Las
recientes elecciones municipales y autonómicas han reiterado y amplificado un
fenómeno inquietante, la conversión de la política convencional, entendida como
una actividad presidida por la racionalidad de medios-fines, en un campo en el
que crecen los discursos y las prácticas referenciadas estrictamente en la
magia, en los que se disipa la racionalidad. Así se homologan con los modelos
imperantes en el mercado, en el que los productos y servicios se presentan
envueltos en un halo mágico, y la producción deviene en comunicación persuasiva.
Del mismo modo, la comunicación de los partidos, y principalmente los actos
partidarios, prescinden de la razón para facturar un conjunto de sortilegios y
encantamientos basados en discursos y procedimientos que se referencian en lo
sobrenatural y estrategias comunicativas dirigidas a estimular las emociones y
seducir a los destinatarios convertidos en feligreses.
La
reconversión de la política a la sociedad del espectáculo en la fase de la
digitalización, tiene como consecuencia una inquietante regresión de lo
discursivo, en favor de las puestas en escena que configuran un show en el que
los públicos congregados en los actos partidarios adquieren una dimensión
tétrica. Los mítines y presentaciones se conforman como espacios cerrados al
exterior en donde se ensayan sortilegios, encantamientos, bendiciones y
maldiciones por parte de los congregados. Es imposible estar presente en los
mismos sin interiorizar los preceptos partidarios forjados en la adhesión, la
incondicionalidad y liberados del penoso deber del raciocinio.
Recuerdo las
primeras campañas de los años setenta. Algunos líderes actuaban como verdaderos
videntes, generando sermones virtuosos, dirigidos a la estimulación de la fe de las
audiencias. Muchos de ellos actuaban poéticamente, recurriendo a metáforas
vistosas y recursos orales basados en la sorpresa de los receptores. Pero,
junto a estos, comparecían algunos líderes argumentativos, que exponían
discursos referenciados en el análisis de las situaciones, la definición de
escenarios de futuro y la ponderación de las estrategias. El ejemplo del
entonces exitoso PSOE era paradigmático, en el que sus líderes se repartían los
papeles. Las racionalizadas intervenciones de González se contraponían con las
de Guerra, que estimulaba la infantilización de sus receptores deseosos de un
castigo simbólico a los enemigos, solicitando la aflicción imaginaria mediante
la repetición del “Dales caña Alfonso”.
Con el paso
de los años han decrecido los argumentativos y se han expandido los antaño
poéticos, ahora convertidos en insultadores, y también los augures, conformando
una verdadera regresión político-electoral, que termina en un déficit general
de inteligencia. Las sesiones de las instituciones y los programas de “debate”
en las televisiones, presentan un panorama desolador. Y no digamos nada del
furioso intercambio de mensajes, vídeos, memes y tuits. Lo más sustantivo de
este espectáculo radica en la centralidad de los gabinetes de comunicación de
los partidos que imponen sus argumentarios a los contendientes, de modo que
todos son condenados a la insigne función de repetir. El espacio público se
envenena y los públicos disminuyen al tiempo que se fanatizan.
Un ejemplo
de la toxicidad de la comunicación es la campaña con el lema de “que te vote
Chapote”. Esta ha sido asumida por determinados públicos, que la reproducen
incesantemente convirtiéndola en un insulto etiquetado que agota la voz de sus repetidores,
colmando su propuesta. Esta termina en una etiqueta que se petrifica impidiendo
incluso el desarrollo de la mismísima enunciación. El resultado es una
comunicación que adopta la forma hegemónica de las pedradas. El juego radica en
tirarse piedras los unos a los otros. La saturación de los públicos no
involucrados con los fornidos y avezados contendientes, entregados al
intercambio de pedradas, es inevitable.
Los
“debates” entre líderes en las instituciones filmados por las cámaras y
repetidos hasta la saciedad en el entramado de canales que conforman
televisiones y redes, representan una desviación intolerable de su propia
función. Los encuentros en el Senado entre Sánchez y Feijóo son insufribles, en
tanto que ambos lo internalizan como un verdadero juego de guiñoles, en el que
exhiben el personaje por encima de los argumentos. Lo peor radica en
preguntarse qué concepto tienen de los espectadores. Y sí, actúan como si los
mismos fueran la extensión de los menguados asistentes a los actos partidarios,
caracterizados por su entrega total. La sobreactuación es la norma de estas
comunicaciones. Todas las discusiones públicas adquieren el carácter de duelo.
Así se conforman múltiples parejas que requiere el espectáculo de la
confrontación. La de Ayuso y Mónica García alcanza el éxtasis catárquico para
las menguantes parroquias de ambas.
La
consecuencia de este dislate es que los actos partidarios alcanzan el punto
máximo de cierre al exterior. Crean un mundo en el que la homogeneidad alcanza
cotas cosmológicas. Todos listos para aclamar y aplaudir. La homologación con
la hinchada partidaria es inevitable. Los rituales de saludos, de usos de los espacios,
de gestualidades y de frases hechas son encomiables. Las liturgias de los
líderes y del propio público; la coordinación perfecta al estilo de los
públicos en los platós bajo la batuta del realizador; las conjuras al enemigo y
a las amenazas subterráneas, un acto partidario se asemeja a un ritual de una
secta homogénea. Cualquier persona ajena que estuviera presente sentiría
intensamente el espesor de la frontera que separa el mundo y el acto.
El 9 de
septiembre de 2013 publiqué en este blog mi primera entrada sobre los partidos
políticos. Su título fue “Los espíritus de la sede”. Esta se remitía al espacio
íntimo de un partido político que era la sede, en donde tenían lugar
intercambios comunicativos que conducen al monolitismo y el cierre al exterior,
potenciando los procesos de producir significaciones compartidas. Afirmaba que
“Se trata de la sede, ese espacio que se
transforma en la cadena de frío de la reflexión, donde se incuba un nosotros
que conduce a comportamientos que no pueden ser definidos de otro modo que de
fanatismo. En las sedes tienen lugar las relaciones cara a cara que conforman
el cierre partidario al exterior, el debilitamiento de cualquier canal de
comunicación con el entorno, la defensa de lo común compartido, resultante de la
puja por la apropiación de espacios en las instituciones de gobierno”. La sede se ha debilitado por la progresiva
digitalización, siendo reemplazada por las redes sociales.
En esta
última campaña se ha exacerbado la magia y la hechicería. Los mítines devienen
en actos en el que los magos pronuncian sermones que pretenden producir efectos
sobre la realidad mediante procedimientos sobrenaturales semejantes a los
conjuros. Así, los líderes que concitan un
apoyo no mayor de un 10% son presentados como futuros alcaldes o
presidentes. El lema de los partidos minoritarios es el “salimos a ganar”.
Estas afirmaciones inscritas en la mística o la brujería son celebradas allí
por los receptores con vítores, lágrimas, emociones intensas y liturgias de
adhesión. Estas comunicaciones mágicas que trascienden lo empírico son asumidas
incluso por contingentes profesionales con fomación científica. El problema
principal estriba en que quien se traga festivamente discursos delirantes
carece de competencia para evaluar los resultados, en tanto que la realidad
termina llegando inexorablemente.
En los actos
partidarios tiene lugar una mágica transfiguración de la conciencia y de la
realidad. La comunión entre los magos y los públicos enfervorizados es
inquietante. Por eso se puede afirmar que las comunicaciones de la campaña y,
en particular, los actos partidarios, representan una involución que representa
un momento de escisión del mundo real. Sobre esta ficción se constituyen las
instituciones políticas resultantes de esas confrontaciones imaginarias que son
sintetizadas en las sesiones de control de los miércoles, que restituyen los
imaginarios de las campañas y los duelos en formato de los cuadriláteros de
lucha libre.
El proceso
de hechizamiento de los públicos partidarios inicia una espiral fatal. Termina
por extenderse a todos los órganos del partido y a sus extensiones mediáticas.
La reunión de Sánchez con el conjunto de diputados y senadores del partido fue
antológica como acto de brujería, consiguiendo anular cualquier reflexión sobre
la derrota electoral. También la izquierda más allá de este. Vivo en un medio
en el que la inmensa mayoría acepta los falsos preceptos de los brujos con
naturalidad, esperando, al igual que en el fútbol, un gol providencial que
cambie el signo del partido. La crisis de racionalidad alcanza niveles
estratosféricos, que han superado a los imperantes en el franquismo de mi
infancia y adolescencia, en los que frente a graves problemas estructurales se
evocaba la llegada de la primavera, así como otras metáforas triunfales.
Me pregunto
si volveré a ver una nueva promoción de políticos argumentativos, que
trasciendan el espectáculo bochornoso que tiene lugar en el presente.
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