Tras los
avatares de la campaña electoral en curso, con su carnaval de imágenes diario y
los decires de la nueva clase tertuliana, se esconde un acontecimiento que
marca una época. Se trata del declinar irreversible y definitivo de una élite
fundamentada en el fosilizado imperio ilustrado de la letra escrita, y su
reemplazo por una nueva élite que funda su liderazgo en el manejo de
competencias comunicativas y artes escénicas menores. Los vetustos líderes
dotados de cierto espesor discursivo son relevados por gentes dotadas de
ciertas competencias teatrales.
La banalidad
de los discursos se acompaña de una apoteosis de la explotación de los cuerpos
y los rostros de una nueva generación de políticos plagiadores de los
periodistas que reinan en el mundo de las audiencias. El caso de la señora
Guardiola, del PP de Extremadura, alcanza el éxtasis. Modifica su discurso, que
está tomado de fragmentos de tertulias, según las circunstancias, carente de
cualquier pudor, pero, ciertamente, explota admirablemente su cuerpo, su rostro
y sus tonos de voz, que son válidos para defender elocuentemente, en el sentido
audiovisual, cualquier posicionamiento.
El
presidente Sánchez constituye otro ejemplo de locuacidad audiovisual en sus
tormentosos encuentros en las instituciones parlamentarias. El débil armazón
argumentativo de sus intervenciones se contrapone con la profusión del espesor
comunicativo de su puesta en escena, de modo que la comunicación no verbal
formidable tiende a sustituir a la famélica comunicación verbal. Así, este
prohombre ha terminado prodigándose en duelos audiovisuales con sus
adversarios, que no son los ínclitos líderes de la oposición, sino los
conductores de programas avalados por amplias audiencias. El de anoche con
Pablo Motos, tras sus encuentros con sus esbirros de la Ser o La Sexta, fue
antológico. Un combate en el que las dos partes desarrollaban estrategias de
sorpresa, con la intención de asestar un golpe simbólico al oponente, para que
este lo acusase en sus subsistemas comunicativos corporales. A eso le llaman ahora “colocar los mensajes”.
En un
sistema político en el que la condición de cualquier liderazgo es ejercer como
un conductor de la televisión, el caso del señor Feijoo es antológico. Este, es
un sumatorio de todas las sobriedades imaginables. A las discursivas
programáticas se añaden las comunicativas. Esta austeridad contrasta con el
apoyo formidable que obtiene del sistema mediático. Su presencia en los
programas televisivos ilustra verdaderos episodios de la última versión del vasallaje.
Sus gabinetes de comunicación le advierten de que su punto fuerte no es tanto
decir, sino, por el contrario, callar y esperar el desgaste de sus adversarios,
basado en sus propios errores. Recuerdo a la élite de los Aznar, Trillo, Rato,
Cascos, Gallardón y otros en los años noventa. Esta era superlativamente
discursiva, prodigándose en una oposición dura y argumentada, sustentada en
largas intervenciones parlamentarias.
Ahora el
sistema se ha modificado sustantivamente. Este es el reino de la televisión en
el que los videos y fragmentos audiovisuales sustituyen integralmente a los
textos y discursos. El caso de Yolanda Díaz es paradigmático. Se ha creado una
imagen de marca política sin proponer nada nuevo. Su discurso está compuesto
por pedazos de cachos, pedazos, trozos de discursos desechados y acumulados en
el desván de la izquierda. Se trata de presentar un conjunto de medidas
inconexas que tengan un impacto sensorial entre los saturados electores. El
caso de Vox es semejante. Este se nutre en sus visitas a los viejos desvanes
del franquismo y los de las extremas derechas de Europa.
Pero no solo
los líderes partidarios se someten a los imperativos de la condición de
feudatarios mediáticos, sino que, este letal proceso se extiende a todos los
sectores instalados en los aparatos culturales. El espectáculo del dominio
aceptado por las gentes vinculadas a la producción de pensamiento, literatura o
arte, en sus presencias televisivas es asombroso. Estos se encuentran
completamente domesticados, de modo que son anulados en favor de los
conductores televisivos mediante encuentros en los que se someten a los guiones
y pautas de tan notorios señores de la televisión.
Así, en el
inicio de la democracia, la clase pensante estaba constituida por gentes como Cela,
Umbral, Saramago; Arrabal, Alfonso Sastre, Sánchez Ferlosio, los Goytisolo,
García Calvo y otros destacados componentes de los mundos del pensamiento y la
cultura. Cuarenta años después, El espacio público es un sumatorio de
audiencias de Ana Rosa Quintana, Susana Griso, Carlos Herrera, Alsina, Angels
Barceló, Aymar Bretos, El Gran Wyoming, y varias decenas de comunicadores. Este
reemplazo de la élite influyente explica muchos de los procesos en curso, entre
otros, el ascenso de varios microfascismos recombinados y el deterioro de las
instituciones, de la que es campeona un año tras otro, la Universidad.
Recuerdo a
mis profesores al final de los sesenta en la Complutense: Javier Muguerza, al
que teníamos un respeto casi religioso; José Luis Sampedro; Paulino Garagorri;
Luis Angel Rojo, Carlos Moya y tantos otros. Todos ellos pertenecían a una
élite intelectual y profesional en tanto que la acumulación de conocimiento,
lentamente labrada era inocultable. A pesar de su alta posición, asumían en su
integridad la condición de profesores y se desempeñaban en las clases como
cualquier otro profesor. La masificación de la universidad en los ochenta
desplazó a toda la generación de maestros, configurando un extraño supermercado
académico regido por la ley de quien puede evadirse de la docencia, lo hace.
Por eso me
ha encantado recuperar en Youtube un vídeo célebre de un encuentro en la tele,
entre Mercedes Milá y Paco Umbral, en el que este expresa su protesta, tras ser
invitado a presentar su último libro, a un programa en el que es sometido a las
reglas de la presentadora. La lectura de este desde la perspectiva de hoy, es
abrumadoramente crítica con Umbral, al que se percibe como la persona que
encarna el principio aristocrático cultural. Mi lectura es inversa. Lo entiendo
como una protesta contra el dominio de los comunicadores que relega al autor y
su obra en favor de una conversación dispersa y ultradirigida por la directora
del programa. En particular, cuando posterga al mismo autor para dar la palabra
a un miembro del público y Umbral dice la gran verdad: que este no había leído
el libro.
Este es un
documento audiovisual antológico que muestra la resistencia de esta vieja élite
cultural a ser relegada por los animadores televisivos. Cuando se reafirma en que él mismo ha escrito
el libro y sostiene una columna diaria de opinión está desvelando la gran
verdad. Recuerdo que, al final de los años setenta, asistí en Santander a un
acto de Agustín García Calvo. Este desplegó su sabiduría en la intervención. El
impacto que tuvo en algunos de los asistentes fue enorme. Yo lo sigo releyendo
hoy, tantos años después. Este defendió con su reserva argumental, la validez
de la vida ordinaria frente a la intervención del Estado y el Mercado.
Tras el
acto, se suscitó una conversación sobre las cuestiones que había planteado
entre los amigos que habíamos asistido. Recuerdo que en esta cháchara planteé
la cuestión esencial. La pregunta pertinente para Agustín, sería que dijera
cuántas horas trabaja, así como su sostenibilidad. Es decir, que se presume que
llevaba varias décadas de trabajo intelectual constante y sostenido, lo que le
proporcionaba esa perspectiva que fascinaba a sus audiencias. Lo mismo me ha
ocurrido con mi amigo Juan Gérvas, el médico. En una conversación con algún
estudiante de medicina en Granada lo suscité. La pregunta que nadie se atreve a
hacer sería esta: Cuántas horas trabajas diariamente y durante cuánto tiempo
para tener esta perspectiva. Se puede acompañar con otras del tipo de ¿tú comes
todos los días tres veces y pausadamente?
La vieja
élite en trance de extinción se basa, no sólo en su inteligencia y capacidades,
sino, primordialmente, en su trabajo continuado. Así que en sus presentaciones
en actos públicos este es un factor difícil de ocultar. La nueva élite de
presentadores tampoco puede ocultar que sus esquemas representan una delgada
capa de barniz sujeta a las contingencias climáticas, corriendo peligro de
demolición. Su potencia radica en el dominio de la comunicación persuasiva pura
y dura, que ilustra la célebre frase de “vale igual para un roto que para un
descosido”.
Este proceso
de relevo de élites tiene consecuencias macroscópicas para toda la vida
cultural y social. El aristocratismo de la vieja élite suscitó críticas que
amparaban una revancha de los públicos receptores. Todo ha terminado en la
nueva dictadura de los presentadores. Un colectivo dotado de la virtud de
seducir, fascinar, entretener, divertir y excitar a las audiencias. Su
relevancia y centralidad en la vida de las sociedades mediáticas implica un
factor de ineludible decadencia.
Este es el
fantástico vídeo en el que Umbral percibe los peligros del nuevo medio.
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