Piergiorgio Bellochio fue un publicista y crítico cultural
italiano, fundador de la relevante revista político-cultural Quaderni piacentini, director de la
misma desde 1962 hasta 1980. En 1985 fundó otra revista, Diario, dirigida a un público más amplio. Se trata de un autor
extremadamente original, que durante décadas escribió textos cortos, notas y
fragmentos en los que expresa sus reflexiones e interpretaciones sobre
vivencias directas y los acontecimientos ocurridos en su tiempo. Estas han sido
recopiladas y publicadas en castellano en 2017, traducidas por Salvador Cobo y
editadas por Ediciones Salmón en tres volúmenes, cuyos títulos son “Limitar el
deshonor”, “Soy un paria de la ciencia” y “Somos cero satisfechos”.
He leído los dos primeros volúmenes, y, desde el comienzo, he
podido constatar que se trata de un autor “no encuadrado”. En las décadas en
las que escribe sus textos tiene lugar un proceso de mediatización del
acontecer político y la creación cultural. Del mismo resulta una
homogeneización de la nueva clase ilustrada, altamente dependiente de las
crecientes industrias culturales y de las factorías mediáticas. Bellochio se
toma una distancia notable a los sucesivos giros políticos avalados por el pensamiento
mediático patrocinado, sustentado en una corte de exintelectuales,
reconvertidos al nuevo canon del pragmatismo. Él mantiene, los focos de su interés,
la singularidad de su mirada y el vínculo con su origen. Así, los contenidos de
sus textos los selecciona con respecto a sus propias referencias personales,
reafirmándose así como un autor a contracorriente.
La biografía intelectual de su generación se encuentra
marcada por un proceso de transformación de la sociedad italiana que camina en
una dirección opuesta a las ideas y aspiraciones incubadas en los años
anteriores a la gran guerra. En todos sus textos comparece sutilmente la
nostalgia y el distanciamiento con los nuevos preceptos derivados de la
mutación del capitalismo en curso. Ha tenido que aprender a vivir después de un
acontecimiento que ha modificado la evolución de la sociedad. El interés de sus
observaciones y reflexiones radica precisamente en esta cuestión, mostrando un
extrañamiento con respecto a realidades que comparecen súbitamente en su
entorno.
Bellochio es un autor inequívocamente de izquierdas, pero el
escenario histórico en que vive determina una involución de la izquierda
política que cancela gradualmente sus propias credenciales y referencias que
fijaron en su origen. Así, se puede percibir nítidamente el distanciamiento de
este autor con respecto a los nuevos posicionamientos de la izquierda. Esta
protege sus sucesivos giros políticos mediante un vaciamiento intelectual
avalado en el sistema mediático, que produce una extraña concentración de las
interpretaciones, que contrasta con la densidad y multiplicidad de los dilemas
históricos. Estos son reducidos a cuestiones pragmáticas en las que se
disuelven las grandes cuestiones programáticas. Así se favorece la
invisibilización de las sucesivas renuncias, que apenas son percibidas.
En el epílogo del primer volumen, escrito con Alfonso
Berardinelli, muestra explícitamente su crítica, afirmando que “Se trataba de
tomar nota del cambio en el escenario social y político, a contracorriente de
la falsa conciencia de una izquierda que se creía inmune al contagio de la
cultura dominante, convencida de haber conservado la hegemonía cultural hasta
llegar al delirio de creerse distinta, como si la sociedad italiana no esperase
otra cosa que ser guiada y salvada”. Esta frase expresa prístinamente el núcleo
de la crisis histórica de la izquierda, comunista en particular, que es vaciada
incrementalmente de los supuestos y sentidos que la conformaron en su origen, siendo
liberada de la misión histórica de vanguardia que se había atribuido. Su deriva
le conduce a la penosa tarea de encontrar un lugar confortable en el nuevo
capitalismo.
En sus textos y notas Bellochio elude la discusión del
escenario global en el que se produce el nuevo capitalismo y la novísima
izquierda modernizada. Por el contrario, estos se refieren siempre a
microcontextos sociales, que lee con perspicacia para identificar los síntomas
de los grandes procesos globales. La cotidianeidad es el territorio preferido
por el autor para descifrar el significado de los acontecimientos, que siempre
presentan un vínculo con lo macrosocial. De este modo hace patente una extraña
desincronización de sus posicionamientos con las nuevas realidades resultantes
de las sucesivas metamorfosis experimentadas por el sistema político y
cultural, así como por la vida misma.
La idea que conforma el hilo conductor de sus textos remite a
la disipación del origen. Las esperanzas de grandes transformaciones, sostenidas
en su pasado, se desvanecen gradualmente, de modo que es preciso seguir
viviendo manteniendo una dosis suficiente de honor. La mayor parte de los
intelectuales terminan por corregir su rumbo, adaptándose a los imperativos de
la nueva sociedad, colaborando con los nuevos aparatos culturales y sus marcos
de interpretación, renunciando manifiestamente a sus pasadas aspiraciones. Por
el contrario, Bellochio no se adhiere al nuevo pensamiento oficial y mantiene
sus propias definiciones.
De esta asincronía continuada resulta el concepto de limitar
el deshonor. Bellochio vive la transformación permanente de su entorno, en un
proceso de cambio cuya dirección es opuesta a sus ideas y pretensiones. El
signo del proceso de cambio de la sociedad en que vive le suscita el problema
de la lealtad a sus ideales. En
distintas ocasiones comparecen nostalgias inevitables y una amplia gama de
perplejidades. La más reseñable es la de, en sus propias palabras, recibir
continuamente golpes procedentes de la nueva realidad vivida. Además, estos
golpes no son administrados por grandes poderes, lo que le otorgaría un a dosis
considerable de honor, sino, por el contrario, por las gentes inmediatas que
habitan en sus contextos cotidianos.
Ha sido inevitable recordar el libro de Alberto Pimenta
“Discurso sobre el hijo-de-puta”, un compendio de sensibilidad e inteligencia
arrolladora , en el que distingue lúcidamente entre los grandes hijos-de-puta,
y los pequeños hijos-de-puta, que hacen factible la preponderancia de los
grandes. Así, en el nuevo capitalismo vivido, se hacen presentes las personas
subjetivadas y esculpidas por las instituciones de la individuación radical. En
no pocos pasajes de Bellochio comparecen
arquetipos individuales insólitos a los ojos de una persona que mantiene el
cuadro de una sociedad no totalmente competitiva y atomizada.
Así se hace inteligible el minúsculo objetivo de limitar el
deshonor. Mantenerlo implica el reconocimiento de una situación de debilidad
manifiesta frente a un coloso que se hace presente en la vida diaria. Pero, al
mismo tiempo, implica una voluntad de resistencia encomiable, que se manifiesta
en todos los fragmentos. La selección de una frase de Bertolt Brecht, sintetiza
el vértigo derivado de la oposición periférica que sustenta. Dice “[…] nos
ponemos de la parte equivocada, a falta de otro sitio en que ponernos”. Ha sido
inevitable establecer algunos vínculos entre el proceso vivido por Bellochio y
la atormentada marcha de la sociedad española y su ínclita izquierda en la
busca de un lugar en el nuevo El Dorado de la modernidad.
Mantener un objetivo microscópico, como es la limitación del deshonor, pero coherente con los nuevos principios, no es lo mismo que la mudanza total de las significaciones que ha experimentado la intelligentsia española desde la Transición, con muy pocas excepciones. Navegar por microcontextos cotidianos, se muestra como una forma factible de resistencia, evitando las colisiones frontales, inevitables si nos focalizamos en el escenario histórico global. Lo peor es que la lectura de los dos libros ha suscitado en mi memoria la cuestión del deshonor en la Universidad, un asunto muy sugerente.
Este es el texto
LIMITAR EL DESHONOR
Limitar el deshonor. Un objetivo que hace veinte años habría
considerado repugnante y absurdo, porque el honor y el deshonor no son cosas
que puedan medirse. Y, en efecto, se trata de un objetivo miserable, una
mezquindad moral, una ocurrencia digna de un lacayo de comedia. Pero cuando era
joven no podía concebir una derrota de estas proporciones. Por aquel entonces,
lo peor que podía imaginar era la derrota política a manos de la
contrarrevolución, que se manifestaba en la represión que, por despiadada que
fuera (o precisamente por ello), garantizaba a los vencidos el honor del
exilio, la cárcel o, mejor aún, la gloria del patíbulo. El destino ha sido
ridículo. Ahora nadie quiere matarte. La ración cotidiana de ofensas que
padecemos procede de instituciones y personas movidas por la mejor de las
intenciones, y el trato que te reservan es más o menos el mismo que le depara a
la inmensa mayoría de la población occidental, que aparentemente está
satisfecha. Por tanto, uno corre siempre el riesgo de parecer (incluso ante uno
mismo) paranoico, esnob o simplemente patético.
Así, durante un tiempo sufres y haces como si no pasara nada,
evitas las situaciones de peligro, guardas las distancias, y cada tanto
reaccionas. En otras palabras: después de haber encajado treinta o cuarenta
golpes, te pones a resguardo en una esquina o en un rincón, haciéndote el
muerto, con el fin de evitar recibir más. Después asomas la cabeza, el tiempo suficiente
para recibir otros siete u ocho. Entonces te revuelves: paras un golpe o dos y
devuelves a su vez dos o tres, algo que, en el mejor de los casos, suscita un
poco de curiosidad (pero nunca simpatía o solidaridad), y, en el peor,
reprobación, pero en general pasan completamente desapercibidos. Sirve, en todo
caso, para devolverte por un instante un poco de respeto por ti mismo, de forma
que ya no sientes los golpes que siguen cayéndote encima. Ganas, por así
decirlo, un poco de tiempo. Y vuelta a empezar. Esto es lo que yo entiendo por
«limitar el deshonor».
No hay comentarios:
Publicar un comentario