Los fanatismos que más debemos temer
son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia
Fernando
Arrabal
En este
video antológico, Jesús Quintero se acredita como un periodista especial en una
época final, que concluye con su propia desaparición. En esos años, todavía se podía identificar en
los medios a una clase de comunicadores dotados de independencia de criterio,
así como poseedores de un bagaje cultural potente. Pero el advenimiento de la
sociedad postmediática, con su multiplicación de emisores y fragmentación de
las audiencias, significa un proceso de homogeneización radical de las empresas
multimedia dominantes, en las que los periodistas se transforman en empleados
disciplinados de las líneas editoriales de las mismas. Las excepciones se
reducen considerablemente en este nuevo mundo automatizado de los medios.
El resultado
de este proceso es la conformación de un ecosistema comunicativo estrictamente
estructurado y segmentado, tanto los públicos como los comunicadores. Desde mi
sofá-refugio me asombra reiteradamente la pavorosa uniformidad de los
periodistas de La Sexta. Recuerdo las discusiones que se propiciaron en los
años setenta cuando salió el Libro de Estilo del País. Algunos trataban de
resistir la estandarización, al estilo de Jesús Quintero y otros independientes
de esa época fenecida. Ahora cada empresa formatea a sus empleados con sus
reglas.
En este
contexto es preciso comprender el “debate” que tuvo lugar ayer entre Sánchez y
Feijoo, que visualizó nítidamente el papel infausto de los “moderadores”,
Vicente Vallés y Ana Pastor, que acreditaron su subordinación integral a los
grupos mediáticos a los que pertenecen. En la sociedad postmediática, los
actores políticos contendientes, son las propias empresas. Sánchez se encuentra
amparado por Prisa, La Sexta y otros complejos empresariales de la
comunicación, y Feijoo se sustenta en una docena de medios que convergen sus
líneas editoriales en su favor. El viejo papel de periodista, queda disuelto
irremediablemente. Las intervenciones de ambos conductores manifestaron
brutalmente sus posicionamientos como distinguidos miembros de las “cuadrillas”
de ambos políticos. Como es bien sabido, estas cuadrillas están compuestas por subalternos.
Pero,
cualquier análisis sobre el programa de ayer, tiene que remitirse al ecosistema
comunicativo en el que tuvo lugar. Desde los años noventa, en el que un programa
emitido por la tv de Valencia, “Tómbola”, sienta las bases de un nuevo modelo
de prensa rosa, que se extiende como una mancha de aceite a todas las
televisiones, terminando por cristalizar en un formato que se instala en todas
las programaciones, incluyendo al género político. Este género televisivo,
basado en la confrontación y la escalada emocional, crea sus propios maestros.
Imposible seguir sin rememorar a Belén Esteban, Jorge Javier Vázquez, Mila
Ximenez, Mariñas, María Patiño y tantos otros.
El método de
estos programas termina por arraigarse en todos los campos televisivos. Desde hace
varios años, he aventurado la hipótesis de que, ante una escalada de la
izquierda, a sus líderes les opondrán gentes como Lidia Lozano, Roncero y
semejantes. Este espectáculo requiere la virtud, no tanto de enunciar,
desarrollar o argumentar, sino, por el contrario, se trata de encajar golpes
dialécticos de los contrincantes, de manejar emociones, de sobreponerse a
situaciones negativas, de tener la capacidad de autocontrol, de remontar
situaciones adversas, de detentar la capacidad de atacar al interlocutor en sus
puntos débiles, de ser persistente, de controlar la comunicación no verbal, y,
principalmente, de saber fingir. La comunicación verbal en un escenario así se
disgrega en frases-zasca que estimulen a las audiencias contra el
enemigo-rival.
Este género
televisivo ha producido múltiples situaciones morbosas que han estimulado a las
audiencias. El vaso de agua arrojado por Pocholo Martínez Bordiú, los
escándalos protagonizados por Karmele Marchante y Mariñas, las pequeñas
crueldades ejercidas a la vista del público sobre personas más débiles. La
mentira es la competencia esencial de estos héroes, así que el polígrafo es el
artefacto favorito de estas contiendas. Un público extremadamente numeroso
permanece atento a los avatares de estos héroes de quita y pon de la
programación.
El éxito
incuestionable del Régimen del 78 en su ciclo de crisis entre 2008 y 2014,
consistió en mediatizar el acontecer político, deslocalizándolo de la calle y
otros espacios públicos, generando un género televisivo en el que distintos
tertulianos, expertos y periodistas estrictamente subordinados a las empresas
emisoras, dirimen sobre los asuntos públicos y se constituyen como un simulacro
de la rendición de cuentas. En ese proceloso mundo de las pantallas han crecido
distintos periodistas y maquinarias de relatos políticos. La relevancia de
Ferreras/Pastor y otros próceres en este universo es contundente. Han creado un
universo de significaciones compartidas mediante la que sus feligreses
interpretan los acontecimientos. Así, imponen sus significaciones y sentidos,
de forma que producen espectadores que se posicionan en favor de los distintos
protagonistas del simulacro.
La élite de
Podemos, con Pablo Iglesias, Tania Sánchez y otros atormentados agentes de
cambio, fueron absorbidos por las maquinarias mediáticas, para después ser
abandonados a su suerte, siendo denigrados en los mismos platós en los que se
arraigaron durante el tiempo prodigioso de la consumación de su mediatización
completa. Una peculiar forma del clásico de “seducida y abandonada”. Recuerdo
los devaneos de Iglesias, Monedero y otros en el programa de Ana Rosa, que ha
terminado, finalmente, siendo su verduga.
El llamado
debate de ayer, constituye un verdadero monumento iconográfico de la época.
Sánchez exhibiendo sus destrezas de vendedor a domicilio, acreditando su
conversión en un personaje de la prensa rosa y de vencedor sobre el ínclito
Pablo Motos. Feijóo mostrando sus capacidades como padrino de padrinos, que ha
cultivado en sus largos años gallegos. Su prodigiosa competencia de ser
completamente opaco y burlar el simulacro. Una conversación llena de
improperios, afirmaciones vacuas, ataques, defensas y simulaciones, todas ellas
regidas por el imaginario del polígrafo, que representa la esencia de ese
espectáculo.
Mientras
tanto, los mercaderes audiovisuales capitalizaban admirablemente los negocios
derivados de las amplias audiencias congregadas en torno a este combate del
siglo. Lo peor radica en la presencia de los politólogos de guardia que
pretenden asignar un sentido a las palabras de los luchadores. Este se
referencia en los programas y su factibilidad, en los argumentos y las cifras
que los avalan, y en la ilusión de que existe una comunidad de receptores que
reclama racionalidad y coherencia. Pero esto es imposible en un contexto así,
y, precisamente, el simulacro político tiene como finalidad crear una comunidad
ficticia, en la que los voyeurs son requeridos a identificarse con los expertos
y tertulianos, además de los políticos convertidos en muñecos de guiñol,
hablando por la boca de los operadores mediáticos. En este medio, el espectador
es transformado en un voyeur regido por sus impulsos y bajas pasiones.
Ese
simulacro político se encuentra regido por las reglas de la institución central
del tiempo presente, que es el mercado. Así, lo decisivo es determinar quién es
el ganador y quién es el vencido. Al modo de los grandes mercados de
pronósticos y apuestas -otra institución central- tras “el combate”, los
operadores mediáticos generan un coro de voces estridentes para determinar los
vencedores, al tiempo que las empresas demoscópicas crecen en sus carteras de
servicios. La gente común, los espectadores, son reducidos a la condición de
votantes de las preguntas y respuestas que cocina la nueva nobleza mediática y
demoscópica. La forma máxima de participación es votar a una respuesta
prefabricada por tan distinguidos expertos.
En estas
condiciones, la degradación del sistema es inevitable, teniendo lugar en un
tiempo acelerado. El sistema ha sido corroído desde dentro por los operadores
mediáticos, y el ejercicio de la ciudadanía es imposible en ese contexto. La
conversación pública está sobredeterminada por los dispositivos partidarios y
comunicacionales. Cualquier conversación externa a ese mundo, parece imposible.
Por eso confieso abiertamente que no tengo interés alguno en ser parte de esa
audiencia, y deliberar acerca de las medias verdades y la proliferación de ficciones
y mentiras que conforman esos discursos y esos personajes. Pero confieso que,
si se instaura el polígrafo, y además manejado por la inefable Conchita, me
uniré a la morbosa audiencia.
En
conclusión: las lúcidas palabras de Quintero que presagian tan bien el tiempo
presente. Sí, se trata de la creación de un gran público minimizado por la
estandarización cultural derivada del mismo medio. Como afirma un autor tan
acreditado como Sartori “El homo sapiens
está en proceso de ser desplazado por el homo videns, un animal fabricado por
la televisión cuya mente ya no es conformada por conceptos, por elaboraciones
mentales, sino por imágenes.” Y aún más, este mismo autor proporciona la
clave para comprender el cara a cara, cuando afirma que “Es necesario tener en cuenta que las elecciones también pueden matar
una democracia”. Sí, eso es. Este es un juego manifiestamente incompatible
con la idea de democracia. La política
televisada representa una factoría de nuevos fanatismos dotados de máscaras de
tolerancia, tal y como afirma Fernando Arrabal.
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