En estos
días de intensificación de las comunicaciones televisivas, estimuladas por la cronificada
campaña, un fantasma preside todos los decires: el sanchismo. Este es invocado
como una señal que anuncia una versión del mal político, manufacturado para
públicos preferentemente audiovisuales, acríticos y cultivados por el miedo
industrialmente fabricado por los dispositivos mediáticos de la derecha. El
sanchismo es un producto de la época, una construcción que nace
inseparablemente vinculado a la videopolítica, adquiriendo así sus rasgos. No
se trata de un discurso escrito, sino, por el contrario, de un fragmento
audiovisual manoseado por la cadena interminable de presentadores,
comentaristas y expertos.
Parece
inevitable que el sanchismo sea, de este modo, un producto comunicativo de baja
definición, susceptible de ser reinterpretado emocionalmente por diversos
públicos. Ciertamente, esta construcción de los operadores mediáticos remite a
algunos hechos empíricos, pero el producto final acusa los impactos de la
elaboración por los ínclitos cocineros. La consecuencia de su baja definición
es su contribución a una polarización inevitable, por parte de audiencias
labradas repetidamente por un apriorismo que envenena los procesos de
comunicación.
El sanchismo
como producto mediático, mantiene un vínculo fuerte con los procesos mediáticos
de fabricación del enemigo. Sánchez es producido como el enemigo ideal, dotado
de todo el cuadro de rasgos perversos asociados a él. Cualquier enemigo de envergadura se encuentra
dotado de la competencia de ocultar sus maldades. De ahí que la comunicación
mediática invite a leer a los villanos, no tanto por su fachada, sino por
aquello que mantiene oculto. Así, las
comunicaciones políticas se encuentran determinadas por lo que se presume como
realidad oculta, que trasciende las apariencias. El clima político deviene
irrespirable en estas condiciones.
La
construcción semio-política “el sanchismo” se encuentra vinculada a todos los
demonios imaginables. Así Sánchez es definido como una extensión de los
enemigos proverbiales de la mismísima España. Se trata de un vínculo fuerte de
los nacionalistas aspirantes a su destrucción, así como un aparejo de la
ínclita ETA, resucitada simbólicamente como recuerdo de los sangrientos
episodios que promovió, y a la que se le adjudica el estatuto de eternidad. La
demonización de los nacionalismos imprime a la política una emocionalidad
insuperable, de modo que trasciende la puja entre distintos proyectos
políticos. Este es el territorio en el que Sánchez adquiere el perfil de un
traidor a lo sagrado y un diablo dotado de la capacidad de destruir lo
esencial.
Desde mi
perspectiva de sociólogo el sanchismo es otra cosa diferente. Ciertamente, el
liderazgo de Sánchez, tanto en el PSOE como en el Gobierno, ha sido
pronunciadamente cesarista. Las imágenes de las reuniones de los
parlamentarios, de los comités federales y las reuniones partidarias alcanzan
una unanimidad férrea. El partido es un monolito inquietante en el que
desaparece cualquier pluralidad. De cuando en cuando alguien abandona el barco
en silencio, como Odón Elorza, o los viejos dirigentes hacen declaraciones
críticas ante los medios. Las viejas barreras entre los partidos
socialdemócratas y los partidos comunistas clásicos se han derrumbado en favor
de un despotismo común monumental. La
derrota electoral del 28 no fue ni siquiera comentada por tan unitario
conglomerado en formación frente al líder providencial.
El
sanchismo, contemplado desde una perspectiva histórica, representa la irrupción
en el espacio político de la forma organizativa, acompañada de sus
racionalidades y métodos, de la empresa postfordista. Así, el PSOE, que ha sido
una organización política dotada de la singularidad que otorga una institución
política, portadora de un sistema de relaciones entre su dirección, su
intelligentsia, su aparato, sus extensiones territoriales y sus electorados, es
transformada y reducida a una empresa por los imperativos del cumplimiento de
sus finalidades, ganar las elecciones y gobernar a cualquier precio. No
conseguir este objetivo e instalarse en la oposición representa la quiebra. Esto
es lo que representa verdaderamente el sanchismo, la llegada al partido de este
modelo e ideología empresarial.
Se trata de
una conmoción en su entorno que tiene un impacto enorme en su interior. La
nueva forma-empresa, disuelve los residuos de su vieja intelligentsia, ahora
dispersa por la universidad y otras instituciones de producción de
conocimiento, para ser reemplazada por los equipos expertos en comunicación
política. La naturaleza del papel que estos juegan en el partido y su entorno
es radicalmente distinta. La trayectoria atormentada de Iván Redondo ilustra
acerca de su inocultable carácter mercenario al servicio de la dirección. Así
se produce un proceso de eliminación drástica de la pluralidad. Solo queda la
dirección del césar y sus expertos. El ejemplo de Sumar es elocuente. Yolanda
Díaz dice “mi equipo” para referirse a la configuración “Sumar”. La democracia
como forma política ha sido desplazada en la izquierda del presente por la
tecnocracia dura, que reduce las opciones y solo considera los resultados.
El segundo
factor esencial radica en la fusión entre la política y la comunicación, que
también es un rasgo esencial de la nueva producción. Los resultados de una
gestión remiten a su validez por parte de los electores. Así se explica la actuación
los últimos años del gobierno más progresista de la historia. Una Ley como la
del Sí es Sí, es válida en tanto que sea percibida favorablemente por el
electorado. Al igual que las distintas reformas producidas. No importa tanto
que el Ingreso Mínimo Vital no llegue a una parte muy importante de sus
supuestos destinatarios, sino que este sea percibido por las audiencias
mediáticas como parte de una gestión de la comunicación, que adquiere la
naturaleza de una comunicación de guerra. En ese ambiente es imposible que
tenga lugar cualquier indicio de autocrítica.
Entonces,
Sánchez representa la llegada a la esfera política de algo similar a lo que se
ha definido como turbocapitalismo. Se trata de una aceleración inmensa y una
intensificación de la gestión de las apariencias. Desde esta perspectiva se
puede comprender la lógica con la que ha operado. Tras su elección como
presidente del gobierno carecía de una mayoría que lo respaldase efectivamente.
Entonces deviene en capitán industrial intrépido y decide constituir un
conjunto de alianzas que le otorguen una mayoría parlamentaria. Así su alianza
con Unidas Podemos en el gobierno y con los nacionalistas en el parlamento.
De esta
forma, cada medida tiene que ser sometida a un conjunto de negociaciones en las
que los pequeños partidos adquieren una preponderancia inusitada y obligan al
patrón a la imposible gestión de la desmesura. La interminable secuencia de
decisiones se ve abocada a promulgar el indulto a los políticos catalanes
protagonistas del chapucero final del procés, así como a la asunción de las
modificaciones legales en el vetusto delito de sedición. Una vez instalado en
esta situación, es imposible la vuelta atrás, De este modo, se ve impelido a
continuar adelante, aún a pesar de que es calificado por sus rivales de la
derecha como enemigo sagrado (el sanchismo) y de que origina unos daños
irreparables, tanto en su partido, como en su entorno y sus bases.
La dinámica
del ejercicio del gobierno en esas condiciones, obliga a reforzar la magia de
la comunicación basada en las fantasías. Al no tener una mayoría solvente, sus
medidas pierden efectividad y muestran su fragilidad. Pero en un sistema
político tan “empresiarizado”, no es posible la comunicación efectiva con sus
bases sociales. El triunfalismo desmesurado de sus comunicaciones lo empuja
hacia la magia política. El resultado es que, la gran mayoría de medidas
tomadas por el gobierno se implementan, al igual que muchos productos
comerciales, como medias medidas y con truco y sorpresa para no pocos
destinatarios. Las relaciones con sus bases políticas se problematizan
inquietantemente.
La gestión
de gobierno deriva a un conjunto de decisiones y jugadas audaces, sobrecargadas
de efectos no deseados y riesgos de involución. Su gestión comunicativa en el
contexto de los operadores de la videopolítica representa, en no pocas
ocasiones, un aventurerismo que se instala en la antesala del suicidio
asistido. En un entorno de estas características, demonizado por la oposición,
solo le queda la opción de satanizar a sus adversarios mediante la recuperación
de las etiquetas asociadas al fascismo. De ahí resulta una situación política
inmanejable, en tanto que genera pérdidas en sus apoyos y bases sociales.
Una
dimensión esencial de la forma-empresa que representa el sanchismo es la
temporalidad. El modelo temporal del mercado remite a la glorificación del
presente en detrimento del medio plazo, así como la eliminación del largo
plazo. Esto es lo que ha hecho Sánchez. Ha realizado un salto prodigioso y
arriesgado componiendo una mayoría que le exige un precio imposible, como es el
caso de la manida sedición. De este modo ha sacrificado el futuro y ha
debilitado el potencial político de sus apoyos por la permanencia en el
gobierno. Las últimas elecciones municipales y autonómicas certifican la ruina
de su propio feudo.
Mantener el
bloque de la investidura le ha llevado a ejercer de ingeniero en la izquierda
más allá de sus fronteras. La invención de Sumar como artefacto al servicio de la
repetición de una renovada mayoría, con la consiguiente demolición de Podemos,
representa una osadía en su línea de quemar las naves. La burbuja de Yolanda
Díaz y sus dieciséis enanitos le puede estallar en las manos tras las
elecciones. Parece inevitable la rememoración del turbocapitalismo español en
los años ochenta y noventa, con las actuaciones estelares de Javier de la Rosa
y otros prohombres audaces que amasaron grandes fortunas sobre los cadáveres de
grandes empresas. Esta historia de ahora tiene un guion semejante.
Desde la
perspectiva que he enunciado se hace inteligible cómo, en el final de la
escapada, Sánchez tiene que confrontar en las televisiones, no con los líderes
de la oposición, sino con la aristocracia de los comunicadores. Representa un
terremoto en la comunicación y los señores prevalecientes en ese campo han
terminado por asumir la oposición. No es de extrañar que estos terminen por
implementar un juicio mediático para impugnar la veracidad del temerario
capitán Sánchez, que resiste ante las cámaras el argumento de que su voluntad
al modificar el delito de sedición es modernizar el código penal.
Escribiendo
este texto he recordado una película clásica de empresario intrépido, “Pozos de
ambición”, de Thomas Anderson, que sobre la novela “Petróleo” de Sinclair,
cuenta los avatares de un empresario despiadado que logra su fortuna mediante
varias destrucciones añadidas. Este es el problema que suscita el malabarista
presidente. La pregunta de oro es la siguiente: ¿Después de Sánchez, qué?
Porque mi hipótesis fuerte es que, si pierde las elecciones del 23, abandonará
el campo y las frágiles edificaciones de la izquierda se derrumbarán. Él, que
manifiesta su preocupación acerca de cómo lo recordarán, será rememorado como
el hombre que consiguió el prodigio de cargarse la oposición al PP, y eso en
pleno mandato de su gobierno.
Así pasará a
la historia, pero no la de los sucesivos gobernantes, sino a la larga letanía
de los grandes próceres de la gestión empresarial, muchos de los cuales
rivalizan con él en su capacidad destructiva. Creo que le llaman “creación
destructiva”. El PSOE tras él será un conjunto de ruinas y cascotes.
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