Soy un fiel y afortunado lector de Gregorio Morán. Este es un periodista cuyos textos han contribuido a
comprender la España de la Sacrosanta Transición Política, que alumbró la
flamante democracia española hasta el día de hoy. Sus libros representan una
mirada diferente al consenso oficial, lo que les proporciona un valor esencial.
En particular, el “El Cura y los Mandarines. Historia no oficial del Bosque de
los Letrados”, publicado en Akal en 2014, es un libro obligatorio para
comprender la realidad española. La originalidad, la lucidez, la rigurosidad de
oficio de Morán, le han llevado a ser desplazado del sistema mediático
organizado en bloques homogéneos que coexisten bajo un aparente antagonismo,
pero que cristaliza en una síntesis oficial que instaura unas fronteras que
nadie puede trasvasar.
En el último
año espero el artículo de los sábados de Morán en Vox Populi, sus Sabatinas
Intempestivas”, en el que hace gala de su independencia con respecto al tóxico
ecosistema mediático, que exhibe una homogeneidad inquietante. El sábado pasado
publicó su texto en el que mostraba cómo la proverbial fiesta de San Jordi enBarcelona se había convertido en un acontecimiento reelaborado por el mercado,
que ha impuesto sus lógicas sobre los autores realizando la multiplicación de
los públicos. Así, este evento es otra cosa que antaño, que se puede sintetizar
en la fórmula de “las rosas ya no huelen”, que es un verdadero diagnóstico de
este tiempo de preeminencia del mercado infinito en todas las esferas.
En mayo de
2018, recién aterrizado en Madrid como flamante jubilado, publiqué en este blog
un texto cuyo título era “La Feria del Libro. La isla de las inteligencias
alfabéticas”. En este decía una serie de dislates que mi presencia posterior en
la Feria del Retiro corrigió. Durante varios días mis pies recorrieron las
casetas suscitando varios horrores recombinados sobre mi persona. Los más
llamativos fueron las nutridas visitas “obligatorias” de ruidosos y alegres
grupos escolares; los tránsitos de públicos neutros más atraídos por la puesta
en escena de feria, que tan certeramente describe Morán en su artículo; los
contingentes de personas en busca y captura de una firma y selfie compartido
con el autor, y las actividades de animación tan generalizadas. Tras la gran
masa de usuarios de tan cultural evento, se podían identificar a algunos
contingentes de lectores habituales, que conformaban un archipiélago de islas
en el interior de las multitudes festivo-comerciales. Pero, sobre todo, me
asombró contemplar las largas colas en busca de firmas de héroes de la
televisión convertidos en escritores por un día.
En mi propio
devenir biográfico, he podido observar privilegiadamente la emergencia del
mercado total en todos los ámbitos. En particular las visitas a mi tutoría de
la facultad de distintos comerciales de editoriales para persuadirme de
escribir un libro obligatorio para mis alumnos, que era presentado como un
próspero mininegocio compartido. Pero, aún más, mi presencia activa durante
tantos años en el sistema sanitario me llevó al éxtasis de ser conferenciante
en Congresos Médicos en los que literalmente cercado por una legión de stands
de las farmacéuticas y sus activos representantes. En estas intervenciones, que
versaban sobre Participación Comunitaria y otros temas “sociales”, llegué a ser
interpelado por mis anfitriones para presentar previamente el texto de mi
intervención a una médica que representaba a un importantísimo laboratorio, y
que oficiaba en nombre de la Calidad.
Recuerdo mis
conversaciones con Carmen, ya muy desfallecida, en las que me recomendaba que
abandonara esta actividad “a la francesa”, es decir, sin despedirme. Eso es lo
que he hecho desde 2016 y ya no acepto invitaciones de Congresos y Jornadas
gobernadas por el mercado total, que tiene la virtud de imponer una prodigiosa
presencia ubicua, pero que no es percibida como tal por los profesionales. El
milagro de ser visto, pero no interiorizado por los videntes, es una de las
competencias portentosas de la industria biomédica. Solo quedan los SIAP, NO
GRACIAS y otras fértiles islas en las que algunos grupos piensan, dicen e
interactúan en el margen del mercado farmacéutico total.
Desde esta
perspectiva valoro el artículo de Gregorio Morán que cuestiona esta sagrada
virtud del mercado total de apoderarse de un evento, reconvertirlo, invertir
sus sentidos para convertirlo en maximización de la rentabilidad, y todo ello
sin ser percibido ni visto. No cabe duda de que este es un tiempo de
efervescencia imaginaria en el que las rosas, aún a pesar de que ya no huelen,
se multiplican al modo de los panes y los peces. El problema principal radica,
al igual que en los Congresos Médicos, que se proporciona la condición de autor
a numerosos comparsas que en realidad son justamente lo inverso a este. Esta
homologación comercial penaliza a los autores, al modo de las Ferias del Libro.
Este es el
artículo de Gregorio Morán
LAS ROSAS YA NO HUELEN
Deberíamos
darle mayor importancia al día de
San Jordi en Barcelona Es un espectáculo que concita masas bajo
una tenue capa de cultura. Multitudes de ciudadanos en torno a floristerías de ocasión y
unos traficantes de libros que exhiben sus novedades, jaleados por una
industria editorial que vive su
día más grande del año. Es difícil sustraerse al embrujo del mercado,
gran sostenedor de esta fiesta que con el tiempo no ha derivado en un gueto
dedicado a la literatura sino en todo lo contrario, en una gran feria de la que
nadie puede evadirse sin correr el riesgo de que le disparen por la espalda los
maldicentes.
Seis
millones de rosas hacen creer en una batalla driblada a la antigua, aunque en este caso
están ligadas a un libro. Nadie se pregunta de dónde salen tantas rosas y
tantos libros, pero habría que detenerse ahí para calibrar el filón de dos
industrias que se compenetran. En primer lugar, la rosa que gozó de justa fama más por su olor que por su forma -en
la que perdía la partida frente al tulipán- ahora resulta que no huele a nada.
Ni huelen ni pinchan, con lo que quedan canceladas de toda referencia a tanta
poesía como nos llegó de antaño. Un poeta contemporáneo lo tendría difícil para
hacer metáforas con la rosa que no
evocaran la podredumbre enmascarada. Ya ha aparecido una joyería
exclusiva de rosas en 3D que ni siquiera conservan el tacto pero que, aseguran,
mantienen el espejismo visual. ¿Qué
demonios significa hoy el símbolo de una rosa? ¿Un referente político de
ingrato recuerdo?
De momento
queda para acompañar un libro, ese objeto que sirve para cualquier cosa,
incluso para leerlo. Me ha conmovido el título de un libro que se vende en
millones de ejemplares. El
monje que vendió su Ferrari, obra al parecer de un gringo avispado, y si me
conmovió es porque delata la naturaleza de un nuevo mercado librero, el de
textos de bisutería para consumo de gente desasosegada y ansiosa de figuración.
Un título con tirón, como dicen los profesionales del gremio. Monje y Ferrari, términos
antitéticos pero con un atractivo similar al de descubrir la bolita debajo de
la chapa del trilero.
Los autores
no tienen por qué ser escritores, preferible influencers, porque la
empresa promotora les redactará las páginas listas para firmar y cobrar.
Teloneros del gran circo. No son los protagonistas, pero sin ellos no habría
función. Hasta hace poco los
autores se exhibían a modo de “barrio rojo” de Ámsterdam en unas
peceras llamadas casetas, a la espera de que el visitante, ansioso o desganado,
observara el género. Hoy la cosa se ha travestido, achaquémoslo a las nuevas
tecnologías, y ahora se va a tiro hecho. Los mismos que se escandalizan de los
evangelistas del último cuarto de ahora que concentran masas de fieles, forman
colas interminables para que el aplacador de sus ánimos les firme un ejemplar,
si es posible dedicado, al tiempo que le susurran en unos segundos que para él
se harán leyenda: “su libro
me ha iluminado”, “me fortaleció en mis ideas”, “qué final emocionante”, “usted
me da vida”, “me he sentido como su protagonista”, “usted escribe lo mismo que
yo pienso”… Una infinita letanía de narcisos tímidos ante una
oportunidad única para manifestarse. La verdad oculta que jamás debe
mencionarse porque se interpretaría como una falta de urbanidad, o lo que es
peor, como una aviesa envidia, es que todo
lo que tiene San Jordi se refiere a la industria del libro y que
lógicamente a la mayoría de participantes le importa una higa la cultura y
menos aún la literatura. Como dijo en cierta ocasión el magnate de la industria
editorial, José Manuel Lara, cuando le preguntaron si su premio Planeta, el
mejor dotado del mundo, se concedía por méritos literarios o comerciales: “Todavía hay gente que cree que los niños
vienen de París”.
Y vaya si lo
creen; hay millones que ansían
creerlo. No se trata de ningún cambio de paradigma sino de algo mucho
más sencillo: la industria editorial dejó la artesanía y pasó a convertirse en
una gran empresa. Como ocurre con otros ramos, conviven en torno a los grandes
emporios otros paisajes, ecosistemas se diría ahora, más modestos de
financiación y ambiciones. Todos conforman el mundo editorial pero el día de San Jordi pertenece a los multi
ventas y a los mini lectores. Son las necesidades del mercado y aviado
estará el que objete la fórmula.
El aspecto
risible es el papel de administradores de bienes ajenos que suelen representar
los sirvientes del mercado. Este San Jordi de 2023 se han dado circunstancias
insólitas que lo han transformado
en extraordinario. El cierre del período pandémico, el anhelo por
pasar página tras la insurrección independentista fallida y sobre todo la
inminencia de las elecciones de mayo. La industria editorial sirvió como envoltorio y se regocijó con ello exhibiendo
músculo mercantil; trajeron incluso plumas de encaje mundial en el arte de
vender libros para gente más habituadas a las series y las redes que a las
frases subordinadas.
Para los
viejunos que vivimos a Corín
Tellado y Marcial
Lafuente Estefanía, ases de la novelística que sólo competía con los
seriales radiofónicos de Ama Rosa,
no se trata de nuevos tiempos sino de adaptaciones al nuevo mercado. Me temo
que mucho adulador temerario haya olvidado aquel “Bonjour tristesse” de una
adolescente Françoise Sagan, o los
éxitos millonarios del pobre Gironella. Entonces nuestro ambiente estaba
más empobrecido y no había elecciones, pero sobre todo el mercado era
autárquico y provinciano. A la arrogante industria del libro le dice muy poco
la memoria literaria, menos aún la librera. Por muy efímero que sea el éxito de
un librito siempre le quedará la oportunidad de convertirlo en serie
televisiva. Se apuesta pues sobre un terreno más seguro, aunque tendremos que
hacernos mirar esa grandilocuencia de paleto enriquecido que convierte a San
Jordi en una singularidad mundial
de la cultura. ¿Ha dicho cultura?
Las rosas no huelen, los autores saben a poco, pero esa industria florece
como el primor de otro atractivo turístico. Hubo tiempos, decían, que fueron malos para la lírica, pero
los nuestros tienen de perversos el que siendo de una mediocridad abrumadora se
jactan de su originalidad. Mediocres y originales, un hallazgo. Somos únicos
balanceándonos en libros que fabrica una industria editorial volcada en los que
aún creen que los niños vienen de París.
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