Los
pacientes conforman un conglomerado humano creciente, tanto en su volumen como
en la proporción que representan con respecto a la población total. La
población asistida por los distintos dispositivos del sistema sanitario crece
sin cesar. Pero esta monumental subsociedad del dolor y la enfermedad carece de
cualquier representación, así como de vínculos sociales entre las distintas
personas que lo conforman. Así constituyen una población que se asemeja
inevitablemente a las poblaciones nativas en los sistemas coloniales. Estos
conceptos -colonización/colonizadores/colonizados, explican que su raquítico
sistema de acción, formado por una red de pequeñas asociaciones, no los
represente o hable desde sus propias subculturas, sino que, por el contrario,
represente las localizaciones de los diversos subsistemas sanitarios, que
cooptan a un pequeño número de pacientes que terminan siendo una correa de
trasmisión de sus conocimientos y representaciones.
Podemos
definir al conglomerado social de los pacientes de dos maneras diferentes. Una,
la que podíamos denominar como “funcionalista”, que supone que los pacientes
son el sumatorio de personas que teniendo diversos problemas de salud son
tratadas por las instituciones de la atención sanitaria. Otro modo de
definirlos puede ser como los contingentes humanos necesarios para sustentar lo
que se ha definido como “complejo médico-industrial”, es decir, los
dispositivos de atención más la industria biomédica y farmacéutica. Las dos
formas de definir a los pacientes implican miradas muy diferentes. La gran
mayoría “funcionalista” hace énfasis en las instituciones de la atención, invisibilizando
así a la biofarmaindustria
Los
pacientes forman parte de aquello que desde la sociología se define como un
campo social específico. En este sentido, la mayoría funcionalista realiza una
selección brutal al eliminar de facto a la colosal industria. En el campo de la
atención sanitaria coexisten, también, dos sentidos organizadores. De un lado,
el estrictamente determinado por el valor salud, cuidadosamente delimitado y
detallado en las nomenclaturas médicas. Pero, por otro, la atención sanitaria
tiene un valor económico, lo cual la configura como un factor productivo
formidable. Así, la atención médica articula uno de los colosales mercados de
consumo inmaterial, cuyo valor e importancia crece en las economías del presente.
Por esta
razón, voy a permitirme la licencia de ironizar, denominando como pacienteriado
a las poblaciones humanas que son tratadas y que representan un factor
productivo que estimula ese mercado formidable, que se caracteriza por no tener
un techo definido. En este sentido se asemeja al vetusto proletariado de las
sociedades industriales tradicionales, que sostenía el sistema productivo
industrial. El pacienteriado sustenta a las instituciones de la asistencia y la
industria, es decir, a la producción, y, al tiempo, estimula el consumo,
convirtiéndose en un formidable laboratorio de modelos de segmentación, de
servicios inmateriales y de generación de la demanda.
El
subsistema descomunal que conforma este complejo industrial, se sostiene sobre
la gestión del valor salud, que se ha transformado en una verdadera utopía
central en la vida de las sociedades del presente. El valor salud se encuentra
en el camino de la totalidad, y, en cierto modo, está sustituyendo a las viejas
religiones. Por eso es menester subrayar la contradicción entre la expansión de
las expectativas de salud de distintas poblaciones y la dimensión enorme de las
personas tratadas por un número creciente de afecciones. De este modo se
configura uno de los vectores de los malestares contemporáneos.
El campo de
la salud es dinámico. En el mismo tienen lugar varios procesos que se
complementan y se interfieren. Como tal mercado, su finalidad es crecer. Así se
capturan segmentos nuevos que son incorporados al proceloso mundo de los
tratados. En los últimos años este mercado ha experimentado un enorme e
inquietante salto. De un lado, la pandemia ha supuesto la conquista por parte
de las macroempresas farmacéuticas de la población total. La vacunación
obligatoria, la supresión drástica del simulacro del consentimiento informado y
los pasaportes Covid, supusieron la confirmación del poder político asignado a
este mercado, así como el comienzo histórico de una nueva forma de apartheid,
ahora en versión salud.
El segundo
vector de expansión de este subsistema económico formidable se refiere al salto
de “la salud mental”. En las instituciones de gobierno aparecen con fuerza
inusitada las ideas de expandir los dispositivos de atención a la salud mental,
que se entiende como problemas que afectan a públicos amplios y cuya solución
es la atención profesional. Efectivamente, en los últimos tiempos, se
multiplican los trastornos, que remiten inequívocamente a los procesos sociales
en curso, tales como la dificultad de vivir en la gran regresión de las instituciones
convencionales, la incompatibilidad existente entre varios procesos sociales y
los efectos de un modo de individuación letal, que es fomentado, precisamente,
desde el mercado.
La
confluencia explosiva entre el complejo vacunal y el subsistema psico-psiquiátrico
representa un peligro para millones de pacientes que corren el riesgo de ser
tratados mediante tratamientos, en el mejor de los casos, manifiestamente
ineficaces, cuando no perjudiciales. Este es uno de los problemas más
importantes de este tiempo. Esta convergencia industrial-asistencial tiene como
consecuencia la disminución flagrante de la cohesión social, generando un
riguroso sistema de dependencias para poblaciones fragilizadas por el mismo
sistema de atención. Por consiguiente, entiendo que la suma de ambos factores
conforma una regresión, en el sentido de que se materializa una inversión
inquietante. A día de hoy, en grandes espacios asistenciales, el tratamiento no
resuelve el problema, sino que, por el contrario, tiene como finalidad la
captura de una persona para hacerla dependiente de un subsistema de atención.
Concluyo
desvelando otro de los problemas no visibilizados del campo de la atención
sanitaria. Se trata de la relación público-privado. El sistema público ha
impulsado históricamente la definición de problemas que exigen el tratamiento,
contribuyendo a la adquisición de lenguajes y representaciones sobre las
pruebas o acciones terapéuticas, que terminan cristalizando en necesidades
percibidas. Estas alimentan un mercado privado complementario que crece
exponencialmente de modo parasitario. En Madrid, el sistema privado multiplica
sus intervenciones sobre los huecos que genera la clausura creciente del
sistema público.
Por
ilustrarlo con un ejemplo, en estos días he podido constatar en mi entorno
personal varias perversiones consumistas. El sistema privado que atiende a los
fugados de la sanidad pública funciona mediante la explotación intensiva de las
pruebas y terapéuticas de las que dispone. Así, los procesos diagnósticos se
adecúan a los remedios disponibles, constituyendo así una desviación
considerable del quehacer profesional médico. Sólo una muestra. Si una compañía
de asistencia dispone de biopsias, la gran mayoría de los profesionales las
solicita ante cualquier problema que aparezca en la atribulada piel de los
pacientes. Allí la biopsia se paga a escote, claro.
Los
misterios de este campo hacen que se establezca una sólida pasarela entre la
atención médica y la veterinaria. En el caso de las biopsias, los veterinarios
las piden ante cualquier bulto resultante de un picotazo en la caliente
primavera. Claro, el precio de estas para los pinches perros es de casi 500
euros. Así no me queda otra que despedir con un ¡salud y prosperidad para
todos¡, en la convicción de que habrá pacientes suficientes para nutrir tan
industrializado conglomerado salutocomercial. En estas condiciones, no me
extraña que el valor salud adquiera dimensiones manifiestamente místicas.
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