El 9 de
abril de 1977, Sábado Santo, fue legalizado el partido comunista de España. Yo
era entonces secretario de organización del partido en Cantabria. Tres años
antes, tras una crisis de militancia, me había refugiado allí para distanciarme
de Madrid y vivir una buena vida con Carmen. Pero el partido me localizó y me
dieron una cita con un miembro del Comité Central, un minero asturiano
dirigente de las huelgas de 1964. Me encontré con él en Torrelavega y me pidió
que me hiciera cargo del partido, que en Cantabria se encontraba completamente
desorganizado y languideciente. El argumento de la inminente muerte de Franco,
que reforzaba las previsiones del partido, fue determinante en mi decisión.
En 1971, abandoné
la organización universitaria del partido para desempeñar un trabajo de
dedicación exclusiva para la organización en Madrid, haciéndome cargo de la
dirección de las organizaciones de Químicas, Seguros, Comercio y Piel. Mi
dedicación era completa y había abandonado mis estudios y roto con mi familia.
Era un espectro flotante, privado de cualquier locus. Aún y así, el partido
nunca me pagó ni un céntimo, a pesar de que compartía responsabilidades con
gentes del aparato que sí cobraban un sueldo por su dedicación completa. Dormía
en pisos acogido por distintos militantes y amigos, en un nomadismo
autodestructivo. La vida militante que me convertía en un desarraigado se
compensaba con una fe mística de que el gran desenlace de la dictadura se
encontraba próximo.
En esta
ocasión, y dada mi vulnerabilidad personal en Santander, me ofrecieron tres mil
pesetas al mes que me abonaban para mi manutención. Junto con los ingresos de
Carmen pude vivir escuetamente esos años tan intensos. En este tiempo mi
ingenuidad era absoluta y vivía completamente ajeno a mis propias necesidades,
asumiendo que en un futuro colectivo luminoso encontraría un lugar confortable.
Así fue posible dedicarme ciento por ciento a la acción política, obviando mi
situación personal y renunciando a mi propio yo en espera del advenimiento
inmediato de la mitológica democracia.
Y eso a
pesar de que mi madre me había repetido en muchas ocasiones la máxima siguiente
“Hijo mío, no seas tonto, no te pido que no seas comunista, pero los comunistas
solo te respetarán si eres alguien, y los estudios y la profesión es lo
fundamental. Eres carne de cañón”. En mi crisis de militancia que me alejó de
Madrid había desempeñado un papel primordial la lectura del libro de Fernando
Claudín “La crisis del Movimiento Comunista”. También otras lecturas críticas
que me sorprendían en mi ingenuidad, como las de Koestler, London y otros
disidentes de lo que se denomina como estalinismo.
Tras mi
acuerdo con el exminero me dediqué integralmente a generar una organización del
partido orientada por el criterio de incorporar a distintos sectores de la
sociedad viva. Así, en esos años se creó una organización con cierto arraigo en
el movimiento estudiantil, en las empresas industriales de entonces en
Cantabria, en la Sanidad, en la Enseñanza y en los ambientes culturales. Así
seguía la pauta de lo que aprendí en Madrid, un partido vivo anclada en los
movimientos sociales y el tejido social vivo. Los logros fueron concluyentes,
aunque en aquel tiempo era relativamente fácil conectar con muchos sectores que
percibían el inminente final del franquismo y se posicionaban según el entonces
influyente modelo italiano. Muchos estaban convencidos de que en España el
partido comunista sería el dominante de la izquierda en una nueva democracia.
En medio del
proceso de recomposición, en 1976, el aparato del partido en el exterior,
aterrizó en España. A Cantabria enviaron a Ambrosio San Sebastián, un miembro
del Comité Central originario de Santander, que había pasado largos años en la
cárcel y había vivido en París, como burócrata del aparato. Se había dedicado a
la misión de proporcionar documentación a los contingentes de cuadros del
partido que circulaban por España y Europa. En coherencia, no había vivido los
movimientos sociales que desde los años sesenta habían articulado la oposición
española, así como la sociedad del último franquismo.
Así se
fraguó una colisión entre dos formas diametralmente diferentes de entender la
forma de hacer política. La llegada de Ambrosio me desplazó al segundo lugar de
la jerarquía del partido en Cantabria, a responsable de organización. Siempre
he conservado la intuición en la vida, y, a pesar de nuestra aparente buena
relación, comprendí desde el principio que estaba sentenciado por el aparato.
Me percibían con desconfianza y sabían de mis disidencias públicas anteriores,
que me conformaban como una persona “difícil” en el severo mundo homogéneo
caracterizado por la obediencia y fidelidad ciega. La señal que me alertó de
las intenciones del aparato fue el desplazamiento de mis principales
colaboradores. Todos ellos fueron progresivamente relegados.
En ese
tiempo tuvo lugar una extraña convergencia entre dos partidos. Uno era el del
“interior”, el que yo mismo había catalizado, formado por estudiantes, médicos,
jóvenes obreros y distintas gentes de la cultura. El otro, que estimuló
Ambrosio desde el mismo día de su llegada, fue “el histórico”, el de gentes que
habían estado vinculadas al partido en distintos tiempos anteriores y que ahora
se reintegraban en él en las vísperas de la democracia. Las barreras entre
ambos sectores eran monumentales. La heterogeneidad resultante era inmanejable
Estas gentes, sin proyección social alguna, conformaron la masa crítica
necesaria para nuestro progresivo apartamiento.
Pero mi
problema con la llegada de Ambrosio tenía otra importante faceta. Esta es la de
mi situación personal. Yo cobraba tres mil pesetas, lo que me convertía en un
pobre de facto y restringía mi vida personal. Y en mi relación cotidiana con él
experimentaba mi severa desigualdad con su modo de vida. Él cobraba un buen
sueldo del partido, al igual que su mujer francesa, lo que les permitió comprar
un buen piso céntrico y llevar una vida confortable de clase media. Cuando
íbamos a comer juntos, yo exploraba la carta en busca de lo compatible con mi
mísero presupuesto y él, con el gracejo que tenía me decía “no mires la carta.
Preguntamos qué carne y qué pescado tienen y decidimos”. En esas
cotidianeidades empecé a incubar mi convicción de que era carne barata de
cañón.
Vivía en un
piso alquilado en la calle Guevara que era insostenible para mi menguado
presupuesto. La única alternativa fue irnos a vivir a un chalet del padre de
Carmen a la calle Cisneros, en donde yo estaba alojado provisionalmente y con
la tolerancia de la familia de Carmen. Fue en esa casa en la que recibí la
feliz noticia del célebre sábado rojo. Recuerdo que, paradójicamente, no desató
euforia alguna en mi persona, en tanto que me encontraba instalado en una
premonición de lo que después ocurrió. Estaba convencido de que el pacto de
Carrillo con los poderes fácticos estaba consumado, y que este implicaba unas
renuncias muy importantes. Lo peor estribaba en que a las organizaciones del
partido no le llegaba la verdad de lo que estaba sucediendo. La militancia era
una forma de vivencia en el interior de una realidad blindada al exterior, que
implicaba una subordinación extrema a las élites partidarias que controlaban el
férreo aparato.
El Sábado
Santo de 1977, con la legalización, confirmó una premonición incubada durante
largos años e inició un camino, que la campaña de las elecciones de junio
confirmó, y que fraguaron una potente disidencia. En septiembre de ese año
presenté la dimisión de todos los cargos. Me acompañaron muchos cargos
intermedios. En esta secuencia confirmamos que no éramos necesarios, ni
respetados. Éramos intrusos que en una situación tan peculiar como la del
franquismo habíamos arribado allí. A pesar del elevado número de dimitidos, que
significaba el derrumbe del “partido del interior”, el aparato no mostró
ninguna preocupación. Por el contrario, celebró la vuelta a la normalidad del
imperio de la fidelidad incondicional y la sumisión. No importaba tanto la
influencia en la sociedad, sino la cohesión interna.
La sangría
de militantes fue tan elevada que decidieron recuperar a cuantos fuera posible.
Las palabras de Ambrosio sintetizaron un compendio de la razón de la
nomenklatura. Afirmó que “Es necesario recuperar a los camaradas sencillos”. La elocuencia de esta frase
es abrumadora. Quería decir que no querían gente que no fuera sencilla, es
decir, creyentes dotados de una fe a prueba de bomba que les inmunizase de los
resultados. Nosotros no llegamos a adquirir esa condición de sencillos. Muchos
se hacían preguntas, utilizaban distintas fuentes para fundamentar sus
valoraciones y pretendían comprender por sí mismos.
Mi dimisión
en septiembre del 77 se hizo formalmente en un pleno que ofició un miembro del
Comité ejecutivo, Romero Marín, persona de larga trayectoria y al que apodaban
“el tanque”, por su estilo militar, adquirido en el ejército rojo y reforzado
en los años de clandestinidad. Este pleno tenía una naturaleza dramática por la
relevancia de los que dimitíamos. Pero ese día de septiembre jugaba en
Santander el Rácing contra el Valencia, que entonces contaba con Kempes. Tras
la sesión de la mañana, muchos de los miembros del “partido del interior”
abandonaron la reunión para acudir al estadio.
El aspecto
más duro de mi dimisión es que me quitaron las tres mil pesetas, y lo hicieron
al estilo que sufrieron mis admirados disidentes. Es decir, me reclamaron que
devolviera el dinero de todo el mes, cuando estábamos a la mitad. El mal estilo
es consustancial a todas las sectas. Tras devolver el dinero quedé en una
situación límite. Con casi treinta años, privado de raíces, de familia,
habiendo abandonado los estudios y sin profesión. Entonces tuve que vivir de
los menguados ingresos de Carmen, que trabajaba de auxiliar en un colegio. Para
asegurar nuestro domicilio tuvimos que casarnos para calmar a su padre. La
nuestra fue una de las primeras bodas por lo civil en la novísima España de
1978.
Pero lo peor
estaba por llegar. Dada mi relevancia en el Santander de entonces, en tanto que
había sido el impulsor de la “junta Democrática” en 1976, y me conocía todo el
mundo en los ambientes políticos, montaron una dura campaña en mi contra
acusándome de “vivir de mi mujer”. En las mentes de los camaradas sencillos arraigó esta infamia. Llegué a
tener incidentes en la calle con dos militantes de avanzada edad que me
increparon llamándome “chulo”. Asimismo, fui borrado de la memoria local por
medio de una exclusión brutal que implicaba mi denegación como persona.
En una
situación límite comencé a recuperarme. Colaboré con varios periódicos locales escribiendo
sobre el partido y la recién llegada democracia. Publiqué muchos artículos con
ironía corrosiva acerca de la clase política recién configurada, el partido
comunista y sus disfraces, la crítica a algunos próceres locales y los
inefables aluviones en la dirección de los dos partidos vencedores en las
elecciones: UCD y PSOE. En ese tiempo se disipó el ensueño italiano y el PCE
entró en un carril de deterioro acumulativo como consecuencia del predominio
del partido del exterior. Estos artículos todavía hoy pueden leerse. Algunos
amigos que los han leído los elogian y se sorprenden de la ahistoricidad de la
validez de sus argumentos. Se confirma que las situaciones originarias tienden
a perpetuarse.
En 1978,
decidimos abandonar el partido. Lo comunicamos y tuvo amplio eco en la prensa
local. El diario El País también publicó mi salida. En el partido expresaron su
alivio tras los años de amenaza de la homogeneidad total. No éramos necesarios.
Al contrario, éramos peligrosos para un orden interior monolítico. Este camino
les condujo a la bancarrota política de 1982, tras la que se han sucedido
varias mutaciones y metamorfosis. A día de hoy, en el imperio de la
videopolítica, la militancia resulta un factor de obstrucción de las élites
partidarias. Podemos los denomina como “inscritos”, Yolanda Díaz los entiende
como espectadores de sus puestas en escena y Garzón tiene que acreditar la
tediosa competencia de manejar la asamblea anual de sobrevivientes para
colocarse.
El sábado de
gloria de 1977, al final resultó un día prodigioso para mi persona, en tanto
que inició un camino de liberación de esa secta tediosa y gris que sobrevive
penosamente en el siglo XXI negándose a sí misma y ocultando cuidadosamente su
identidad. El Domingo de Resurrección significó para mí el inicio de un camino
de recuperación personal. Vivo como un privilegio poder escribir esta entrada
tantos años después.
De acuerdo en todo tus comentarios nosotros lo vivimos en nuestro exilio, y más tarde en España, y con ayuda,de muchas necesidades,y muchas injusticias, más, que son para,discutirlas personal mente, Saludos y esperanza..,..
ResponderEliminarLa historia se llevor a efecto en muchas prv españolas como fue en Cádiz el mismo fondo con cambios de argumentos y actores
ResponderEliminarEn Andalucia intervino romero Marín también que en aquellos años 1977 era responsable de organización tú lo retratado muy bien y destituyó a Benítez y y puso a Fernando Soto
ResponderEliminarGracias por tus escritos, desde una posición más abajo de la escalera, mi vida militante es casi calcada a la tuya , en 1978 abandone el PCE pero no mi militancia por mi cuenta contra la derecha y el fascismo
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