Por fin
concluye una campaña que representa la degradación inocultable de todo el
sistema político. Las actividades de la misma, regidas por los supuestos y
métodos imperantes en el mercado, articulados en torno a la seducción y la
persuasión, industrializadas por los últimos expertos que conforman la
intelligentsia residual en los partidos: los especialistas en comunicación
política y mercadeo electoral. En ese clima depresivo de los falsos debates, de
las guerras entre grupos de comunicación contendientes, que van desplazando a
los partidos, de las insidias entre candidatos, apenas se pueden consultar
textos que defiendan posiciones ubicadas en el más allá de este realismo
electoral cutre.
En los
últimos días han asomado distintos textos argumentando posicionamientos que
trascienden los marcos de referencia de la politología barata que gobierna la
campaña presidida por la reedición en la sociedad tecnológica avanzada de las
viejas virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad. Algunos, como el caso
de Juan Gérvas, exponen sus razones en favor del voto nulo. Otros, como el
texto que presento de Ediciones Salmón, razonan en favor de la abstención. Yo
mismo publicaré mañana aquí mis razones en favor del voto en blanco.
Me parece
muy importante abrir la mente a las razones de todos los posicionamientos,
trascendiendo la mentalidad estrecha y supuestamente utilitarista proverbial en
muchos votantes incondicionales y drásticamente disciplinados. Conversando con
algunos votantes impregnados de utilitarismo acerca de la paradoja de que en
estas elecciones la derecha defienda el cambio y la izquierda la continuidad,
he recurrido a la sabia afirmación de Taisen Deshineru “La gente sufre a causa de su espíritu lleno de ilusiones. Todo esto no
es más que imágenes en un espejo sin existencia real”. Una definición
completa de las campañas de la política regida por la televisión: Imágenes en un
espejo sin existencia real.
Este es el
texto de Ediciones Salmón que podéis encontrar aquí en su versión original.
VOTA: NO SEAS NEGACIONISTA
El 23
de julio son las elecciones al parlamento español. Frente a la amenaza de un
gobierno del PP con el apoyo de la ultraderecha de Vox, la izquierda ha hecho
un llamamiento a la responsabilidad para acudir masivamente a las urnas. Y tú,
votante con dudas o abstencionista activo, ¿qué harás el domingo? ¿No
serás también un negacionista de la democracia?
Desde que
Pedro Sánchez decidió adelantar las elecciones generales, en los medios
progresistas han sido mucho los artículos de opinión alentando a votar a
partidos de izquierda para evitar un gobierno con la ultraderecha. En las
últimas semanas hemos visto cómo estos llamamientos se multiplicaban[1],
subiendo notablemente el tono y la beligerancia.
Se apela al
sentido del deber y de la responsabilidad. Se dice que hay que ir a votar en
masa, y a la izquierda, pese a que muchos se vean incapaces de votar con
entusiasmo ni ilusión: aunque sea un voto triste, hay que ir a las urnas. Votar
es un imperativo, aunque votes con la nariz tapada, aunque votes a lo menos
malo. Estamos en una situación de emergencia democrática. No votar no es una
opción. No votar sería indecente. No votar sería de locos. No votar es de
egoístas. No votar es un privilegio, o el privilegio vivido como rebeldía. No
votar es cosa de hombres blancos, cis y heteros. No votar es no tener empatía
con migrantes privados del derecho a voto. No votar es no solidarizarse con
homosexuales y personas trans. No votar te convierte en colaboracionista del
fascismo.
Todas estas
son frases extraídas de artículos y comentarios vertidos en internet. El
argumentario común cabría sintetizarlo así: 1) El gobierno PSOE-Podemos ha sido
decepcionante, ha cometido muchos errores, pero es la opción menos mala; 2) Si
no votas a la izquierda, tendremos un gobierno de PP y Vox, llegará el
fascismo; 3) De modo que si no votas a la izquierda, serás corresponsable de
todas las medidas liberticidas y autoritarias que aprueben Feijóo y Abascal.
Ediciones El
Salmón es una editorial que nunca ha escondido su afinidad con las ideas
anarquistas. Pero tampoco somos amigos de ninguna ortodoxia. En alguna ocasión
hemos hecho pública nuestra postura abstencionista: fue en diciembre de 2015
—los comicios nacionales en que se estrenaba Podemos— y en junio de 2016[2].
Pero no nos
creemos en posesión de la verdad absoluta, ni nos sentimos ajenos a una y mil
contradicciones e incoherencias. Y, de hecho, hubo elecciones en que algunos de
los salmones sí votamos —con la resignación y el asco que
dicen sentir quienes ahora nos conminan a votar—, espoleados en buena medida
por este mismo miedo a la ultraderecha. Era primavera de 2019, y coincidió con
la visita de uno de nuestros autores, un veterano anarquista estadounidense que
dijo entender que algunos de nosotros hubiéramos votado: es más, nos explicó
que unos años antes él también lo había hecho, haciendo incluso campaña puerta
a puerta en su vecindario, pidiendo el voto para el Partido Demócrata en aras
de frenar a Trump: es decir, un anarquista haciendo campaña por Hillary
Clinton.
Fruto de
esas conversaciones y ese encuentro, Juanma Agulles, por aquel entonces editor
en El Salmón, publicó en Hincapié un artículo sobre la
participación electoral: «El voto del miedo»,
cuyas agudísimas reflexiones cobran más vigencia si cabe en la actualidad:
Lo peor
del voto del miedo no es el miedo —que puede tener sus razones, fundadas o no—,
sino el voto mismo. La idea subyacente de que una representación mejor, o menos
mala, supondrá algún grado de mejora, o de freno en la degradación, de la
situación social contemporánea. […] Las democracias parlamentarias […] se
organizaron, precisamente, para eliminar cualquier tipo de democracia directa
[…]; para dar una pátina de participación igualitaria al proceso de brutal
explotación y desposesión que el mundo de la producción y el consumo industrial
viene desarrollando desde hace más de dos siglos[3].
Se trata de
una tesis ciertamente radical, y sin duda minoritaria. Y, sin embargo, aun en
el caso de que se quisiera buscar una «marca electoral» mínimamente afín, con
unos planteamientos transformadores, ¿dónde elegir? Es aquí donde entra en
juego la baza del «mal menor». Pero, ¿hasta dónde podría llevarnos la lógica de
«votar lo menos malo»? Creemos no exagerar si decimos que los resultados de
esta política del mal menor han sido desastrosos. No han sido pocas las
ocasiones en que se ha invocado este argumento: desde Felipe González a
Zapatero, y en este momento el tándem Pedro Sánchez-Yolanda Díaz. El votante
«de izquierdas» no puede sino darse de bruces ante unos programas electorales
terriblemente edulcorados y moderados[4] (casi
se siente nostalgia por los llamamientos de Iglesias en 2014-15 a «tomar el
cielo por asalto»), y ante una campaña electoral de una pobreza intelectual
pasmosa, caracterizada por lo que Juan Irigoyen ha definido con mucho tino como
«videopolítica[5]»;
a lo que hay que sumar un personalismo atroz; una estructura de partido oscura
y jerárquica que ni siquiera pretende, como en su día sí hizo Podemos, guardar
unas apariencias democráticas de horizontalidad; y una nula voluntad de
realizar autocrítica por los cuatro años de gobierno de izquierdas.
Desde 2019,
el gobierno-más-progresista-de-la-historia ha mostrado una tibieza escandalosa
ante cuestiones elementales como el acceso a la vivienda o el aumento del coste
de la vida; no ha tenido voluntad alguna de derogar leyes represivas como la
Ley Mordaza o de frenar los desahucios, que se siguen contando en miles cada
año; sus políticas migratorias no se han distinguido en nada de las desplegadas
por gobiernos de derechas; se ha subido a lomos de un belicismo proatlántico
tan irracional y peligroso como el imperialismo ruso.
Y es
imposible no mencionar en estas líneas la aciaga gestión de la crisis sanitaria
desde marzo de 2020. Es cierto que en esto se diferenciaron muy poco de la casi
totalidad de gobiernos del mundo, pero cabe señalar que un sector de la
izquierda denunció el autoritarismo, delirio e irracionalidad de esas
políticas, mientras la mayoría progresista silenciaba, censuraba y acorralaba
las críticas: cuestionar los confinamientos, las mascarillas, las vacunas,
etc., le convertían a uno automáticamente en conspiracionista, magufo o
negacionista.
Esta
dimisión de la capacidad crítica conecta poderosamente con todos esos
llamamientos a votar a la izquierda: son una muestra de la
superioridad moral tan extendida en el ámbito progresista[6].
Resulta cutre y miserable ver el eje sobre el que se ha articulado el chantaje
blandido por la izquierda ante quienes han decidido no votar: que donen su
voto a residentes no regularizados[7].
Algunas
voces que disienten de este catecismo electoral han señalado una omisión de
estas proclamas: la enorme brecha entre los partidos de izquierda y las clases
más empobrecidas[8].
Y es aquí donde vemos nosotros el quid de la cuestión social. Lo señalaba Alba
Rico en uno de los artículos citados: una amiga de izquierdas que dudaba si
votar, le explicaba por qué sus vecinos votan a la derecha: «quieren ser ricos
y la izquierda les pide sobriedad y solidaridad; quieren divertirse y la
izquierda les aburre; llegan cansados del trabajo y la izquierda les regaña,
les pide un esfuerzo feminista o ecologista o antropológico».
Pasolini[9] fue
de los primeros en advertir (a principios de los 70) esta mutación
antropológica, fruto de la cual las clases populares perdían su cultura e
identidad propias y abrazaban un horizonte vital estructurado en torno al
consumo y la propiedad. Sin embargo, el alcance de esta colonización de los
cuerpos y las mentes ha terminado siendo prácticamente total: casi todos
nosotros vivimos absorbidos por la vida-mercado.
Lo señalaba
hace muy poco Amador Fernández-Savater: «El mercado, en su alianza […] con la
tecnología, aparece hoy como la principal fuerza de configuración de
experiencia. Nos movemos en Uber, viajamos con Airbnb, ligamos en Tinder, nos
proveemos de alimentos en Mercadona, nos informamos gracias a Google, buscamos
entretenimiento en Netflix. Y cada uno de nosotros reproduce el mercado
simplemente viviendo[10]».
Es aquí
donde las contradicciones se cierran sobre nosotros como una trampa. En mayor o
menor medida, todos somos cómplices y partícipes de este modo de vida, del
capitalismo que decimos rechazar y pretendemos combatir. Para nosotros no se
trata de establecer una clasificación de pureza y coherencia
político-intelectual, sino de evidenciar que, como el resto de ámbitos de
nuestra existencia, el voto forma parte de una maquinaria de guerra contra la
vida, contra la aspiración a crear una sociedad que aspire a ser libre e
igualitaria.
El 23 de
julio los salmones nos vamos a abstener. Es la opción que
mejor se corresponde con nuestra perspectiva política. Haciendo pública nuestra
postura, no buscamos instar a nadie a que deje de votar: que cada cual obre
según le dicte su conciencia. Ahora bien, desearíamos que la izquierda deje de
mirar por encima del hombro, con desdén y superioridad moral, a quienes
deciden, decidimos, no votar. Les pedimos, en definitiva, que dejen de
sermonearnos.
La campaña
provoto recurre constantemente a la responsabilidad, la solidaridad, la
empatía, la decencia. Consideramos esto muy grave, porque el reverso de su
mensaje no es otro que el siguiente: quien no vota es irresponsable,
insolidario, indecente (amén de colaboracionista, privilegiado,
heteroblancocis). De ahí falta poco para dar otro paso: están a un tris de
llamarnos negacionistas —de la democracia, de los derechos
humanos, o lo que se tercie—, teniendo en cuenta cómo el uso de ese adjetivo se
extiende cada vez más como recurso para definir a todo aquel que disienta,
parcial o totalmente, de las narrativas predominantes en el campo progresista;
cerrando así el círculo en forma de soga dibujado en torno a la herejía y la
heterodoxia.
Ediciones El Salmón,
Julio de 2023
[1] Aquí
unos ejemplos, pero sin duda habrá muchos más: «¿Por
qué no voy a votar?», en Público, y «Votar
contra el odio», en El País, ambos de Santiago Alba Rico, Público;
«Abstenerse
no es una opción, votar en blanco menos», Xabi Lombardero, El Salto;
«Carta
a un abstencionista», Sara Plaza Casares, El Salto; «A
estos los va a votar su madre… y nosotros» y «Todas
a votar, y a votar por Sumar (allí donde sea útil)», editoriales de Ctxt;
«La
rebeldía del privilegio», Teresa Villaverde, Píkara. En Twitter
hay menos espacio aún para las medias tintas; un solo ejemplo: «no caben
medias tintas ni tibiezas: o estás enfrente del fascismo o eres un
colaboracionista», Ana Murillo, librera en MaryRead.
[2] «El
criminal es el elector», 6 de diciembre de 2015; «¿Este
es vuestro voto?», 25 de junio de 2016. En el primero de los casos, lo
hicimos desde un desdén que ahora no repetiríamos, si bien es cierto que
pretendía ser un contrapeso al fanatismo que poseía a los militantes y votantes
de Podemos; nuestra intención no era otra que señalar que ese partido, sus
líderes y su programa se encontraban lejos, extraordinariamente lejos, de los
horizontes políticos que nosotros anhelábamos y defendíamos con nuestras
publicaciones, algo que quedaba patente en la segunda publicación, donde
recogíamos las palabras de un mitin de Iglesias: «Somos el partido de la
patria, la ley, el orden y las instituciones».
[3] Reproducimos
a continuación la cita in extenso: «Lo peor del voto del miedo no
es el miedo —que puede tener sus razones, fundadas o no—, sino el voto mismo. La
idea subyacente de que una representación mejor, o menos mala, supondrá algún
grado de mejora, o de freno en la degradación, de la situación social
contemporánea. La aceptación del argumento implícito que señala que las
democracias parlamentarias del capitalismo son democracias incompletas, y que
una participación distanciada, táctica, no es más que la utilización de un
medio imperfecto para un fin legítimo.
»[…] Las
democracias parlamentarias, sustentadas en el sufragio universal y la elección
de representantes políticos, se organizaron, precisamente, para eliminar
cualquier tipo de democracia directa, no para ir conquistándola «voto a voto»;
para dar una pátina de participación igualitaria al proceso de brutal
explotación y desposesión que el mundo de la producción y el consumo industrial
viene desarrollando desde hace más de dos siglos. […]
»El lema de
«no nos representan» olvidaba a menudo señalar que la representación política
surgida de la farsa electoral sí representa algo: la aceptación mayoritaria del
proceso de explotación y dominación creciente que el mundo industrial necesita
para seguir reproduciéndose, y que muy pocos están dispuestos a cuestionar
hasta sus últimas consecuencias. En muchos casos, para algunos tan sólo se
trataba de encontrar una representación mejor o […] de modificar los métodos de
elección de los representantes para que sean más equitativos, sin llegar a
plantear que la representación política no es en ningún caso la solución sino
parte del problema.
»No se
trata, por tanto, de encontrar la marca electoral que mejor represente nuestros
intereses en un momento dado —por parciales y tácticos que estos sean—, sino de
hacer visible, mediante la práctica social, que la vida es algo más que la
lógica del interés, y que quienes digan lo contrario son los enemigos más
directos de la libertad, aun cuando hablen en su nombre, y precisamente por
ello».
[4] Véase
esta crítica somera, desde una perspectiva izquierdista clásica, publicada en
el medio Poder Popular: «Las
debilidades de la izquierda en tiempos de cólera», Manuel Garí.
[5] Militante
y dirigente comunista durante la transición, después profesor universitario de
Sociología, ya jubilado. Véanse sus numerosos artículos a este respecto en su
estupendo blog «Tránsitos intrusos».
[6] Algo
que no ha pasado desapercibido en algunos militantes, como Emmanuel
Rodríguez: «Recordaré esta campaña electoral como la que ha conseguido
movilizar el aspecto más imbécil de la izquierda. Chantajitos, apelaciones al
privilegio del voto, llamadas frente a la apocalipsis y a partir de unos
resultados que están cantados de antemano, el lamento… […] Esperan años de
terror pero no por la llegada de la derecha sino por el increíble desarme
social que nos rodea».
[7] ¿Significa
que todos ellos votarían, si pudieran, a Sumar o al PSOE? ¿Ninguno a la derecha
o a la extrema derecha? Los migrantes que sí poseen la nacionalidad española,
¿a quién votan? ¿Ninguno de ellos es abstencionista? Ni que decir
tiene que este argumento es un mero ardid; si la situación no fuera esta,
recurrirían a otra excusa y poner de nuevo en marcha el mecanismo del chantaje.
[8] «Si
hay algo roto es la relación orgánica entre los sectores más empobrecidos de la
sociedad, el voto y la izquierda: obviar esta realidad y centrar el asunto en
el abstencionismo militante no sólo es falsear el problema, es confinar la
mirada política al “rollito” activista» (Brais Fernández en su cuenta de
Twitter).
[9] «La
llegada de la cultura de masas, de los mass media, de la televisión, del nuevo
tipo de escuela, del nuevo tipo de información y, sobre todo, de las nuevas
infraestructuras, es decir, el consumismo, ha llevado a cabo una aculturación,
una centralización que ningún gobierno que se declarara centralista había
conseguido jamás. El consumismo, que se declara tolerante, abierto a la
posibilidad de una descentralización, es, por el contrario, terriblemente
centralista. Ha conseguido perpetrar ese genocidio que el capitalismo perpetró
en Francia o en Inglaterra tal vez ya en tiempos de Marx, y del que hablara el
propio Marx» (palabras de un coloquio de 1975, días antes de morir asesinado,
recogido en nuestra edición Vulgar lengua).
[10] «La
zona gris de la democracia: hacia una política de la impureza», Ctxt.
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