Soldados, no os rindáis a estos
hombres que en realidad os menosprecian, os esclavizan, reglamentan
vuestras vidas, os barren el cerebro, os engordan y os tratan como ganado y
como carne de cañón, por un mundo nuevo, digno y noble, que garantice
a la juventud un futuro y la vejez, seguridad
Charles
Chaplin. El barbero judío
Llevamos cadenas, aunque nadie las
vea, y somos esclavos, aunque los hombres nos llamen libres
Oscar
Wilde
He celebrado
gozosamente la supresión final de la mascarilla, que ha tenido un largo y
aciago final por etapas. Recuerdo su expiración en el transporte público, en el
que cada día se incrementaban los indóciles que liberaban sus rostros. Ahora,
la mascarilla ha caído con su lenta agonía en las farmacias, en las que
proliferaban distintas gentes malmandadas que se excusaban tímidamente por no
llevarla con la tolerancia de los empleados, atentos a la maximización de las
ventas por encima de cualquier otra consideración.
En ambos lugares
he contribuido activamente a debilitar la norma mediante una discreta, pero
firme omisión. En un autobús en Madrid, fui requerido por el conductor a cubrir
mi rostro. Cuando me ubiqué al final del vehículo, mantuve mi rostro liberado
de tan insalubre e inmundo trapo. Con el paso de los minutos pude constatar el
sentimiento punitivo de los enmascarados que me rodeaban, que estalló cuando al
llegar a mi parada de destino, salí del vehículo obsequiado con algunos
improperios pronunciados por los múltiples policías de la conducta que
propician las normas punitivas y las estrategias del miedo.
La
imposición de la mascarilla es una de las medidas más importantes de la desindividuación
y despersonalización que practicó el poder global sobre la atribulada población.
La suspensión del rostro limita severamente las relaciones personales,
introduciendo un principio de sospecha en las interacciones entre las personas.
Junto con la distancia personal obligatoria, instituye un orden social que
supone un riguroso estado de excepción relacional, que corroe todos los
espacios sociales. Al igual que en otros aspectos, el gobierno de la pandemia
tiene lugar según un doble registro: Lo estrictamente sanitario y lo político
referido a la gubernamentalidad. De su fusión nace la gubernamentalidad
epidemiológica que neutraliza los espacios e instituciones sociales ordinarias
para reemplazarlas por conglomerados artificiales constituidos con el fin de su
vigilancia y gestión, además de reconvertir a las personas en unidades contables
y agregables, susceptibles de ser
reintegradas en agregados estadísticos.
La
mascarilla ha sido el símbolo de este experimento de gobierno que ha asolado a
las poblaciones e instituido nuevas formas de gobierno. La principal
consecuencia es la imposición del complejo experto, que se toma la licencia de
gobernar la totalidad de la vida cotidiana de la población, primeramente
confinada y encerrada, y,
posteriormente, hiperregulada en sus prácticas de vida y movimientos. La
autonomía de las personas es denegada y la dependencia de las conminaciones
expertas alcanza niveles inquietantes. La refundación de una nueva forma de
gobierno autoritaria, comparece con todas las intensidades imaginables.
Desde el
principio de la pandemia, me posicioné crítica y activamente ante la peculiar
confluencia del modo de gobierno autoritario dotado de un rostro salubrista; el
éxtasis mediático y digital; la ascensión de los expertos en seguridad; la
nueva hipermedicalización y el estado inerme de la sociedad. Escribí muchas
entradas en este blog. En varias de ellas aludo a las mascarillas, pero hay
tres entradas específicas referida a ella. Hoy las quiero reivindicar aquí. Las
he vuelto a leer y las volvería a escribir así. Recomiendo su relectura en
estos días de funeral del sórdido trapo.
La primera es “Microsociología de la mascarilla”, publicada en mayo de 2020. En esta expongo los sentidos de este artilugio de control y sus contextos. El segundo es "La pandemia, la mascarilla y el territorio íntimo de los bolsillos”, en junio de 2021. En esta, tomo como referencia la potestad que se arrogan los poderes en situaciones críticas de seguridad para vaciar e inspeccionar los bolsillos de los ínclitos súbditos. Esta es una situación de máxima asimetría en la vida social. La última es “Lamascarilla en exteriores como simulacro epidemiológico”, en diciembre de 2021. Se analiza la progresiva retirada de los espacios abiertos para conservar el control de los cerrados.
He visitado
tres hospitales con la jubilosa intención de transitar por sus pasillos
mostrando mi rostro. La inmensa mayoría de los pacientes continúa haciendo uso
de la mascarilla, en una apoteosis securitaria que remite a la eficacia del
estado de excepción político-sanitario que tuvo lugar en la pandemia. Así se acredita
la lúcida afirmación de Franz Gillparzer “Las cadenas de la esclavitud sólo
atan las manos: es la mente la que hace al hombre libre o esclavo”. Las mentes
de los atemorizados están regidas ya por automatismos mecanizados coherentes
con las conminaciones basadas en el temor. Y, ciertamente, los profesionales del
complejo experto que ha gobernado la pandemia, entienden esta medida como
provisional, en tanto que su experimentación del gobierno epidemiológico, en el
que quedaban suspendidas las instituciones de la sociedad y reducidas a
unidades de gestión las personas, expresan añoranza de este experimento
salutopolítico, en el que han ejercido su preponderancia sin contrapesos.
En uno de
los hospitales que visité ayer, pregunté a una enfermera si podía circular sin
mascarilla. Su contestación fue una joya del imaginario salutopunitivo: “Sí, es
opcional, pero sea responsable y aténgase a las consecuencias de no ponérsela”.
El tono de reproche con el que acompañó esta frase fue antológico. También las
escasas intervenciones de los expertos salubristas que proliferaban sus
presencias en las pantallas. Todos advierten, en un tono inocultable de recriminación,
que muchos de nosotros somos irresponsables y que la exhibición de los rostros
solo es un paréntesis que conduce a la siguiente pandemia, en la que volveremos
a ser hipergobernados e intervenidos por tan providencial dispositivo de
gobierno. En sus declaraciones oficiales, la OMS no puede ocultar su nostalgia pandémica, que le llevó a la
centralidad política y social.
Los rostros tapados con los que me he encontrado en estos días en los hospitales, representan el máximo de la socialización disciplinaria, esto es, no es precisa la presencia de sus vigilantes, en tanto que han internalizado integralmente sus conminaciones y normas. Sus mentes registran los impactos del gobierno securitario de choque. Se puede decir que se encuentran marcados de por vida, asumiendo su estatuto de supervivientes por la gracia del complejo experto que les salvó de la muerte. Ellos emiten señales de sumisión para ser reconocidos como gentes de bien, diferenciados de los incrédulos , indisciplinados, veleidosos y aventureros que comparecen en las televisiones como emanación del peor virus posible: el negacionismo, convertido en la última versión del satanismo. Así representan la pureza de la obediencia y la apoteosis de la fe en los expertos que habitan en las pantallas. De ahí la validez de la afirmación de Chaplin que encabeza este texto. Sí, barren el cerebro de los más indefensos.
Fueron muchos y muy diversos los estudios -ignorados- que demostraron la escasa o nula eficacia de la mascarilla en infecciones respiratorias víricas, por lo que un virus que representa la milésima parte de un cabello humano "atraviesa" con suma facilidad los poros de cualquier mascarilla. Una medida más política que sanitaria.
ResponderEliminarUn saludo.