Tras diez
años dedicados compulsivamente a la acción política, dimití de todos mis cargos
en septiembre de 1977. En los meses siguientes leí varios libros sobre
distintas disidencias, reflexioné acerca de mi experiencia y publiqué numerosos
artículos en El Diario Montañés y la Hoja del Lunes, tanto sobre la situación
del partido comunista como la de la novísima democracia. Eran textos
corrosivos, en los que utilizaba metáforas religiosas, textos de distintos
escritores dotados de carga crítica, como Quevedo, Gracián y otros, así como de
gentes agudas y desafectas como Groucho Marx.
Personalmente
me encontraba desfondado. Había encadenado dos disidencias consecutivas que me
habían reportado consecuencias letales. La primera revuelta contra el nacional
catolicismo concluyó con una ruptura brusca con mi familia tan conservadora. La
militancia comunista fue un refugio personal. La ruptura con esta me acarreó
una soledad terrible. Mi situación personal era insostenible. La campaña en el
partido contra mi persona catalizó mi ruptura. En la primavera de 1978
comunicamos nuestra baja en el partido. No medió ninguna conversación ni
ceremonia alguna. Se confirmó que no éramos necesarios para el funcionamiento
de esa máquina que comenzaba a descarrilar. La tradición de la III
Internacional de mantener la homogeneidad a ultranza y entender que cualquier
diferencia interna supone la reaparición del enemigo en el interior del partido
se evidenció reiteradamente.
Una vez
liberado de la disciplina partidaria descubrí la infinitud personal. En los
diez vertiginosos años militantes siempre había ejercido como dirigente, tanto
en el movimiento estudiantil como en el partido. Había forjado una identidad
personal de héroe ficcional, avalado por los sacrificios, las detenciones y las
estancias en la cárcel. El día siguiente a mi salida confirmé mi nueva
identidad de sujeto marginado y marginal. La pobreza material era un mal menor
frente a la ruina de la identidad personal: era un sujeto que había abandonado
a los que entonces aparecían como los vencedores en la flamante democracia. Mi
renuncia implicaba la cancelación de mis credenciales personales.
Mi primera
acción para reinsertarme fue mi boda con Carmen. Llevábamos varios años
viviendo juntos y nuestra única salida era permanecer en una de las vetustas
casas de su padre. Para ello era imprescindible la credencial matrimonial.
Ninguno de los dos, que habíamos forjado nuestra relación en la estela de los años
“sesenta”, aceptábamos que nuestro amor tenía que ser sancionado por un cura o
un juez. Pero no hubo alternativa. Éramos tan pobres que la supervivencia se
impuso sobre nuestra voluntad. La boda fue la garantía inmobiliaria, como en
las pelis de mi héroe Berlanga en El Verdugo, o Ferreri en El Pisito. La vida
me reservó una cruel paradoja.
Nos casamos
por lo civil. Fue de los primeros matrimonios civiles en tan moderna
democracia. El primer obstáculo para la boda fue que teníamos que apostatar.
Así acabamos en la parroquia negociando con un intrusivo párroco que ejerció
varias presiones sobre nosotros. Una vez cumplimentado este trámite llegamos al
juzgado donde un juez ejecutó la ceremonia como un acto de obediencia debida.
Fue un trance frío, en el que lo único vivo fueron las lágrimas de mi madre, a
la que parecía un desastre la boda de su hijo, nada menos que un Irigoyen que
arrastra el nobilísimo apellido por los suelos. Nos sentíamos violados por tan
poderosas instituciones y ni siquiera nos vestimos al estilo de estas
ceremonias ni nos fotografiamos.
Tras la
boda, en unas condiciones económicas horrorosas, pero asentados en la casa
cedida por el padre de Carmen, comenzó una nueva etapa en la que comencé a
buscar trabajo y a recuperar mis estudios. Viajaba a Madrid en el comienzo de
curso en octubre para comprar los programas de las asignaturas y hablar con los
profesores. En junio y septiembre iba a los exámenes. En el curso 1969-1970,
siendo estudiante en la facultad, me había desempeñado como líder estudiantil
en la facultad de Políticas y Sociología de la Complutense. Mis relaciones con
los profesores y autoridades académicas fueron privilegiadas. Recuerdo en
particular a Carlos Ollero, Carlos Moya, Julio Rodríguez Aramberri, Raúl Morodo
y otros profesores.
El regreso a
la facultad supuso un choque brutal para mí. Una parte de mis antiguos
compañeros eran profesores y vivían la recién instaurada democracia de forma
eufórica, en coherencia con las posiciones institucionales que les reportó. Yo
volvía como un Ángel Caído. Ahora comparecía como un fracasado. Había engordado
y vestía la antigua ropa, de modo que no podía abotonar mi chaqueta. Mi aspecto
deplorable anunciaba lo que se entendía como una ruina personal. Tuve que lidiar con varios encuentros en los
que la tensión éxito-fracaso se encontraba en primer plano. Aprendí a esquivar
encuentros infortunados con las gentes de mi etapa estudiantil militante, así
como a evadirme en las conversaciones cuando estos eran inevitables.
Para que los
lectores puedan comprender lo que fue ese tiempo fundacional del novísimo
régimen, uno de mis profesores míticos, Julio Rodríguez Aramberri, que era
militante trotskista y referente de varias generaciones de estudiantes
críticos, tras la victoria del PSOE en 1982 fue nombrado Director General de
Política Turística, lo cual precipitó su abandono de la Liga Comunista y la
docencia en la facultad. Para la generación última de la oposición al
franquismo, posicionarse en el novísimo estado era una cuestión esencial. En
mis tiempos de estudiante desarrollé una gran rivalidad política, como cabeza del
PCE, con José Sanromá, que era la cabeza de la entonces Organización
Revolucionaria del Trabajo (ORT). Este, el entonces camarada Intxausti, fue
nombrado un alto cargo de Consumo, ingresó en el PSOE y es miembro del Consejo
Consultivo Regional de Castilla La Mancha.
Así se forja el imaginario de la nueva clase
política providencial, portadora de la sagrada misión de la modernización de
España. El valor esencial es el éxito personal, entendido como una carrera
ascendente en la que lo decisivo es perdurar y sobrevivir. Un autor, de culto
para mí, como Rafael Chirbes, lo ha narrado lúcidamente en varias de sus
novelas. En este contexto, era percibido especialmente como un tonto incapaz de
gestionar mi capital militante y mis relaciones. Desde mi familia, que me
reprochaba mis sacrificios con beneficio cero, hasta mis viejos camaradas,
recriminaban mi escasa competencia en el arte de prosperar a la sombra del
viejo estado.
Volviendo a Santander, había adquirido la
condición de testigo privilegiado de la morfogénesis de la clase política
local. La fragmentación que antecede a las primeras elecciones de 1977 se
resuelve mediante éxodos masivos en la dirección del vencedor. En el caso de la
izquierda, del PSOE. Una gran parte de los militantes colaboradores con mis
verdugos comunistas en 1977 viajaron aceleradamente al partido “del cambio”.
Sin embargo, este partido acoge mejor a aquellos náufragos procedentes de su
derecha. En este blog he contado la prodigiosa metamorfosis de Mario García
Oliva.
Así se fragua la gran paradoja de mi vida, que
se puede sintetizar en que, en tanto que me entregué compulsivamente a la
oposición al franquismo, en el partido comunista, única alternativa entonces,
la nueva democracia imponía una redefinición de la realidad en la que era
imprescindible negarse ocultando ante los demás esa parte de mi vida. Este es
el misterio más indescifrable del nuevo régimen de 1978. Tuve que aceptar la
cancelación de una parte esencial de mi vida, sin la cual era imposible
narrarme a mí mismo. Comprobé reiteradamente los riesgos de desvelar mi
identidad militante ante mis nuevas relaciones. Tenía que constituir una nueva
identidad personal, una de cuyas partes era cuidadosamente anestesiada y
olvidada.
La negación de sí mismo era un requisito esencial
de la reinserción en la nueva vida civil. Este era un elemento compartido por
toda una generación. Así se forja la gran diáspora de los desplazados del
partido comunista de la que formo parte. La gran mayoría abandona el vínculo y
se reintegra profesionalmente. Otros nutren el PSOE y toda su constelación. Los
de los sindicatos se atrincheran en sus aparatos conformando una de las
burocracias más siniestras del nuevo régimen. Y los que se quedan cambian de
nombre y ocultan sus símbolos. Primero Izquierda Unida, y tras varias
metamorfosis, ahora devienen en Sumar, en un esfuerzo desesperado por ocultar
su identidad.
En una de las detenciones en julio de 1969,
fui interrogado por un “social” relevante: Rafael Núñez Ispas. Este me
preguntaba en tono inquisitorial acerca de mi pertenencia al partido comunista.
Ante mi negativa me decía “Entonces eres de las Siervas de María”. Este
recuerdo me hace reír, pues tras las metamorfosis de los próximos años, puede
que Sumar, Más País y otros metafóricos nombres terminen por aceptar algún
soporte semántico religioso. La imagen de Yolanda Díaz camina inexorablemente
en esa dirección, y sus presentaciones actuales, cuidadosamente preparadas por
especialistas del mercado de comunicación política, ya incluyen algunos elementos
-sonrisas, gestos, expresiones del rostro y corporales- que remiten a la
prodigiosa presencia de la mística.
En estos años de plomo de mi recuperación tuve
que vivir en régimen de pobreza forzoso. Pude constatar también el contraste
con mis antiguos colegas que prosperaron económicamente sin complejos. Así se
fraguó una nueva generación de lo que en este blog he denominado como “los
señores compañeros”. Un nuevo estrato social de alto nivel de consumo que
conserva algunos rituales de su pasado austero, que exhibe en los actos
litúrgicos de las campañas electorales para retornar a su target de consumo.
Aquí radica otra de las paradojas de la izquierda del novísimo y ultramoderno
régimen.
En estos años de recuperación tuve que obtener
menguados ingresos escribiendo en la prensa y colaborando en trabajos
sociológicos para arquitectos o proyectos de la Diputación. Entretanto avanzaba
hacia la consecución de la Licenciatura de Sociología en la Universidad. En
tanto que progresaba en mi blanqueamiento personal ocultando mi identidad
comunista en el pasado, me encontraba rodeado de personas que protagonizaban
carreras políticas exitosas, y que también ocultaban sus orígenes, pero estos
por defecto. Me refiero a gentes consentidoras con el franquismo que se
habían incorporado al PSOE en el tiempo de su ascenso inexorable al poder. La
energía producida en la carrera hacia el éxito, especificado en alcanzar cargos
políticos fue prodigiosa.
Recuerdo en particular el caso de un abogado local
que se había incorporado en el 77 al flamante partido de Tierno Galván. Entre
nosotros se había fraguado una buena relación desde lo que fueron las distintas
plataformas de la oposición de esa época y en las que yo representé al PCE.
Tras la victoria contundente del PSOE en octubre de 1982, se encontraba en un
estado personal volcánico, pues se había afiliado al partido vencedor y
esperaba un cargo acorde a sus expectativas personales. Me llamaba preguntando
si a mí me habían prometido algo. Tras varios meses de apremiante y atormentada
espera fue nombrado delegado del gobierno en Ceuta, cargo en el que se
desempeñó durante muchos años. Después no me volvió a llamar, en la convicción
de que era un fracasado, incapaz de salir de ese ejército de reserva de cargos,
que proyecta una maldición sobre quienes pertenecen a él.
En junio de 1982 terminé la carrera. Como nevo
y flamante sociólogo pude reconvertirme asignándome una nueva identidad. En mi
nueva posición pude paliar la maldición personal de ser un renegado para los
comunistas, un testigo incómodo para la constelación de arribistas y un “sin
pasado” para mis nuevas relaciones. En el otoño de este pasmoso año me encontré
con la colosal institución de la enseñanza, convirtiéndome en profesor de
Sociología en la escuela de Trabajo Social, que después fui ampliando a otros
estudios. De este milagroso encuentro nació la nueva identidad denominada “el
profesor Irigoyen”. Así me convertí en una especie de aula hasta mi jubilación.
Muchos de los alumnos con los que me he encontrado me percibían como un profe
especial, sin conocer mi génesis personal. Claro, ese especial destapaba otra
vida anterior que la casi totalidad de mis nuevos colegas no había tenido.
En este nuevo tiempo personal de
rehabilitación, mis años de las luces, tuve un asombroso encuentro, en
diciembre de 1983, con otro de los gigantes sociales: El Complejo
Médico-Industrial, que en aquellos años pretendía ser transformado por un
intrépido grupo de voluntariosos reformadores. Así terminé instalado en un campamento de los
arrabales de tan gigantesca estructura: la novísima y prometedora Atención
Primaria. De este encuentro nació otra identidad persistente hasta mi
jubilación: el sociólogo Juan Irigoyen. De este modo me convertí en un
beneficiario del nuevo imaginario médico nacido en los años setenta y que se
ubica en Alma-Ata. Como efecto de estos desvaríos aterrizamos varias
generaciones de profesionales que un amigo mío definió brillantemente como “Los
hijos de Alma Ata”, cuyo devenir ha estado marcado por la fatalidad.
Pero mi nueva identidad nunca me ha engañado y
siempre he conservado una lealtad a mis orígenes y mis años de plomo. Toda mi
vida está vinculada a un secreto originario que comparto con otros muchos. He
adquirido la competencia sublime de detectar a aquellos que guardan el mismo
secreto de origen que ha limitado mi tormentosa biografía. Para los lectores
que me habéis conocido junto a Carmen, podéis imaginar la fortaleza del vínculo
que me ha unido a ella al compartir tantos terremotos vitales, estigmas y
tiempos críticos. A día de hoy, pasados ya diez años desde su muerte, la
extraño más que nunca. Junto a ella comencé a vivir mi tercera disidencia, con el capitalismo desorganizado postfordista que conlleva la nueva sociedad de control. Ahora tengo que continuar solo en esa posición.