miércoles, 5 de julio de 2023

LAS COMPETENCIAS ESCÉNICAS EN LA UNIVERSIDAD

 

En estos días de exaltación de las televisiones por la campaña electoral se prodigan las intervenciones de presentadores secundarios, que apoyan la intervención del presentador principal del programa. La exposición de este se apoya en otro que comparece frente a una gran pantalla que contiene imágenes, gráficos o textos para ilustrar la intervención principal. La sobredosis de presentadores secundarios remite mi memoria a los últimos años de docencia universitaria, en la que se hacía presente en el aula, lo que los más informados denominan como mutación antropológica, que es imperceptible desde los paradigmas que dominan la vida política.

El aula es un espacio que refleja nítidamente los cambios en curso en la colosal nueva individuación, que resulta de la sintonización de los procesos de producción y consumo. Confieso que tardé en comprender y asumir esas transformaciones, que comparecieron volcánicamente tras la instauración del grado. Con anterioridad, la gran mayoría de los estudiantes no intervenía en las clases, generando una distancia considerable con el profesor, al que se le otorgaba el monopolio del decir. Invariablemente, una minoría exigua de estudiantes intervenía en las clases compitiendo con el docente. Siempre lo hacían los mismos, de modo que cristalizaba en una suerte de oligarquía de la palabra.  Las intervenciones de muchos de esos estudiantes, se encontraban animadas por la pretensión de democratizar el aula modificando el monopolio del profesor, así como modificar la naturaleza de la clase abandonando el estatuto de pasividad.

Tras la implantación de la reforma de Bolonia, muchos de los estudiantes asumieron fervorosamente los principios de la educación por competencias. Se instaló en el aula la fantasmagoría que cristalizaba en la fórmula de aprender a aprender, en una versión manifiestamente cutre. En este blog he contado profusamente las consecuencias perniciosas de este proceso, que transformó las aulas en fábricas de la charla. Esta acepción implica que cualquier tema era susceptible de ser tratado de modo disperso, asistemático y superficial en una clase. La ausencia de cualquier método era notoria y muchas de las intervenciones derivaban a un grado de trivialidad que alcanzaba lo insólito.

Mi definición de las nuevas aulas como fábricas de la charla, se relaciona con el salto prodigioso que tiene lugar en esos años, entre la sociedad mediática, -que privilegia en los medios a grandes conductores de audiencias, presentando coherencias con las aulas dominadas por profesores y el mundo cultural por una aristocracia particular- y la sociedad postmediática, resultante de la explosión de los emisores televisivos y la proliferación de las redes sociales, que configuraban a cada cual como un emisor.

El aula terminó registrando este terremoto, de modo que el binomio compuesto por la mayoría muda y la oligarquía de la participación, mutó en una mayoría de estudiantes que mostraba su voluntad inequívoca de tomar la palabra. Pero los sentidos que regían esta reconversión se habían modificado. El móvil de los nuevos parlantes no era, como en el caso de la antigua sinarquía hablante, el corregir el discurso del profesor o reducir su preponderancia absoluta, sino, por el contrario, manifestaba explícitamente la voluntad de expresarse y mostrarse a los demás. Recuerdo mil episodios que avalan esta afirmación.  El efecto de la convergencia en el aula de un conjunto de egos hablantes era la aparición de una competencia entre los mismos no siempre comprendida por el profesor. Pero la gran metamorfosis consistía en que había variado la demanda de los estudiantes, entonces ya convertidos en compradores de créditos, cuyas aspiraciones de recibir una buena clase se habían transformado en participar en una tertulia animada.

El rol de profesor se había modificado, siendo destituidos como una aristocracia que gobernaba su feudo asentada sobre el atril, e investidos como animadores de grupos de estudiantes labradores de su curriculum individual. La nueva institución referencial era la tertulia televisiva y el mágico espacio del plató. En varias crisis tuve que intervenir enérgicamente y pronunciar en términos solemnes que “esto no es un plató”. El problema de fondo radicaba en la conjunción explosiva de dos factores incompatibles: la asunción de los métodos activos, que son inexorablemente dialógicos, y el tamaño de los grupos, formados siempre por más de cuarenta personas y que llegaban a exceder los sesenta, lo que hacía imposible practicar con rigor cualquier método grupal.

En esas condiciones el grupo total era inmanejable, de modo que estimuló la invención de la presentación de trabajos. Cada comprador de créditos era investido como ponente por un día. La gente acogió favorablemente esta fórmula, pues tenía la ventaja de que podían experimentarse al modo de los presentadores televisivos y, además, les liberaba de la presencia obligatoria cuando exponían otros egos rivales, aliviando su carga horaria. La segunda parte del cuatrimestre consistía en una serie de exposiciones individuales, que, además, representaban la materialización de la fantasía de que, de ese modo, hacían prácticas, o incluso investigación.

Así fue como viví esta experiencia. Con las credenciales del imaginario del plató, se generaron tensiones con no pocos estudiantes. Mi posición en las exposiciones era activa, siguiendo el caducado modelo académico. Así hacía preguntas, formulaba críticas o valoraciones de los trabajos. Estas eran recibidas como una intromisión autoritaria en tan prodigiosa fecha en la que a cada uno le era otorgado el papel de ponente-presentador. Si mis intervenciones eran mal recibidas, no podéis imaginar las reacciones cuando solicitaba las de otros estudiantes, considerados como rivales, en la imposible pretensión de que fraguara algo parecido a un grupo. Cada cual se sentía ofendido por la intervención externa, y era vivido de modo semejante a una celebración.

Algunas gentes se presentaban con su propia clac, que tomaba imágenes de tan fantástico acontecimiento y apoyaba activamente al expositor. Además, los demás asistentes expresaban su amparo y protección al ponente del día, protegiéndolo frente a la intromisión del profe o de cualquier otro que se manifestara como experto. Recuerdo que, ante algún trabajo impresentable, la gente aplaudía, al modo de la institución-plató, a tan insigne expositor. Mi interpretación de esta extraña solidaridad remite a un igualitarismo valedor frente a la multiplicación de evaluaciones que sufren los compradores de créditos. Estos conservan los exámenes, inmunes a cualquier cambio, a los que se suman múltiples pruebas de todas las clases imaginables. Esta explosión de microevaluaciones reforzaba la cohesión grupal frente a las intromisiones externas de las distintas clases de productores de decimales, entre las que se encuentran los profesores.

Lo más paradójico resulta del descenso en la calidad de las pruebas escritas y de las intervenciones orales, comparadas con las de la vieja oligarquía de la participación, contrastaba con las competencias de los novísimos discípulos de la fórmula de aprender a aprender. Estas, en general, eran cada vez más menguantes. Un estudiante, obligado a asistir a las clases, participaba en un rosario de actividades de baja definición, monótonas, y de las que nada cabe esperar, en un simulacro académico sin fin. Pero, este declive académico se compensaba con la expansión de las competencias escénicas materializadas en el día glorioso que sale de su rincón oscuro y se muestra sobre el atril a los demás.

La gente se preparaba cuidando su ropa y disposiciones corporales. He visto gentes que acudían preparadas a su bautizo ponente, vestidas de fiesta, maquilladas e incluso poniendo en escena audaces modelos en relación con la miseria corporal y expresiva de un estudiante convencional confinado en un pupitre en un sistema rigorista organizado en filas y columnas. La exposición permitía una revancha corporal, cultivando el sentido de la escena que ha explotado con la llegada del smartphone. Muchos estudiantes mostraban sus competencias ante las cámaras en un saber en el que nadie les había instruido. Ser grabado, posar, controlar la situación, explotar los puntos fuertes de su cuerpo, diversificar sus gestualidades, mostrarse a los demás. En definitiva, trabajar su imagen y adiestrarse en el arte de constituir una marca personal. Imagino ahora los compradores de créditos avezados en las artes de mostrarse en Instagram, Tik Tok y otras redes.

Lo dicho: la mutación antropológica en curso, cuya intensidad atraviesa los muros de la más vetusta institución social: el aula. Es inevitable apuntar aquí la influencia que han ejercido sobre mí dos de los libros de una autora fundamental: Paula Sibilia. En “La intimidad como espectáculo”, publicado en el Fondo de Cultura Económica, analiza la explosión del ámbito privado y establece una teoría de la exposición pública presidida por el sentido de la escena de tan progresados sujetos contemporáneos. En ¿Redes o paredes? La escuela en tiempos de dispersión publicado en Tinta Fresca, expone los avatares y las crisis de los encierros entre las paredes de las instituciones declinantes.

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