El cara a cara fascinado del
funcionario y del periodista […] deja fuera de juego a un antiguo papel
principal: el militante. El devoto camarada de base, lector y cuestionador,
crédulo y creyente, sin presencia social ni relaciones útiles, con la boca y los
bolsillos siempre llenos de libracos, mociones de orden, programas del Partido,
extractos de los discursos “de antes” – en síntesis, la personalidad militante
clásica- se convirtió en algo negativo. El arte del dirigente: saber utilizarlo
antes, saber escapársele después (de cada elección). Desde abajo, la visión
está invertida. Los “no presentables” que habían llevado al partido al poder a
través de años del puerta a puerta y reuniones […] no dan crédito a sus ojos
cuando ven a hábiles y notables, sus vecinos, a quienes nunca habían visto
militar en los años sombríos y que no les destinaban entonces a ellos más que
pullas, ocupar poco después de la victoria todos los lugares, empleos,
tribunas, antesalas y comedores […]
Regis
Debray. El Estado Seductor. Las revoluciones mediológicas del poder
La
transformación radical de la política contemporánea, devenida en videopolítica
por efecto de la preponderancia absoluta de los medios de comunicación
audiovisuales, tiene como consecuencia la transformación de una institución
esencial: la militancia. Esta desempeñó un protagonismo incuestionable en el
siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. Con posterioridad, es
reconvertida drásticamente por la emergente sociedad postmediática, que
reconfigura todas las esferas sociales, y la política en particular. La
militancia pierde su estatuto de nobleza para terminar siendo una fuerza de
choque en las movilizaciones instrumentadas por el poder, o como una fuerza
activa productora de mensajes cortos que se moviliza, al modo de los torrentes,
cuando es requerida por los contendientes que dirimen la ubicación en la cúpula
del estado.
La
militancia tuvo su edad de oro con la aparición, como efecto de la revolución
industrial, de las grandes ideologías y las utopías socialistas vinculadas al movimiento obrero. Estas
adquieren una significación equivalente a las religiosas, postergando la vida
privada a la realización de la gran misión de la revolución. La abnegación, la
entrega y el sacrificio personal son sus principales activos. Pero, junto a
estos, las militancias suponen un modelo personal sustentado en una fe colosal
que moldea un arquetipo personal caracterizado por el inevitable sectarismo y
dogmatismo. El militante es consustancial a los sesgos inevitables derivados de
la adhesión incondicional a la causa. Así se configura un muro de separación
entre la militancia y la gente profana que vive su cotidianeidad.
En los años
cincuenta del pasado siglo, el conocimiento del modelo de poder del
estalinismo, el declive de los estados burocráticos resultantes de las
revoluciones del siglo XX, la mutación del capitalismo a una sociedad de
consumo de masas, así como lo que Lipovetsky denomina como la segunda
revolución individualista, erosionan la imago de la revolución, debilitando la
institución egregia de la militancia. Al tiempo que menguan las militancias
obreras convencionales aparecen múltiples activismos en torno a distintas
causas sociales parciales y menores.
El terremoto
derivado de la sociedad mediática, dominada por la televisión, que se amplía
por la explosión de internet, recompone drásticamente la forma de hacer
política, que Regis Debray ha denominado como videopolítica. La consecuencia
más importante de esta mutación es que las actividades de los partidos se focalizan
en las televisiones y las redes, que son los espacios en los que concurren las
audiencias, reduciéndose así los actores participantes. Así, la política va
abandonando la presencia en los espacios públicos, para afianzase en un nuevo
locus: estos son los espacios visibles para los telespectadores y que se pueden
definir como espacios susceptibles de ser filmados.
En esta
nueva forma de hacer política la militancia representa un lastre para los
partidos polarizados por la imagen. En el actual sistema político español,
Sumar es el ejemplo más elocuente. Este partido no tiene militantes, ni órganos
de dirección, ni ha realizado congreso alguno. Se trata de la red personal de
Diaz, que ha movilizado a distintas gentes presentables
ante la audiencia por su visibilidad mediática. Así, representa la gran crisis
de la democracia, sustituida por una tecnocracia provista de capital mediático
y competente ante las cámaras. Cuando Díaz afirma que “en Sumar pensamos que…”
cada cual puede imaginar que se trata de algo similar a una empresa, en la que
la propiedad y la dirección, liberadas de cualquier control, tienen un papel
determinante y sin contrapeso alguno.
Pero la
militancia no ha desaparecido completamente. Algunos contingentes minoritarios
subsisten penosamente, en tanto que no son necesarios para el trabajo
cotidiano, que se realiza por los nobles directivos propietarios y gerentes de
los partidos, dotados de un buen estatuto de visibilidad, materializada en los
platós y las instituciones, que son penetradas por la red de cámaras,
reporteros y comentaristas. Los contingentes de militantes -significativamente
denominados como inscritos en
Podemos- huérfanos de tarea diaria se reconfiguran como una reserva humana
disponible para ser movilizada y filmada según los avatares de la contienda
permanente que se dirime en las instituciones convertidas en platós. El
estatuto subterráneo de la militancia se rompe cuando un estado de expectación
mediático reclama su presencia.
Entonces
comparecen en el espacio público en formación, amparando a alguno de los propietarios
contendientes, y listos para ser filmados para conformar los fondos de los escenarios.
Las campañas electorales representan el momento máximo de su esplendor
alimentando los mítines y las reuniones partidarias. La personación de la
militancia en las ocasiones en que es convocada tiene lugar expresando sus
incondicionalidades y sus imaginarios partidarios. Lo mismo ocurre con su
presencia en internet. Esta se produce en oleadas de redundancia frente -dada
la pluralidad de las mismas- a los enemigos que se encuentran ahí, detrás de
sus ordenadores y sus móviles.
El aspecto
principal de las nuevas militancias radica en que, si la revolución, entendida
desde la perspectiva de la primera mitad del siglo XX, sustentaba una fe
colosal en torno a un gran acontecimiento entendido como inevitable, lo cual
otorgaba cierta honorabilidad a los sacrificados y esforzados militantes, los
objetivos de los partidos en este trance del siglo XXI representan una
miniaturización de las finalidades. A día de hoy las reservas militantes
esperan la victoria en unas elecciones y la presencia provisional en el
gobierno de sus propietarios en un entorno de inevitable alternancia. Pero, si
bien los objetivos están formulados en sublime menor, la fe que los ampara
permanece constante. Aún más, la confrontación en las redes con los rivales
estimula la agresividad y el rencor.
El
dogmatismo y el sectarismo, y sus inevitables sesgos asociados, se ven
acrecentados, formando parte de una cruenta batalla virtual interminable. La
comunicación en redes se encuentra envenenada por el sentimiento de impotencia
para lograr los objetivos perseguidos. Así, el encuentro entre militancias
resulta patético, en tanto que, en este territorio virtual, la miseria de los
dogmas y los juicios de valor aparece crudamente ante los asombrados ojos de
cualquier visitante externo a esos mundos. Del mismo modo, muchas de las
actuaciones de los contingentes militantes en el espacio público, manifiesta
este excedente de cognitivo de dogmatismo, que muestra inequívocamente su
condición marginal. En particular, las prácticas visibles de adhesión a los
líderes, resultan insólitas por los sesgos de los participantes, su exceso
melodramático y su aldeano sistema de significación.
En esta era
de la videopolítica, las reservas militantes sumergidas, eximidas de actividad
diaria, convocadas para llenar espacios según las contingencias de la lucha
política, cumplen con su función mediante un repertorio de formas de aplaudir,
vitorear o denigrar. La sociedad de la televisión y las redes, y, por tanto, de
la movilización de las emociones, privilegia el acto de aplaudir. Se trata de
la sociedad del fuerte aplauso, en la que prosperan múltiples pícaros
competentes en el arte de emocionar. Los militantes detentan una alta posición
entre los públicos aplaudidores y detentadores de idolatrías de los actores
políticos.
Fui un
militante acreditado durante diez años de mi juventud. A día de hoy, siento la
fuerza negativa inmensa que los militantes generan en favor de las contiendas
mediatizadas. Mantener cierta distancia con los acontecimientos es interpretado
como una traición, siendo asignado inmediatamente al enemigo. En este mundo de
la política mediática, la redundancia es una obligación imperativa y la
autonomía del juicio es considerada un pecado imperdonable. Lo peor radica en
que las reservas de frustración, impotencia y rencor se reavivan y se conservan
activas hasta el siguiente episodio. Una mala noticia para la inteligencia.
Esta es una de las tragedias devenidas por la digitalización.
Las
militancias de los partidos, en las que se maximiza la fe y se minimizan las
finalidades, terminan trivializando el acontecer político, participando
activamente en la reconversión de la realidad en memes, imágenes y titulares.
Así se convierten en segmentos activos de las audiencias. Por el contrario,
siguen existiendo militantes de causas sociales y movimientos sociales, que
marginados por los operadores mediáticos mantienen sus actividades en espacios
restringidos. Estos trascienden la
banalización mediatizada de la contienda política. Estas reservas de
inteligencia crítica, muy menguadas también, alimentan discursos críticos que,
en esta época, se escinden de la acción de la izquierda, tanto de los
propietarios enclavados en las instituciones como de las militancias
intermitentes destituidas por las magnificentes cámaras de las televisiones.