Leo en el
Diario.es un texto de Ignacio Escolar que desvela una realidad de la que los
madrileños somos ajenos. Se trata del Monte del Pardo, una extensa propiedad
vallada para uso y disfrute de la Familia Real cuya superficie es mayor que la
misma Casa de Campo, y que es inaccesible a los denominados ciudadanos. Escolar
propone una analogía con la dinastía Ming en China, que disfrutó de su
misteriosa Ciudad Prohibida. Esta es, entonces, la Ciudad Prohibida de los
Borbones, que tiene lugar bien avanzado el Siglo XXI, ante la indiferencia
ciudadana y el fervor de su corte político-mediática especializada en generar
una metamorfosis de la realidad que adoctrine a los distantes súbditos acerca
de las virtudes democráticas de los sucesivos titulares de tan ínclita
monarquía.
Un viejo
amigo me propone firmar en favor de distintas iniciativas para modificar el
estatuto jurídico del Rey Felipe, que como todos los ocupantes de esa posición
se encuentran ungidos por la inviolabilidad. Lo más insólito de esta
institución, radica en que ha sido capaz de convertir las instituciones
representativas en una inmensa Corte, lista para pasar el besamanos cuando sea
convocada. Así e configura un paraíso jurídico en el interior de la democracia,
en el que reina la excepcionalidad. Esa Corte inmensa, sustentada en las
cámaras y los micrófonos, genera una gran masa de apoyo, en tanto que
espectadores adoctrinados en las narrativas audiovisuales que les otorgan el
protagonismo. El espectáculo persistente que más me conmueve es, precisamente,
la concurrencia de públicos de los denominados de “a pie”, que los aclaman allá
donde van, mostrando impúdicamente su fanatismo.
La simbiosis
de esa gran Corte con ese público aclamador sustenta la democracia española y
hace inteligible el milagro de la metamorfosis de la realidad que tiene el
honor de diseñar y ejecutar el sistema mediático. Así, Juan Carlos, un
acumulador insaciable de activos financieros, es presentado como una persona
providencial, además de cercana y campechana. Entiendo que esta Monarquía tiene
la competencia acreditada de ejecutar un espectáculo primoroso. La
comparecencia de eventos críticos que afectan a los comportamientos de tan
distinguida familia, sólo ha suscitado un estado de expectación social
moderadamente crítico.
Desde esta
perspectiva cabe comprender la historia de su Ciudad Prohibida que nos propone
Escolar, así como la complicidad de la Corte tan bien dotada en la competencia
de evadirse; la aptitud de los medios para subordinar las cuestiones jurídicas
y políticas a un relato enternecedor que ensalza las travesuras del abuelo y sus nietos, principalmente Froilán; y
la audiencia que termina por aceptar esta historia como la de unos pícaros
entrañables, desplazando lo político-formal a un segundo plano.
La Monarquía
es la institución axial del Régimen del 78, y la deriva de descomposición de
sus instituciones remite a ella misma como un factor clave. Desde mis coordenadas
biográficas, fui procesado y condenado por el entonces Tribunal de Orden
Público por propaganda ilegal, al ser detenido repartiendo un texto del PCE,
criticando la investidura de Juan Carlos como Rey por las Cortes Franquistas en
1969. Además, cumplí la condena de un año de prisión. En numerosas ocasiones he
afirmado en público mi orgullo personal por esta condena. Por eso me disgusta
contemplar el espectáculo de la confluencia de multitudes de palmeros, de
políticos coautores de la metamorfosis mediática de la Monarquía, y de
periodistas que reelaboran el relato sobre esta institución ubicándolo en la
sección de amores prohibidos.
El término
Ciudad Prohibida de los Borbones me parece fantástico. Denota el espacio
subterráneo, inaccesible a nuestras miradas, en el que los ilustrísimos
miembros de esa institución toman sus decisiones y desarrollan sus vidas. La
Ciudad Prohibida puede ser entendida como la región posterior de Erwing Goffman, el lugar en el que se cuecen
los negocios y resplandece la verdad. Lo que aparece en el Parlamento o los
medios es, siguiendo la propuesta de este autor, es la región fontal, que es donde los actores se ajustan a los papeles
preestablecidos, determinados por el guion de la historia oficial. En ese
recinto misterioso se materializan las transacciones invisibles al gran público
que conforman un orden político en el que lo oculto adquiere unas proporciones
inusitadas.
En cualquier
caso, disiento de las posiciones que ponen a las instituciones políticas en el
centro de la cuestión política en el presente. Recuerdo mis últimos años en la
universidad, en la que la gran mayoría de estudiantes de izquierda vivía ajeno
a las instituciones de la individuación y conducción, y se focalizaba a lo
político convencional. En esas coordenadas, la cuestión de la República
adquiría una centralidad desmesurada en detrimento de los poderes transversales
que empujan en favor de la contrarrevolución neoliberal en curso. El resultado
de este sesgo es la marginación con respecto a los procesos políticos más
relevantes que se materializan en la nueva educación, la empresa postfordista,
las poderosas psicologización y medicalización, así como la mediatización y
digitalización desbocada. Todas ellas se funden en una nueva individuación que
recompone drásticamente lo social como una formidable e inédita sociedad de
control.
Este es el texto de Escolar acerca de la Ciudad Prohibida de la Familia Real
El palacio imperial de la dinastía
Ming, en China, fue bautizado como la Ciudad Prohibida porque durante siglos
las personas corrientes no podían entrar. Solo la realeza y sus sirvientes.
¿Suena exótico? ¿Anacrónico? Pues las 72 hectáreas de este enorme complejo
palaciego vedado a los mortales son una ridiculez, si se compara con lo que
ocurre aún hoy en España.
Pocos madrileños son conscientes de
ello. Yo llevo viviendo en esta ciudad desde hace cuatro décadas y no me sabía
al detalle esta historia, al menos no en su enorme dimensión. Una cuarta parte
del territorio municipal de Madrid –casi 16.000 hectáreas– es un coto de caza
vedado a los madrileños, que tienen prohibido entrar. Hablo del Monte del
Pardo, la zona verde más grande de la capital de España, que solo es accesible
en apenas un 5% de su extensión. La mayor parte del terreno está cercado por
una valla de 66 kilómetros de largo, y es de uso exclusivo de la familia real.
Que los reyes de España tuvieran
parques y jardines para su disfrute personal no es una novedad. Fue así con el
parque del Retiro, que solo usaron los Borbones hasta bien entrado el siglo
XIX. Pasaba lo mismo con la Casa de Campo, que fue también terreno exclusivo de
los reyes hasta que llegó la II República. Y sigue siendo así, en el siglo XXI,
con el Monte del Pardo. Insisto: este coto de caza mide 160 kilómetros
cuadrados, un 26% del terreno total de la capital. Y hablo de un enorme bosque
de propiedad pública: es de Patrimonio Nacional.
No busques una equivalencia similar
en cualquier otro país de nuestro entorno. No encontrarás nada igual. ¿Es
normal que una capital europea tenga vedado el acceso a sus propios ciudadanos
de una cuarta parte de su territorio? ¿Tiene sentido que en pleno siglo XXI se
mantenga un privilegio así? Y la pregunta más importante, en mi opinión: ¿cómo
es posible que este tema no haya generado siquiera un debate público en España,
aunque la conclusión final sea que hay que limitar el acceso a esa zona para
proteger ese entorno natural? ¿Por qué la mayoría de mis vecinos no
es probablemente consciente de que la mayor zona verde de Madrid es solo
para los reyes y sus amigos? Un espacio de recreo para que puedan cazar
corzos, o esconder en otro palacete de tres millones de euros a su amante, como
ocurrió con Corinna Larssen, que vivió varios años allí.
Te recomiendo que leas este reportaje que publicamos sobre El Pardo. Y que preguntes a tus amigos si conocían esta historia. ¿Nos parecería
normal que hoy la Casa de Campo o el Retiro fuesen solo para reyes? Pues El
Pardo es cuatro veces más grande que estos dos parques juntos. Y sigue siendo,
en el año 2023, la Ciudad Prohibida de la dinastía Borbón.
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