En estos días de exaltación de las televisiones por la
campaña electoral se prodigan las intervenciones de presentadores secundarios,
que apoyan la intervención del presentador principal del programa. La
exposición de este se apoya en otro que comparece frente a una gran pantalla
que contiene imágenes, gráficos o textos para ilustrar la intervención
principal. La sobredosis de presentadores secundarios remite mi memoria a los
últimos años de docencia universitaria, en la que se hacía presente en el aula,
lo que los más informados denominan como mutación
antropológica, que es imperceptible desde los paradigmas que dominan la
vida política.
El aula es un espacio que refleja nítidamente los cambios en
curso en la colosal nueva individuación, que resulta de la sintonización de los
procesos de producción y consumo. Confieso que tardé en comprender y asumir
esas transformaciones, que comparecieron volcánicamente tras la instauración
del grado. Con anterioridad, la gran mayoría de los estudiantes no intervenía
en las clases, generando una distancia considerable con el profesor, al que se
le otorgaba el monopolio del decir. Invariablemente, una minoría exigua de
estudiantes intervenía en las clases compitiendo con el docente. Siempre lo
hacían los mismos, de modo que cristalizaba en una suerte de oligarquía de la
palabra. Las intervenciones de muchos de
esos estudiantes, se encontraban animadas por la pretensión de democratizar el
aula modificando el monopolio del profesor, así como modificar la naturaleza de
la clase abandonando el estatuto de pasividad.
Tras la implantación de la reforma de Bolonia, muchos de los
estudiantes asumieron fervorosamente los principios de la educación por
competencias. Se instaló en el aula la fantasmagoría que cristalizaba en la
fórmula de aprender a aprender, en
una versión manifiestamente cutre. En este blog he contado profusamente las
consecuencias perniciosas de este proceso, que transformó las aulas en fábricas de la charla. Esta acepción
implica que cualquier tema era susceptible de ser tratado de modo disperso,
asistemático y superficial en una clase. La ausencia de cualquier método era
notoria y muchas de las intervenciones derivaban a un grado de trivialidad que
alcanzaba lo insólito.
Mi definición de las nuevas aulas como fábricas de la charla, se relaciona con el salto prodigioso que
tiene lugar en esos años, entre la sociedad mediática, -que privilegia en los
medios a grandes conductores de audiencias, presentando coherencias con las
aulas dominadas por profesores y el mundo cultural por una aristocracia
particular- y la sociedad postmediática, resultante de la explosión de los
emisores televisivos y la proliferación de las redes sociales, que configuraban
a cada cual como un emisor.
El aula terminó registrando este terremoto, de modo que el
binomio compuesto por la mayoría muda y la oligarquía de la participación, mutó
en una mayoría de estudiantes que mostraba su voluntad inequívoca de tomar la
palabra. Pero los sentidos que regían esta reconversión se habían modificado.
El móvil de los nuevos parlantes no era, como en el caso de la antigua
sinarquía hablante, el corregir el discurso del profesor o reducir su
preponderancia absoluta, sino, por el contrario, manifestaba explícitamente la
voluntad de expresarse y mostrarse a los demás. Recuerdo mil episodios que
avalan esta afirmación. El efecto de la
convergencia en el aula de un conjunto de egos hablantes era la aparición de
una competencia entre los mismos no siempre comprendida por el profesor. Pero
la gran metamorfosis consistía en que había variado la demanda de los
estudiantes, entonces ya convertidos en compradores de créditos, cuyas
aspiraciones de recibir una buena clase se habían transformado en participar en
una tertulia animada.
El rol de profesor se había modificado, siendo destituidos
como una aristocracia que gobernaba su feudo asentada sobre el atril, e
investidos como animadores de grupos de estudiantes labradores de su curriculum
individual. La nueva institución referencial era la tertulia televisiva y el
mágico espacio del plató. En varias crisis tuve que intervenir enérgicamente y
pronunciar en términos solemnes que “esto no es un plató”. El problema de fondo
radicaba en la conjunción explosiva de dos factores incompatibles: la asunción
de los métodos activos, que son inexorablemente dialógicos, y el tamaño de los
grupos, formados siempre por más de cuarenta personas y que llegaban a exceder
los sesenta, lo que hacía imposible practicar con rigor cualquier método
grupal.
En esas condiciones el grupo total era inmanejable, de modo
que estimuló la invención de la presentación de trabajos. Cada comprador de
créditos era investido como ponente por un día. La gente acogió favorablemente
esta fórmula, pues tenía la ventaja de que podían experimentarse al modo de los
presentadores televisivos y, además, les liberaba de la presencia obligatoria
cuando exponían otros egos rivales, aliviando su carga horaria. La segunda
parte del cuatrimestre consistía en una serie de exposiciones individuales,
que, además, representaban la materialización de la fantasía de que, de ese
modo, hacían prácticas, o incluso investigación.
Así fue como viví esta experiencia. Con las credenciales del
imaginario del plató, se generaron tensiones con no pocos estudiantes. Mi
posición en las exposiciones era activa, siguiendo el caducado modelo
académico. Así hacía preguntas, formulaba críticas o valoraciones de los
trabajos. Estas eran recibidas como una intromisión autoritaria en tan
prodigiosa fecha en la que a cada uno le era otorgado el papel de
ponente-presentador. Si mis intervenciones eran mal recibidas, no podéis
imaginar las reacciones cuando solicitaba las de otros estudiantes,
considerados como rivales, en la imposible pretensión de que fraguara algo
parecido a un grupo. Cada cual se sentía ofendido por la intervención externa,
y era vivido de modo semejante a una celebración.
Algunas gentes se presentaban con su propia clac, que tomaba
imágenes de tan fantástico acontecimiento y apoyaba activamente al expositor.
Además, los demás asistentes expresaban su amparo y protección al ponente del
día, protegiéndolo frente a la intromisión del profe o de cualquier otro que se
manifestara como experto. Recuerdo que, ante algún trabajo impresentable, la
gente aplaudía, al modo de la institución-plató, a tan insigne expositor. Mi
interpretación de esta extraña solidaridad remite a un igualitarismo valedor
frente a la multiplicación de evaluaciones que sufren los compradores de
créditos. Estos conservan los exámenes, inmunes a cualquier cambio, a los que
se suman múltiples pruebas de todas las clases imaginables. Esta explosión de
microevaluaciones reforzaba la cohesión grupal frente a las intromisiones
externas de las distintas clases de productores de decimales, entre las que se
encuentran los profesores.
Lo más paradójico resulta del descenso en la calidad de las
pruebas escritas y de las intervenciones orales, comparadas con las de la vieja
oligarquía de la participación, contrastaba con las competencias de los
novísimos discípulos de la fórmula de aprender
a aprender. Estas, en general, eran cada vez más menguantes. Un estudiante,
obligado a asistir a las clases, participaba en un rosario de actividades de
baja definición, monótonas, y de las que nada cabe esperar, en un simulacro
académico sin fin. Pero, este declive académico se compensaba con la expansión
de las competencias escénicas materializadas en el día glorioso que sale de su
rincón oscuro y se muestra sobre el atril a los demás.
La gente se preparaba cuidando su ropa y disposiciones
corporales. He visto gentes que acudían preparadas a su bautizo ponente,
vestidas de fiesta, maquilladas e incluso poniendo en escena audaces modelos en
relación con la miseria corporal y expresiva de un estudiante convencional confinado
en un pupitre en un sistema rigorista organizado en filas y columnas. La
exposición permitía una revancha corporal, cultivando el sentido de la escena
que ha explotado con la llegada del smartphone. Muchos estudiantes mostraban
sus competencias ante las cámaras en un saber en el que nadie les había
instruido. Ser grabado, posar, controlar la situación, explotar los puntos
fuertes de su cuerpo, diversificar sus gestualidades, mostrarse a los demás. En
definitiva, trabajar su imagen y adiestrarse en el arte de constituir una marca
personal. Imagino ahora los compradores de créditos avezados en las artes de
mostrarse en Instagram, Tik Tok y otras redes.
Lo dicho: la mutación antropológica en curso, cuya intensidad
atraviesa los muros de la más vetusta institución social: el aula. Es inevitable
apuntar aquí la influencia que han ejercido sobre mí dos de los libros de una
autora fundamental: Paula Sibilia. En “La intimidad como espectáculo”, publicado
en el Fondo de Cultura Económica, analiza la explosión del ámbito privado y establece
una teoría de la exposición pública presidida por el sentido de la escena de
tan progresados sujetos contemporáneos. En ¿Redes o paredes? La escuela en
tiempos de dispersión publicado en Tinta Fresca, expone los avatares y las
crisis de los encierros entre las paredes de las instituciones declinantes.
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