En mis diez
últimos años de desempeño como profesor universitario he insistido en la idea
motriz de que la sociedad global se ha fragmentado irremediablemente, dando
lugar a varias subsociedades que se conforman como islas separadas entre sí.
Pero este proceso de descomposición no se encuentra integrado en los paradigmas
convencionales, que siguen funcionando mediante la idea unitaria. Este
posicionamiento me ha llevado a mantener una postura crítica con las
sociologías imperantes en varias versiones. Un libro de referencia es el de
Alain Minc “La nueva edad media”, editado en Temas de Hoy en 1993. En este
heterodoxo ensayo, se reconoce y reconceptualiza a las sociedades sumergidas
derivadas de la gran desregulación del capitalismo tras el advenimiento de la
globalización.
Minc define
perspicazmente como “sociedad gris” a distintas sociedades que surgen en el
seno de la sociedad global, emancipándose de la misma. Las sociedades grises
son espacios sociales en los que no funcionan las instituciones y reglas del
sistema total, caracterizado por el dominio del estado y la apelación al control
racional de la realidad. Por el contrario, en las mismas se imponen las lógicas
de poderes arraigados en la sombra, sustentados en distintas economías
sumergidas. Por poner un ejemplo elocuente, la reciente y formidable película
francesa “Los miserables”, de Ladj Ly, que narra las peripecias de una patrulla
de policías que transita por espacios suburbanos dominados por distintas
mafias, que se sustentan en varias economías ilegales.
En la
actualidad resido en Madrid, en un piso alquilado que se encuentra ubicado a
siete minutos andando del Retiro y a quince del Palacio de Cristal. Este se
localiza en una casa que tiene dos portales, cuatro escaleras y unas ciento
veinte viviendas. Todo el conjunto es propiedad de una empresa y los residentes
detentamos la marca social que se deriva de nuestra condición de inquilinos en
la España de siempre, inmune a los cambios estructurales. Esta casa es un
verdadero laboratorio social habitado por varias especies de moradores. La
circulación de esta población es muy alta debido a la precarización general,
que impone sucesivas localizaciones a los intermitentes residentes.
Junto a múltiples jóvenes que comparten los
pisos de tres dormitorios, confirmando así la gran regresión residencial de los
treinta últimos años, que reinventa los pisos compartidos como nueva forma de
las viejas pensiones. Junto a los currantes se asientan algunas familias con
niños, gentes de paso, refugiados ucranianos que acompañan a niños enfermos que
son tratados en el Hospital del Niño Jesús, otros extranjeros y algunas mujeres
mayores que viven completamente solas el tramo final biográfico, tras largas
vidas en las que han desaparecido sus sistemas convivenciales. Yo soy una de
esas personas.
Pues resulta
que el bueno de Alain Minc se ha presentado súbitamente en el final de mi vida.
El piso de abajo del mío, ha sido alquilado por tres jóvenes que representan
los arquetipos personales de algunas de esas sociedades grises. Los que
pertenecemos a la galaxia que tiene como centro al Estado, nos atenemos, en
general, a determinadas formas de convivencia, así como a nuestro
reconocimiento mutuo mediante una relación relativamente cordial de vecindad.
El saludo mutuo, el respeto a las convenciones sociales, así como la relación
amistosa es frecuente en las relaciones sociales del edificio. Los recién
llegados han irrumpido estrepitosamente, mostrándose como productores de
sonidos dotados de una carga insólita de decibelios.
Tres son las
formas de la producción de sonidos. La primera es la recuperación de la sala
como discoteca los fines de semana. En ella los invitados se prodigan con la
música a un volumen demoledor, así como los sonidos de acompañamiento: gritos
eufóricos, risotadas y voces desmesuradas. Desde el primer momento fui
consciente de que tenía que deslocalizar esa discoteca, en tanto que la mayoría
de vecinos tenía miedo a estos bárbaros. Llamé a la policía municipal. Pedí una
prueba de sonido y accedieron. Esta se hizo en mi casa por medio de un
sonómetro, siendo positivo el resultado. Tras la prueba, los agentes los
identificaron, lo cual terminó en una denuncia formalizada.
Pero los
nuevos bárbaros siguieron mostrando su competencia en el arte de producir
decibelios. El segundo fin de semana reinventaron en su sala en las noches del
finde el bar, específicamente la terraza. En ausencia de música tenía lugar una
conversación en voces altas, acompañada por risas, gritos y sonidos que en la
noche conmocionan el edificio. Llamé a la policía, pero ese día no disponían de
sonómetro. Los agentes se personaron en la casa pero estos artesanos avezados
del ruido habían aprendido y no abrieron la puerta. No obstante, como ya
estaban identificados cosecharon su segunda denuncia. Pero la efervescencia de
ese bar doméstico prosiguió tras la ausencia de la policía hasta el amanecer.
En los días
siguientes tuvieron lugar dos acontecimientos acústicos convergentes. De un
lado, los bárbaros reinventaron una nueva institución en la sala de estar: la
grada o el estadio. En horario de tarde y de noche jugaban con una play, y cada
desenlace de una jugada era celebrado al estilo de los goles de la grada. Los
gritos eran de una intensidad escalofriante, además de intermitentes, de forma
que para los sufridos vecinos se generaba una situación de espera a la
siguiente explosión auditiva. Esta tercera forma de producción de decibelios,
así como la constatación de los límites de la acción de las autoridades me
decidió a dar la batalla. Así que inventé una forma de hacer ruido sobre el
techo de su sala y sus dormitorios, que coincide felizmente con mi suelo,
otorgándome una situación de privilegio acústico. Esta genera unos decibelios
todavía mayores, de modo que produce un sonido abrumador sobre las testas de
los bárbaros invasores, asemejándose a un bombardeo.
El pasado
fin de semana fue apoteósico. Sobre el concurrido bar-terraza de la sala
descargué a las doce y cuarto el primer bombardeo. Se hizo el silencio, pero
reanudaron la fiesta. A la una bombardeé de nuevo la sala con intensidad
inusitada. De nuevo, tras unos minutos de silencio, se reanudó la actividad
auditiva y a las dos y media tuve que ampliar el hostigamiento auditivo. Esta
vez subieron a casa. No les abrí la puerta, en tanto que tengo muy claro que la
conversación con interlocutores en estado de ebriedad tiene el riesgo de
terminar en violencia. Entonces, tuvieron que desalojar e ir con la música a
otra parte ante la fuerza de la respuesta desde el cielo, que en este caso es
su sufrido techo. De todas formas, volví a bombardear los tres dormitorios a
las seis y media de la mañana en un nuevo acto de disuasión.
Durante toda
la semana he recibido el calor y el apoyo de vecinos atemorizados o demasiado
débiles para responder a la invasión de la barbarie acústica. También he
hablado con la empresa propietaria, pero esta se lava las manos alegando que no
puede hacer nada. En los tres primeros días, he bombardeado por las tardes la
sala-grada de la play con efectos demoledores. Mis decibelios, al estar situado
sobre su techo, son abrumadores. A partir del martes, la sala se emancipó de la
grada, y no han vuelto a cantar sus jugadas-gol. Esta tiende a albergar un
sistema social cuyo audio es moderado y no agresivo con los que habitan tras
las paredes, por encima y por abajo.
Dice Minc
que uno de los rasgos principales que definen a las distintas variantes de la
sociedad gris es que en ellas predominan las relaciones de fuerza sin
ambigüedad alguna. En este caso, los virtuosos en la producción del ruido se
imponen sobre los vecinos mayores, enfermos o con niños sin piedad alguna. De
ahí resulta un dominio del grupo de jóvenes ejecutado implacablemente, fundado
en su superioridad numérica y corporal, y que adquiere formas sádicas. De las
mujeres mayores que viven solas en su alrededor, y que ni siquiera se atreven a
mirarlos o decirles algo, dicen despectivamente que son “menopáusicas”. Estos
bárbaros se imponen por la fuerza sobre gentes a la que niegan su condición de
humana. Ni siquiera nos reconocen como personas. Ellos saben que somos gentes
en vísperas de ser encerradas y confinadas en instituciones totales de
internamiento. En coherencia, no merecemos ningún respeto.
Me han
impresionado mucho las conversaciones con las mujeres mayores. Estas viven en
soledad, siempre en espera de la siguiente comparecencia de sus vástagos,
localizadas en torno a la radio o la televisión y realizando actividades
manuales clásicas, entre las que coser detenta un lugar privilegiado. Casi
todas ya han experimentado su declive mediante accidentes domésticos o
situaciones que han requerido ayuda externa. Pero ellas viven
satisfactoriamente su soberanía doméstica, reinando en sus hogares desprovistos
de acompañantes. Pero su declinar físico es implacablemente registrado por sus
gestores de la historia clínica en espera de acumular los diagnósticos que
amparen la decisión de encerrarlas definitivamente bajo custodia profesional,
convirtiéndolas en objetos gerontológicos. En el tiempo que llevo en la casa,
ya son dos las que han sido internadas definitivamente.
Esta
población estigmatizada, abandonada drásticamente hasta por el mismísimo
feminismo oficial, que las ignora supinamente, ha experimentado los cambios de
la última década de modo que ha magnificado sus temores. Su soledad y desamparo
se ve turbada por los industriales del miedo de las televisiones, portadores de
sus imaginarios del mal, así como por acontecimientos vitales que los
refuerzan. Uno de ellos es, precisamente, la aparición de bárbaros acústicos
que ponen de manifiesto la ausencia de autoridad, así como la ineficacia
integral de las instituciones. El resultado es la cristalización de una crisis
de inteligibilidad. No comprenden qué ocurre y se sienten hipervulnerables y
desamparadas. El cóctel letal resultante de la fusión del miedo con la
incomprensión, las constituye como públicos de apoyo a los nuevos fascismos y
autoritarismos.
Cuando el
próximo domingo, las versiones de las derechas más autoritarias consigan
resultados excelentes en distritos convencionalmente obreros, suscitando la
perplejidad de las nuevas izquierdas posmodernas, es ineludible aludir a este
factor. Estas señoras mayores ya no están presentes en las campañas de las
izquierdas. Es inevitable mentar el video de campaña de Mónica García con Rita
Maestre, que se dirige a otros públicos. Así se fragua una lenta, pero
inexorable, expulsión de la sociedad, que termina con su congelación en las
instituciones de confinamiento. Estas son las personas mayores que son
etiquetadas con el hiperestigma de la discapacidad total, que sanciona la
última decisión de ubicarlas en ese estado de muerte en vida que son las
residencias.
Las dos
noches de este finde, mi suelo va a temblar como efecto del dispositivo
auditivo que tengo preparado para disuadir a los bárbaros de los sonidos. Van a
tener que experimentar la derrota ante la aviación que castiga su techo. Y lo
voy a hacer en el nombre de estas gentes mayores despreciadas y ninguneadas. En
estos días, en nuestros encuentros ocasionales en el portal o las escaleras, se
ha recuperado la sonrisa y reiterado la cordialidad, recuperando la esperanza
de no ser abrumados por los sonidos de la discoteca, el bar o la grada tras las
frágiles paredes. Porque es una tragedia en el presente que las instituciones o
autoridades no nos quieran ver y nos reduzcan a la condición de perceptores de
pensiones en vísperas de nuestro apartamiento definitivo. La próxima noche me
encuentro con la banda sonora del nuevo fascismo.
6 comentarios:
El fascismo del no saber, no querer ni oír al resto.
Me intriga el dispositivo sonoro, quizá podrías ayudarme en mi condición de sufriente mujer mayor y solera con vecinos aguerridos Erasmus, fiesteros,hiperindivifualistas,turistas malcriados en el piso de abajo.
Jjjj, beso
Carmela
Gracias Carmela.
Cuento con varios artilugios. Uno de ellos -letal- es un balón de baloncesto que al botarlo con fuerza sobre mi suelo produce estragos sobre su techo.
Beso
Juan sin miedo: hasta la victoria, siempre.
Gracias por el ejemplo de conducta y de coherencia. Un abrazo desde la distancia.
Viví en Madrid de 2010 a 2014, en la zona norte y Lavapiés. El flujo de esa mezcla que comenta era ya un hecho consolidado. Ahora resido en Zaragoza en una zona similar, por desgracia. No añadiré ejemplos a lo que expuesto magníficamente aquí, por innecesarios; solamente diré la conclusión que saqué en aquellos años y que se afianza, agranda y agrava cada día: se ha renunciado a crear "sociedad", solamente somos "gente junta"; la inhumanización vía endurecimiento fruto del no abordaje del propio ser (su comprensión) nos ha traído como resultado la crueldad generalizada, implícita (la habitual) y explícita (demasiado presente ya), viéndose muy claro durante los últimos 3 años; las ciudades hoy día no permiten una vida humana, incluso las pequeñas (hasta pueblos de cierto fuste han sufrido esta súbita erosión)... Esta nueva (para España y no en todos los aspectos, como el mencionado de las casas de huéspedes), situación muestra la cárcel que supone no poder "pagar" el silencio, la cordialidad, un entorno agradable, un vida que tenga algo de humana.
Por supuesto, hemos fracasado como sociedad. Y todo esto no hace más que aumentar en intensidad.
Luchar por lo que se cree justo siempre resulta vivificante, sobre todo si es contra una banda de vándalos desalmados egoístas y con actitudes de prepotencia fascistoide. Te ánimo a seguir luchando, a por ellos. Ha sido un placer encontrarte por aquí, un saludo de Ángela la copistera, ya también jubilada.
Gracias Angela, también un placer saber que estás por ahí
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