La ley no ha sido establecida por el
ingenio de los hombres ni por el mandamiento de los pueblos, sino que es algo
eterno que rige el universo con la sabiduría del imperar y del prohibir
Cicerón
Los que tienen a su cargo el gobierno
cuiden de no aprobar indirectamente lo que directamente prohíben
Thomas
Ho
La
prohibición y el castigo presidió mi infancia irremediablemente. Mi familia
frecuentaba las terrazas en los días festivos, en donde los niños podíamos esparcirnos
y practicar distintos juegos, que tenían como consecuencia el deterioro de la
ropa que llevábamos. Nos vestían impolutamente para nuestra comparecencia en el
espacio público. La aparición de manchas comportaba un castigo por parte de mi
severo padre. Este consistía en ponerme cara a la pared con la advertencia de
que tenía que mantener la postura y no mirar hacia atrás. Recuerdo los
comentarios jocosos a mi espalda de muchos transeúntes, así como el tono
imperativo de mi padre cuando me comunicaba el castigo: ¡Ponte de cara a la
pared! Esta sanción implicaba ser convertido en un réprobo sometido a la
visibilidad pública.
La vida
consistía en un amplísimo catálogo de prohibiciones y castigos que se
diseminaban por toda la vida cotidiana. Recuerdo escarmientos
desmesurados por jugar al fútbol bajo la lluvia; por reír en casa en la Semana
Santa, por besarme con mi novia de entonces en una cafetería de San Sebastián,
en la que nos conminaron a marcharnos de allí calificados públicamente como indecentes. Más adelante la cosa no
mejoró mucho. No puedo olvidar los controles en las pensiones que ejercían los
conserjes ante una pareja joven. En más de una ocasión requerían el libro de
familia. Recuerdo una noche en Foz (Lugo) en la que nos amenazaron con llamar a
la policía tras calificarnos como guarros.
Por eso
celebré vehementemente la llegada de la democracia, en la convicción de que una
de sus dimensiones sería la de neutralizar la espesa de red de reglamentaciones
y prohibiciones que había tejido el nacionalcatolicismo. Fueron años optimistas
en lo que se refiere a las libertades individuales, aunque todavía no había
percibido la acción molecular de los poderes plurales instituyentes de la
prohibición y del castigo. Se pueden sintetizar esos años como la división de
la vida en áreas o espacios sociales en los que se encontraban abolidas de
facto las viejas prohibiciones, y otros en las que estos resistían al cambio
con una tenacidad encomiable. Este pluralismo
en las formas de vivir me conformó como persona, pudiendo resarcirme de mi
infancia y adolescencia forjadas en un medio social caracterizado por el
punitivismo integral.
La lectura
de Lipovetsky me alertó acerca de lo que denominaba como democracias disciplinarias, ayudándome a racionalizar mis
encuentros con los mundos regidos por las prohibiciones y las amenazas. Después
pude leer a varios autores de la criminología crítica, entre los que Baratta me
fascinó. También algunos textos de Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, que me
remitieron a Foucault. Wacquant y César Manzano enriquecieron mi perspectiva,
haciéndome comprender que mi vida se desarrollaba en contextos de prohibiciones
blandas, pero que me encontraba rodeado de zonas sociales en las que imperaban
privaciones y sanciones duras.
En los años
siguientes pude comprender en su integralidad el concepto de gubernamentalidad,
enunciado por Foucault y desarrollado por los denominados autofoucaultianos, que
significaron una fértil tormenta que modificó mi esquema referencial, Nikolas
Rose principalmente. Desde esta perspectiva modelé mi mirada sobre la acción de
gobierno. Así pude resolver el dilema de la sociedad en la que me encontraba.
La atenuación aparente de los castigos generaba una idea de libertad que era
contradicha por una intensísima reglamentación que afecta a toda la vida. La
gubernamentalidad neoliberal dominante situaba a cada cual en un campo
estrictamente programado, dejando a su albedrío las acciones para ajustarse a
tan sofisticado sistema de recompensas y sanciones. En esas he vivido hasta que
recientemente el nuevo gobierno, el más progresista de la historia y tan
integralmente globalista, ha devuelto la
perplejidad a mi vida mediante el retorno al imperio de la prohibición y el
castigo.
Todo estuvo
sumergido hasta que llegó la pandemia. Esta descubrió la nueva
gubernamentalidad que portaba el salubrismo autoritario que se fusionó con el
nuevo poder modelado por el encadenamiento de sucesivos estados de excepción. Este
acontecimiento me regeneró desde el comienzo mismo del primer confinamiento
como sujeto crítico. En este tiempo publiqué en este blog muchos textos de
resistencia, consciente de que el estado de excepción sanitario sólo era la
avanzadilla de un nuevo autoritarismo. Tras el huracán Covid se destapó un catálogo
insólito de métodos autoritarios que anuncian el final de la era del gobierno
con rostro amable. La experiencia de ser gobernado imperativamente,
reglamentando mi cotidianeidad y reclamando mi obediencia bajo la coacción de
ser declarado negacionista, que es un término que sintetiza certeramente la
imponente homogeneización que se deriva de la nueva gubernamentalidad. Los
salubristas, fusionados con los policías y expertos en seguridad, nos habían
convertido en cifras, recuperando las peores premoniciones de Zamiatin.
El final de
la pandemia ha revelado la naturaleza de los proyectos y los actores políticos
de este tiempo. Las últimas leyes aprobadas en España multiplican las
reglamentaciones, suponen una escalada brutal de la prohibición, así como la divinización
el castigo, en una apoteosis autoritaria del novísimo estado/mercado. Me
impresiona en particular, visto desde una perspectiva histórica, la confluencia
entre el feminismo de estado y el derecho penal. Los discursos de las
autoridades se enuncian en tonos agresivos y amenazantes, desplegando sus
catálogos de sanciones y castigos. Estos discursos, que coexisten con la
persistencia inexorable de la violencia de género, fomentan el egocentrismo de
las miradas desde el interior de las instituciones políticas, reforzando la
quimera que desde las instancias gubernamentales se puede controlar toda la
sociedad. Las informaciones emitidas por personas en actitud amenazadora,
exponiendo su imaginario de cárceles, condenas a perpetuidad, pulseras
electrónicas y otros dispositivos de vigilancia, culto a la policía como
instancia fundamental en la resolución del problema…
El abrazo de
la izquierda y el derecho penal es inquietante. La ausencia de cualquier
reflexión sólida acerca de la expansión de comportamientos reprobables, deviene
en un déficit crónico. Así se reproduce la deriva fatal del Plan Nacional de
Drogas, que desde los años ochenta experimenta una secuencia de fracasos de una
magnitud macroscópica. El divorcio entre sus propuestas y la forma de conocer y
de vivir de las distintas generaciones que van desfilando hasta la actualidad
crece a saltos. Así se alimenta un fundamentalismo que cercena la eficacia de
las intervenciones. El descalabro del ese dispositivo termina por bloquear sus
resultados y se extiende inexorablemente al sistema educativo y los sistemas de
bienestar de los estados.
No puedo
ocultar mi decepción ante el enfoque basado en el derecho penal que practica el
gobierno. Cuando escucho algunas propuestas, -tales como que es preciso
acelerar la asignación del Ingreso Mínimo Vital a las mujeres maltratadas que
no dispongan de recursos propios para facilitar el abandono de sus domicilios-,
entiendo que la crisis de conocimiento ha adquirido un volumen desmesurado. Se
puede hablar en rigor de burbuja autorreferencial del feminismo de estado. En
esas condiciones, la operatividad de sus propuestas, fundadas en la
multiplicación de policías y dispositivos de vigilancia, parece imposible. Pero
lo peor radica en la creencia de que la perspectiva de género puede trasmitirse
desde cursos patrocinados por el estado o como nueva asignatura en la
institución mortuoria de la escuela y los centros educativos.
Estas
propuestas destapan un concepto de deificación del estado, en este tiempo destituido
eficazmente por la red de poderes globales. Para ser eficaces las políticas
punitivas, es menester la existencia de un estado total, al estilo de la vieja
URSS o las ínclitas democracias populares. Estos estaban caracterizados por un
sistema de coherencias entre el gobierno, los sistemas educativos y los
sistemas policiales y penales. En estos contextos se maximizaba la vigilancia
protagonizada por una inmensa policía, que contaba con millones de confidentes,
además del control de los severos tribunales.
Las leyes
feministas, y también la del bienestar animal y otras basadas en la
multiplicación de castigos, multas y encarcelamientos, carecen de realismo, en
tanto que la policía y el sistema penal carecen de la extensión, así como de la
coherencia con los legisladores, necesarios frente a la proliferación de
comportamientos punibles. Por eso corren el riesgo de seguir la senda del Plan
Nacional de Las Drogas, que se puede sintetizar en la fórmula de furor
prohibitivo, impotencia de la vigilancia, incremento de la población
encarcelada y, paradójicamente, expansión de los públicos consumidores, de modo
que se conforma un abismo entre los fundamentalistas del estado y los
microcontextos cotidianos, en los que se reproducen y reinventan los consumos y
los modos de consumir. En mis años de profe participé en distintas mesas y
jornadas sobre este impertinente asunto, constatando la crisis de los
prohibidores, entre los que los policías detentaban récords de desorientación.
Me gustaba decirles que ellos mismos eran unos marginados de los mundos de la
vida.
En estos
días he soñado que retornaba mi mismísimo padre, transformado en alguna
ministra dotada de un grado de santidad que le permitía afirmar con
contundencia que iba a transformar la realidad mediante la ley, la vigilancia y
el castigo. Tiene gracia que en el final de mi vida vuelvan a castigarme
mirando a la pared, tal y como hacía mi padre. Me imagino en un edificio
oficial mirando a la pared varias horas rodeado de otros indeseables por
transgredir algún precepto de la nueva ley de animales. Si algo he aprendido es
justamente la baja eficacia del castigo. La ventaja de la generalización de ese
castigo es que habría que habilitar muchos metros de pared para tanto réprobo,
y esa sí que es una competencia realista que tiene este flamante
estado/mercado.
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