
frente a las prácticas vitales de grandes contingentes de enfermos. La erosión
del concepto de eficacia se hace patente.
Esta espiral
fatal de agigantamiento de los dispositivos de intervención versus
cronificación e intensificación del problema se transfiere a todos los campos.
En los últimos años comparece la violencia de género, que según fortifica su
aparato institucional, persisten o se incrementan los feminicidios, así como
los que terminan en el saturado sistema penal. Estas violencias adquieren la
forma de un iceberg, que amplifica continuamente su base. En la pandemia de la
Covid, las distintas tribus médicas, jurídicas, educativas y su estela de
profesiones asociadas, llegaron al cénit de su inoperancia y el esperpento de
su ilusión de control, instaurando prescripciones precisas para ser aplicadas
imperativamente en contextos cotidianos. El Premio Gordo, como es preceptivo,
fue la Navidad, en la cual dictaron normas acerca del número de comensales en
las cenas familiares y otros dislates en la pretensión de controlar los
espacios privados.
La gran
crisis del Sistema que anuncia la incapacidad manifiesta de afrontar con
realismo los problemas sociales derivados de la expansión del capitalismo
desorganizado, remite a la crisis, tanto del pensamiento como de los saberes
dominantes, incapaces de comprender los problemas, así como los entornos en los
que se incuban. Esta gran crisis del conocimiento tiene como origen principal
el control estricto de los clanes, poderes e instituciones sistémicas del
conocimiento, cuyas cosmovisiones se convierten en una suerte de reedición del
viejo funcionalismo sociológico en versiones de los años cincuenta. Así, se
entiende la sociedad como un sumatorio de espacios regulados por las
instituciones y organizaciones formales, negando de facto aquellos
microcontextos sociales en los que tiene lugar la cotidianeidad, en particular
los arrabales de las organizaciones.
El resultado
de este etnocentrismo institucional integral, es que se niega una parte
esencial de la realidad, aquella en la que viven y se relacionan las personas.
Desde estas coordenadas se pueden comprender los patéticos discursos y
prácticas de los dispositivos institucionales de intervención que he apuntado
anteriormente, así como su inevitable y progresivo cierre sobre sí mismos. En
muchas ocasiones he podido discutir en mi facultad de Sociología de Granada, el
sesgo astronómico de las autoridades y profesores, que entendían la facultad y
su realidad como la suma de las clases, las tutorías, los actos oficiales, los
exámenes y el entramado de órganos de gobierno y participación. Junto a esas
actividades y espacios controlados y programados, se evidenciaba un sistema
vivo y móvil de relaciones y prácticas sociales en los pasillos, en los tiempos
entre clase y clase, en la cafetería, en los alrededores del edificio y en
otros espacios minúsculos liberados por los alumnos, tales como las mesas
ubicadas en los pasillos dotadas con enchufes para los portátiles, que
concentraban pequeños grupos vivos liberados de control institucional a plazo
inmediato.
De esta
disociación, se deniega la realidad integral del sistema social, formado por
dos subsociedades que coexisten en la inmediatez física pero que son
independientes: la oficial, dotada de la insigne función de ejecutar un
programa institucional, y la no reconocida, aquella que es extremadamente vital
en tanto que carece de finalidad y rescata el valor de lo cotidiano de cada uno
de sus integrantes. En los últimos años en los que ejercí como profesor, se
intensificaron los controles formales sobre los alumnos, de modo que la
sociedad de los pasillos funcionaba como reparación y apoyo de tan hiperinspeccionados
sujetos. Por esta razón, desde siempre he valorado las aportaciones del grupo
de teóricos instalados en lo que se denomina como “Sociología de la vida
cotidiana”. En particular, mi devoción a Michael de Certeau y sus
conceptualizaciones sobre los sujetos sin discurso, pero con capacidad de
generar tácticas y prácticas, que pueblan los contextos cotidianos y erosionan
a las autoridades establecidas. Los sujetos en inferioridad institucional, eran reconstituidos como seres vivos que
influyen en las relaciones institucionales y nombrados como hacedores de prácticas.
También
Alain Minc, que en su libro “La Nueva Edad Media” define como Sociedad Gris a las distintas
subsociedades que no se encuentran reguladas por el Derecho imperante en el
sistema. Estas, en el tiempo en curso de la gran desregulación del capitalismo,
se amplían considerablemente, penetrando en distintos espacios del sistema para
reforzar las corrupciones. No puedo dejar de citar a otro autor a la contra muy
influyente en mí, Marc Hatzfeld, que en uno de sus libros “La Cultura de los
Suburbios. Una energía positiva”, deconstruye la visión dominante de la
marginalidad imperante en el conglomerado policial-judicial, para introducir
una visión diferente de las gentes que habitan los microsistemas sociales de
los suburbios.
Un problema
social, ya veterano con muchos trienios, es el de las novatadas de los Colegios
Mayores. Este acontecimiento ilustra el argumento que he seguido hasta aquí. Estas son rituales de iniciación que muestran
una crueldad y violencia desmedida, ejercida por grupos de veteranos que
acreditan así su poder de dominar a los recién llegados. Cuando algunas
víctimas relatan los padecimientos que han tenido que pasar, nos podemos
interrogar acerca del poder efectivo de coacción que detentan, y que, por
cierto, supera al de cualquier profesor o autoridad académica, en tanto que su
capacidad de castigo se encuentra limitada. Las crueldades ejercidas, la
sumisión de las víctimas y el silenciamiento compartido frente al sistema
ciego, apuntan a la consistencia de una microsociedad sin finalidades
explícitas en las que las relaciones se dirimen por la fuerza. Este
microsistema social exhibe una capacidad de presión tan formidable que nadie lo
denuncia y detenta la competencia de imponer el silencio a sus víctimas y
protegerse de las miradas externas, incluso las de las autoridades punitivas.
Recuerdo los
años en los que los estudiantes de Medicina de Granada se concentraban en la
plaza de Derecho para exhibir ante los consternados transeúntes, toda una serie
de sofisticadas violencias sobre los novatos, que eran humillados y obligados a
cooperar pasivamente en la ceremonia de su propia degradación personal. La
fortaleza de ese colectivo era tan colosal que podía imponer efectivamente la
Ley del Silencio. En esas prácticas, en las que se podía reconocer un sadismo
manifiesto, se manifestaba nítidamente el poder de los fuertes frente a la
sumisión de los débiles. Esta es la Ley que impera en colegios, centros
educativos, barrios, centros de ocio y otros espacios privados o semipúblicos en
los que se hace presente esta vigorosa contramodernidad. El poder de los
fuertes se sobrepone al de los mismos agentes institucionales, que aceptan controlar
la situación en los ámbitos institucionales -las clases- para ser permisivos en
los pasillos y el patio, que cobija un sistema social fundado en la fuerza de
distintas clases de grupos, tales como las pandillas.
La apoteosis
de sumisión a los fuertes crueles, en este caso los veteranos, se encuentra
motivada por una fuerza enorme no reconocida: la del microsistema social que se
hace presente en la vida cotidiana, dictaminando a quién se acosa y quién se
libra de este suplicio. Aún a pesar de que los discursos que avalan esta forma
de acoso no se encuentran formulados explícitamente, se acosa a los débiles, a
aquellos que tienen defectos físicos, un carácter débil o lazos sociales
endebles. Se puede hablar de una inversión de los valores de la modernidad que
enuncian pomposamente en las festividades institucionales los próceres de las
instituciones.
Al igual que
en el caso de los discursos no formulados, los acosadores se apoyan en una
organización informal muy poderosa: actúan en grupo, que adquiere distintas
formas de pandillas o bandas, que se imponen a los temerosos compañeros,
intimidados ante la factibilidad de convertirse en una víctima. El sistema y
las instituciones demuestran su incapacidad de respuesta a este fenómeno, en
tanto que no reconocen a las formas sociales informales que proliferan en los
espacios cotidianos no formalizados. Pero tras cada novatada se encuentra uno o
varios grupos que la deciden, planifican, ejecutan y supervisan. En estas
configuraciones sociales predominan liderazgos muy marcados.
Las feroces
novatadas, al igual que otras formas de acoso como el mobing escolar, laboral o
las violencias de género, tienen lugar en microsistemas de relaciones sociales,
adquiriendo el rasgo que Gunter Anders denominó como las cegueras de los
actores sociales en los conflictos de la era del poder nuclear, y que no son
bien percibidas por efecto de lo que él conceptualiza como oscurecimiento. Este se referencia en los procesos sociales
mediante los cuales determinados acontecimientos se diseminan dificultando su
ubicación en un esquema general. Los dos agentes esenciales del oscurecimiento
son las instituciones de los Medios y la Academia.
Las cegueras
enunciadas por Anders son cuatro, y se cumplen estrictamente en las violencias
ubicadas en estos microsistemas sociales. A saber:
-
El
dominador o agresor no reconoce como tal al agredido o dominado.
-
El
dominador o agresor no se reconoce a sí mismo como tal,
-
El
acosado no reconoce al acosador como tal
-
El
acosado no se reconoce a sí mismo como tal.
Estas cuatro
formas de conflicto proliferan en los espacios sociales no regulados por las
instituciones, generando distintas formas y grados de dolor en sus víctimas. No
pocos de los malestares del presente remiten a la existencia y vitalidad de
estos microsistemas sociales perversos, que generan violencias, acosos y formas
letales de dominación que constriñen la vida cotidiana de los damnificados. En
los últimos meses me encuentro afectado por un conflicto de ruido en mi
vecindad, en el que los agresores, una verdadera banda, no se reconocen como
agresores ni nos otorgan la condición de afectados. Nos han deshumanizado, al
estilo de los cárteles contemporáneos. Y el sistema carece de la capacidad de
resolver este conflicto por ignorancia, saturación y aturdimiento. Muchos
episodios contemporáneos se resuelven por la correlación de fuerzas entre las
partes. Los misterios del espacio privado y semipúblico en la era de las contramodernidades.
Es loable por tu parte el intento de mostrar que hay dos sociedades aparentemente opuestas que mutuamente se refuerzan y progresan en esta paradójica anomia ofuscante que los "medios" agitan, distorsionan, aceleran y rentabilizan en aras del entretenimiento, en tanto que las bandas imperan en las instituciones y fuera de ellas, desde el consentimiento implícito de la barbarie (inmigración, drogadición, 'vacunación', mercado laboral y de vivienda...) a la proliferación caotica de normas y protocolos, en ambas sociedades, donde la cobardía encuentra acomodo.
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