Contemplo
alucinado el devenir de la campaña electoral, en la que se multiplican los
hechizos y las ensoñaciones, puestas en escena ante un público entregado a los
oradores, que comulga con los discursos de la milagrería política. Así, el
“Vamos a Ganar”, así como aclamar como presidente al candidato de turno,
significa, en muchas ocasiones, multiplicar por tres, cuatro o cinco los
resultados obtenidos en las recientes elecciones de mayo. Enfrentados a una
grada vociferante e incondicional, cada uno pone en marcha su fantasía
prodigiosa para prometer medidas portentosas en un presente plagado de miserias
y límites. No quiero poner ejemplos concretos aquí, pero la campaña electoral
es cada vez más un acto de hechicería que expulsa lo empírico de los discursos,
auditorios y platós.
Lo más
fascinante de esta feria de las ensoñaciones radica en los públicos
aplaudidores y aclamadores. Estos son inasequibles al desánimo y terminan por
sustituir al conjunto del electorado, que se muestra distante con este
espectáculo, y solo participa en él en tanto que representa un sufragio que
dictamina a unos vencedores y unos vencidos, que se confrontan según los
métodos hegemónicos de la telerrealidad, es decir, como un juego de egos. En
este ambiente, es ineludible repensar el problema de la incondicionalidad,
llevada al extremo del fanatismo. De ella resulta la paradoja del
distanciamiento de grandes sectores sociales de la política, que se simultanea
con la fanatización de los menguantes públicos que pueblan los actos partidarios
y componen los fondos de las fotos.
Sin embargo,
y pese a las evidencias, los operadores de la videopolítica imperante,
funcionan mediante modelos de mercado que priorizan la captura de un público
caracterizado por su fidelidad a la marca. Este, es el principio que constituye
el proceso de fanatización. Los medios operan en esta dirección y han
suplantado a antigua la intelligentsia, que ahora aspira a expandirse en los
rincones del sistema mediático con su nueva máscara de expertos. De esta manera
se disuelven los contrapuntos. Los tertulianos y columnistas digitales se
adscriben a un partido en liza, para transformarse en una parte de él.
Me hace
pensar la decadencia de la vieja izquierda. Un personaje como Yolanda Díaz
mantiene unos discursos de un nivel argumentativo desolador. Se presenta en
actos partidarios en los que están presentes varios cientos de pobladores en
distritos de varios cientos de miles de votantes, y en los que sus resultados,
en la serie de votaciones anteriores, nunca ha superado el 10%. Al afirmar que
“vamos a ganar”, acompañado de viejas liturgias de exaltación colectiva
compartidos por los cofrades presentes, supone que la magia va a multiplicar
por cuatro los resultados anteriores. Lo peor no es que los emocionados súbditos
participen en ese sortilegio político, sino que todos se arrogan la
representación del barrio o distrito, en un acto de trasmutación de la realidad
que ya quisieran para sí algunas de las viejas religiones históricas.
Pero el
aspecto más negativo radica en que el discurso de la lideresa hurta cualquier
reflexión sobre la cruda realidad, así como escamotea la afloración del
proyecto real, que queda sumergido. Cuando dice “Vamos a Ganar” se está
refiriendo a la posibilidad de una cosecha de votos que contribuya a una
mayoría de la suma de las izquierdas con los nacionalistas. Ese es el verdadero
significado de ganar. De ese modo se hurta a la gente la posibilidad de pensar
acerca de cuál es el camino para fraguar un proyecto que obtenga unos apoyos
mayoritarios, que es la garantía de implementar transformaciones sociales
efectivas. La razón política queda zambullida bajo una efervescencia de
emociones inducidas por métodos comerciales.
El fanatismo
se hace presente esplendorosamente en la campaña. Este queda relativamente
maquillado por las tertulias y otras actividades mediáticas que ocultan el
verdadero rostro del mismo. En las redes comparece más explícitamente. Pero
esta versión del fanatismo es la mínima, resultante de un proceso de sucesivas
readaptaciones. Conceptualizar el fanatismo en su versión máxima, descubriendo
sus códigos, implica reinsertarla en varios contextos históricos, a efectos de
comprender las sucesivas formas que va adoptando.
Soy
visitante asiduo de un excelente blog que selecciona textos de distintos
autores, de una calidad insuperable. Este es Bloghemia. Uno de los últimos, remite
al fanatismo y está escrito por Cioran. Este es un autor que siempre me ha
estimulado, y recomiendo su relectura desde el contexto histórico vigente, en
el que la conexión con su inteligencia es sorprendente. En este escrito, Cioran
enuncia lo que se puede considerar como la versión máxima del fanatismo, que
describe sus códigos genéticos y desvela sus aspectos ocultos. Es un texto
reconfortante, en tanto que su lectura se realice acompañada por un
distanciamiento del escenario videopolítico de estos compulsivos días.
Reproduzco algunos párrafos del mismo, recomendando su lectura en https://www.bloghemia.com/2023/06/que-es-el-fanatismo-por-emil-cioran.html
¿QUÉ ES EL FANATISMO?
Artículo del filósofo de origen
rumano Emil Cioran, publicado originalmente en el libro "Précis de
décomposition" .
En sí misma,
toda idea es neutra o debería serlo, pero el hombre la anima, proyecta en ella
sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el
tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha
consumado…
Así nacen
las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas. Idólatras por instinto,
convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros
intereses. […] Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece
sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después
febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia
y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el
que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de
exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o
proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el
hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que
transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más
que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la
diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de
la Inquisición o la Reforma. […] Los verdaderos
criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o
político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto
eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos,
alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus
verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien,
imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase
comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de
la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas
partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los
ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos:
metafísica para uso de monos… Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos:
aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo
y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de
sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida.
La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su
linterna era un indiferente…
En un
espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos
demasiado de las garras de un profeta… En cuanto eleve la voz, sea en nombre
del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra
soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere
haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser
poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno
extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida
irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican;
cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como
los templos; la administración, con sus reglamentos: metafísica para uso de
monos… Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta
los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los hospitales
rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre
cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un
infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un
indiferente…
Me basta
escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía,
escucharle decir «nosotros» con una inflexión de seguridad, invocar a los
«otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él
un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y los verdugos
de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible
cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los
bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las
grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros
corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie,
a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos
momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos
que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan. Sin doctrinas, no
tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más
soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la
vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería
profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de
corrupción…
El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse
matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres
más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes
perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la
cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por
eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la
de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por
una idea… Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento
provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal
que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una
calamidad.
[…] mil
veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los
males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político
cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de
canto; y de corrupción…
Ha sido
inevitable recordar, en mi lectura personal de este texto, a los sátiros
farma-epidemiólogos que intentaron salvarnos de las garras de la Covid, así
como de nuestra propia imprudencia
inexperta.
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