¡En qué sociedad vivimos
que hasta los ceros, para ser algo, han de estar a la derecha!
Jaume Perich
La salida de
Espinosa de los Monteros de Vox es un indicador de una crisis política de la
ultraderecha española. En su etapa de expansión, en los cinco últimos años, Vox
se ha configurado como un recipiente sobre el que se han vertido todas las
corrientes de la derecha radicalizada.
Pero el aparato del partido se ha mostrado incapaz de gestionar su
propia heterogeneidad interna. Así, en el interior de la dirección, han
prevalecido un cóctel explosivo de exfalangistas y nostálgicos del fascismo
originario, junto a ultracatólicos fundamentalistas que tan elocuentemente
representa la organización El Yunque. La salida de Espinosa representa el
desplazamiento de los ultraliberales y algunos sectores procedentes del PP,
esperanzados en el cumplimiento de la totalidad del programa histórico de este.
La crisis,
que sucede inmediatamente al desastre electoral, pone de manifiesto la
debilidad del liderazgo de Abascal, una persona que se puede definir como un
heredero del imperio institucional del PP de Aznar. Como tal sucesor, sus
capacidades no le permiten pilotar una organización en crecimiento. El
deterioro interno se hace patente, en tanto que en un contexto de declive se
hace visible la verdad de la ley de hierro que se sobrepone a todos los
partidos en el régimen del 78, que se puede definir como “la levedad del número
2”. En tan débiles organizaciones, sustentadas en los medios, se maximiza a los
líderes del juego restringido a los mismos. En este contexto, la configuración
de un número dos, de un sucesor, es percibida como un peligro por parte de los
privilegiados jugadores, de modo que terminan por ser eliminados.
Así, tanto
el PSOE como el PP, se fundamentan en liderazgos absolutos en los que no cabe
un potencial sucesor. La limpieza de Yolanda Díaz en Sumar, y su cruenta
eliminación de Irene Montero, remite a un liderazgo absoluto sustentado en un
grupo de incondicionales rigurosamente subalternos. Lo mismo ha ocurrido ahora
en Vox. Los dos portavoces parlamentarios, manifiestamente más competentes que
el parco y gris Abascal, Olona y Espinosa, han terminado por ser desplazados al
espacio exterior de la política, en el que no hay cámaras y los ex adquieren
una existencia fantasmal. Con el paso de los meses dejan siquiera de ser
aludidos en las tertulias. Su viaje termina, en el mejor de los casos, en los
programas de humor político, como el caso de Olona, convertida por los cómicos
en Macaneitor.
El espacio
político que ha ocupado Vox se encuentra determinado por la intersección de dos
ejes. El primero radica en el pasado franquista, que se ha acomodado a la
Constitución del 78, leyéndola restrictivamente para materializar el eterno
retorno al origen del régimen que nunca se extinguió. El segundo se relaciona
con la consolidación del capitalismo postfordista, que desregula grandes áreas
del trabajo e instituye una precarización desbocada. Estos procesos generan
grandes malestares sociales que no tienen portavoces ni generan un conflicto
social explícito. Desde esta perspectiva se puede hacer inteligible el ascenso de
la extrema derecha en la toda la vieja Europa. En España, esos malestares
estructurales carentes de salida y que trascienden los cauces de los nuevos
estados emprendedores y securitarios que suceden a los estados del bienestar,
se funden con una derecha neofranquista que deviene en uno de los cauces que
expresan esos estados del malestar.
En el
proceso de avance al capitalismo postfordista y la sociedad neoliberal
avanzada, el estado encuentra unos límites estrictos de actuación. Los
desasosiegos crecen entre los segmentos sociales periféricos al reducido
mercado de trabajo regulado. El resultado es la cristalización de un
distanciamiento de la política que adquiere distintas, y muchas veces sutiles
formas. En este nuevo contexto histórico, la izquierda convencional se sostiene
sobre una narrativa estatal progresista que suena como una quimera a los oídos
de grandes contingentes de personas desplazadas a las periferias laborales y
territoriales. El desencuentro entre los discursos institucionales y las realidades
vividas por los relegados adquiere una dimensión colosal.
De esta
forma se fraguan un conjunto de frustraciones y descontentos que no se
especifican en demandas específicas. Este es el aspecto nuevo. En el
capitalismo fordista y keynesiano los malestares de las clases subalternas
cristalizan en demandas explícitas que el sistema político tenía que gestionar.
En el presente postfordista no ocurre de este modo. Los malestares se
cronifican y adquieren la forma de distanciamiento institucional con la política.
De ahí, que el aspecto más insólito radique en que la ultraderecha conecta con
ese estado de insatisfacción. Así se forja una de las paradojas más insólitas
del presente.
Así, el
mundo de los partidos y sus clientelas que conforman la política, marginan a
múltiples categorías de la población. En ese contexto se produce la crisis de
la izquierda, común a toda Europa, y el ascenso de la nueva ultraderecha que
conecta con los descontentos. Este es el motor de la derechización o el
advenimiento de nuevas formas de fascismo, que en España van mucho más allá de
Vox. Un sistema político reducido a un recinto menguante y unas periferias crecientes
y numerosas. Las medidas compensatorias introducidas por el gobierno
progresista encuentran grandes dificultades para su aplicación y muchas
estructuras sistémicas vinculadas al mercado reducen sus beneficiarios.
Desde esta
perspectiva, el problema de la expansión de la ultraderecha no se restringe a
Vox. Mi pronóstico con respecto a su inmediato futuro es el de una disminución
de su peso institucional, que se hace compatible con una radicalización
derechista de amplias clases medias, que encuentran el cauce del PP para hacer
valer sus intereses. La crisis de Vox no interfiere en el proceso de
radicalización derechista. Escribo este texto desde Madrid, en donde con un Vox
minúsculo el PP impulsa un radicalismo programático desmesurado.
En mi
opinión, el problema radica en que, desde ese Estado restringido, separado de
la gran periferia social resultante de la expansión del mercado y sus
instituciones, no se puede replicar eficazmente a la multiplicación de
incidencias reaccionarias. Debilitados al máximo los movimientos sociales y el
tejido asociativo vinculado a las clases subalternas, la confrontación
político-cultural se reduce a las cúpulas de los partidos y sus extensiones tertulianas
y expertas. Esa restricción brutal de actores dificulta la respuesta a
acontecimientos que expresan una potencial regresión. Además, en la situación
histórica en curso, se produce una regresión democrática en las formas de
gobierno de modo generalizado. La pandemia mostró brutalmente ese retroceso
democrático.
Esta crisis
de estatalización y mediatización del acontecer político tiene como
consecuencia la progresiva congelación de las cuestiones en disputa con los
reaccionarios. Por poner un ejemplo inquietante, el feminismo es desmesuradamente
reducido a la violencia de género en su dimensión de asesinatos. Esta
simplificación elimina integralmente muchas de las cuestiones feministas que
permanecen estancadas o en riesgo de retroceso que ni siquiera son mentadas
desde esa burbuja mediática-estatal en la que se delibera entre ilustres
progresistas y conservadores. En estas discusiones se remiten al cumplimiento
de las leyes y a la penalización de los disconformes. Ningún proceso de cambio
puede expandirse con la restricción de actores y la amenaza de ilegalidad a los
oponentes. Esta es una tragedia contemporánea.
Entonces, la
dimisión de Espinosa se inscribe en un proceso incremental de autodestrucción
de Vox, lo que no significa la disminución de la ultraderecha, porque esta
encuentra otros cauces y se disemina en este deteriorado sistema
político-mediático. Es imposible detener el ascenso de los autoritarismos de
derecha en un medio como el de los nuevos estados subordinados al nuevo orden
global. Moverse en un escenario así resulta algo más que problemático.
Un artículo interesante, sin duda. En el capitalismo postfordista, después de una reconversión industrial brutal llevada a cabo por el PSOE, condición sine qua non para entrar en el Mercado Común, la llamada conciencia de clase -obrera- se ha ido diluyendo, solamente quedan unos sindicatos burocratizados y poco más. Fue sustituida por una entelequia llamada clase media asalariada conformista y muy manipulable que pone la seguridad por encima de cualquier otra consideración y ya sabemos que en cuestión de seguridad, no hay quien le gane a la derecha extrema (PP) o extrema derecha (Vox) Los únicos movimientos sociales tolerados por las élites son aquellos que no cuestionan la esencia del capitalismo, movimientos identitarios....La izquierda sistémica, a lo único que aspira, aparte de defender derechos de determinados colectivos, es intentar corregir los excesos del capitalismo actual por vía institucional, con lo que todos los damnificados no tienen a nadie que les represente, un campo abonado para la extrema derecha que siempre ha sido, se ha visto a lo largo de la historia reciente, el plan B del capitalismo. Una pequeña puntualización respecto del feminismo y es que, salvo honrosas excepciones, nunca se ha implicado en las luchas de las trabajadoras por sus derechos. Quizás se deba a que provienen en su gran mayoría de la pequeña burguesía. Alguna artículista llegó a decir que el feminismo y la liberación de la mujer son dos cosas distintas. Un saludo para el autor del blog.
ResponderEliminarGracias Rafael. Efectivamente se trata de un campo abonado para la prosperidad de la extrema derecha. Me duele contemplar cómo esta se instala en territorios que antaño se llamaron cinturones rojos.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Juan