He leído el ultimo artículo de David Souto acerca del extraño devenir del pensamiento crítico. La serie de textos suyos que aparecen en los últimos meses en Vox Populi, tienen la virtud de romper un esquema de interpretación consensuado en el parco ecosistema mediático patrio. Este remite a la aceptación de que la política se reduce a los hechos que ocurren en el sistema político (partidos, elecciones, gobiernos…). Este reduccionismo instaura un campo de conocimiento cerrado en el que tanto las estructuras sociales como las instituciones globales son ajenas a las significaciones de los acontecimientos ocurridos en el sistema local.
Aún más, se
asigna un estatuto de autoridad incuestionable a las instituciones de la
gobernanza global, que se presentan como instancias técnicas y despolitizadas.
En particular, las instituciones europeas son entendidas como un ente acerca
del cual no cabe deliberación alguna. Se reproduce así el estatuto eclesiástico
de santidad. Cualquier discusión queda zanjada cuando se alude al límite
impuesto por Bruselas. Los parámetros que conforman la competencia de un
político sobrevaloran su experiencia en las instancias europeas. La
consecuencia de esta cultura política es la consolidación de una suerte de contrademocracia
tecnocrática de autonomía reducida.
La
Transición española hizo posible el final de las instituciones franquistas y el
nacimiento de las novísimas democráticas mediante una ingeniería sofisticada de
acuerdos que catapultó el consenso como un valor básico, dotado de un poder
operativo para resolver situaciones vinculadas con equilibrios precarios. De
esta forma, el consenso quedó petrificado como la norma central que rige el
devenir del sistema político democrático, terminando por adquirir una
connotación sagrada. Como consecuencia de esta beatificación, el consenso adquiere
un papel rector en todas las instituciones, siendo apelado como principio
válido para resolver cualquier situación.
Los efectos
de la santificación del consenso, asignándole un valor mágico, fueron demoledores
en el campo del conocimiento. Todos los actores se esforzaron en elaborar sus
posiciones en términos compatibles con un quimérico mínimo común denominador.
De este modo, desaparecieron deliberaciones acerca de los distintos
posicionamientos; predominaron los efectos de maquillaje de las proposiciones
de cada partido; fueron eliminados aquellos que no fueran susceptibles de ser
consensuados y se genera un área oculta resultante de la distancia entre lo que
se piensa y lo que se dice por parte de los actores. Así se ha instaurado un
discurso único del que se han ido eliminando todas las definiciones
susceptibles de ser excluidas del sacro consenso. Inevitablemente, los
discursos políticos han adquirido la forma de un catálogo de purés y otros
alimentos de fácil digestión. Los más perjudicados por esta licuación son las
definiciones de las situaciones. De este modo, el sistema político se ha
convertido de facto en una nueva iglesia, dominada por un recóndito clero, y
donde los feligreses tienen que hacer visible la renovación de su fe.
El ejemplo
de la violencia de género es paradigmático. Las numerosas formas de estas
violencias son reemplazadas por los asesinatos, que se ubican en la cima del
iceberg. Así se instituye un fundamentalismo punitivo que se resuelve en leyes,
tribunales, jueces, policías y otros elementos del sistema penal, eliminando
las definiciones de situaciones múltiples y diversas que configuran esas
violencias. La comunicación pública queda brutalmente mutilada, siendo reducida
a una polarización entre los que favorecen y los que castigan los asesinatos.
El espesor y la complejidad de los problemas quedan abolidos por esta nueva
inquisición penalista. Los episodios de debates públicos entre políticos
recuerdan a los de las víctimas del terrorismo. Cada uno es impelido a
pronunciar las condenas atendiendo principalmente al tono. Solo un tono
convincente libra a cada uno de la sospecha de ser tolerante con el mal.
El artículo
de Souto puede ser leído desde esta perspectiva. Este presenta la metamorfosis
del pensamiento crítico, formulado en el contexto histórico de la primera parte
del siglo XX, que ahora ha devenido en una verdad oficial formulada desde las
instancias globales de la gobernanza mundial. El marco de referencia de los
artículos de este autor se atiene a las ideas en puja en escenarios globales,
en tanto que las formulaciones de la política local se referencian en los
acontecimientos que tienen lugar en el campo estrictamente nacional-local.
La tesis
principal de este artículo apunta a una inversión del pensamiento crítico, que,
en el nuevo contexto histórico, se convierte en una herramienta al servicio del
nuevo autoritarismo tecnócrata. La pandemia ilustró elocuentemente la nueva
gubernamentalidad emergente, que reconvierte a las élites estatales en gestores
de los intereses de las corporaciones globales, socavando las deterioradas
democracias debilitadas por su subordinación a los mercados expansivos. Ahora,
las autoridades estatales recurren a la divinización del pensamiento crítico,
que, paradójicamente, deviene obligatorio y excluyente de los renuentes, que
son condenados al ostracismo bajo la etiqueta de negacionistas.
El
pensamiento crítico, en la nueva versión en uso, apela, no tanto a pensar los
problemas, sino a aceptar resignadamente las orientaciones emanadas de las
nuevas autoridades globales. En palabras de Souto, se trata de “interiorizar
los pequeños catecismos que ahora serían verdades irrefutables”. Así, el nuevo
pensamiento crítico tiene la pretensión de obtener el consentimiento ciudadano,
adoptando una forma que obliga a cada uno a mostrar su adhesión, bajo la
amenaza de ser etiquetado como irracional. Este nuevo pensamiento crítico, que
se jacta de referenciarse en una ciencia entendida como un conjunto de verdades
indiscutibles, al estilo de las viejas religiones históricas, adoptando un
formato autoritario que termina por descalificar a personas, científicos
independientes, e incluso a segmentos de poblaciones. Souto utiliza el
significativo concepto de “excomunión ontológica”.
El nuevo
pensamiento crítico tiene como consecuencia la conformación de un supremacismo
moral, que termina condenando moralmente a quienes no acaten sus supuestos. Las
propuestas del nuevo pensamiento crítico devienen en un conjunto de dogmas
blandos que se sobreponen a las ideologías convencionales de derecha e
izquierda, dando lugar a una convergencia sobre aquello que puede denominarse
como mínimo común denominador. No es de extrañar que, desde algunas
intervenciones recientes de portavoces de la izquierda, como la ilustre Mónica
García, recriminen al PP madrileño encontrarse más lejos de los preceptos
enunciados desde el Foro de Davos. Ese espacio de consenso es sorprendentemente
sólido, destacando el acuerdo en la militarización, el apoyo activo a Ucrania
en la guerra, el seguidismo ciego respecto a la OTAN y la glorificación de las
autoridades europeas, cuya jurisprudencia es aceptada de un modo equivalente a
las prescripciones emanadas de los viejos concilios de la Iglesia.
El torbellino
de rivalidades locales producido en la disputa por el gobierno, encubre un área
oculta de gran magnitud de consenso. Esta es invisible mediante el alud de
descalificaciones e incidencias que conforman la videopolítica local. La
narrativa de la confrontación entre el viejo fascismo y el bloque del progreso,
que reflota en las últimas elecciones, y agota los discursos parroquianos
locales, es trascendida en los artículos de este autor. De ahí que se pregunte
si es, precisamente, el pensamiento crítico, quien ha ganado las últimas elecciones.
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