La televisión asociada con la digitalización ha reconfigurado
integralmente las instituciones y la vida. En este blog he analizado en
diversas ocasiones la política del presente desde la perspectiva de la
videopolítica. Un autor como Regis Debray ha aparecido en varias ocasiones en
estas páginas. En los últimos meses, tienen lugar en el Senado los martes y
frente a las cámaras, los encuentros entre el presidente Sánchez (Yo, El
Supremo) y el líder de la oposición Feijóo. Su conversación se constituye en una
muestra elocuente de una banalidad que alcanza niveles insólitos. Ambos se
muestran frente a las cámaras como portadores de palabras y gestos elaborados
por sus equipos de comunicación en los que la hilaridad alcanza el éxtasis.
Así, una frase del repertorio pepero como la de “gente de bien” es sometida a
una infinita réplica en la que predomina la sátira.
La ausencia de discusiones programáticas es compensada
mediante la profusión de zascas, memes y puestas en escena cocinadas en los
estados mayores de los partidos. Esta confrontación se explica como resultante
de la mediatización y predominio de las televisiones y las imágenes. Así, las
intervenciones de los líderes son cuidadosamente preparadas para satisfacer y
estimular a sus espectadores. La condición de este espectáculo determina que la
audiencia se fragmente entre seguidores de una u otras opciones políticas. Se
hace patente que “Se trata de la televisión, amigo”. La verdad acerca de que el
medio es el mensaje es incuestionable.
Sin embargo, en la esfera política se sobreentiende como algo
natural y neutro la omnipotencia y omnipresencia de la televisión. Por eso he
iniciado aquí la publicación de textos de autores críticos al respecto. En octubre de 2022 de el libro “Caos, capitalismo, televisión” de Miguel Ibáñez un
textillo que explica los efectos de la tele como “una tormenta en la mente”. Mi
intención es seguir presentando aquí textos de distintos autores.
Hoy presento algunos fragmentos de un autor que ha ejercido
un gran estímulo para mi persona: Eduardo Subirats. Corresponde a un libro
fundamental: La linterna mágica. Vanguardia, Media y cultura tardomoderna,
Ediciones Siruela, 1997. Estos párrafos corresponden al capítulo IV de la
segunda parte de este libro.: Nihilismo electrónico. Mi intención es seguir publicando
algunos fragmentos de los siguientes capítulos. Espero que pueda estimular a
algunos lectores de forma semejante a mi propio proceso. Una conclusión gruesa
es la que, desde esta perspectiva del medio televisión, se hace factible y verosímil
la coherencia del gran espectáculo de la trivialidad y el caos político
imperante.
Buena lectura.
Presencia de
una ausencia, realidad volátil, imágenes ectoplásmicas, encapsulamiento de la
realidad, conciencia sitiada: todo ello señala en la dirección de una
devaluación de la realidad, a un distanciamiento ascético, a un principio de
renuncia a la inmediatez táctil, al contacto personal, a la percepción
inmediata, a la interacción erótica individualizada, a la relación intuitiva
con el entorno físico. El encapsulamiento mediático del espectador moderno
configura la condición de una existencia individual monádica, degradada
psíquica y sexualmente, comunicativa y artísticamente. La televisión, y más
tarde las redes de comunicación electrónica, desempeñan el papel del sacerdote
nihilista. Este nihilismo mediático tiene que ver fundamentalmente con la
dialéctica del reconocimiento electrónico, y, en general, con la transformación
mediática de la relación humana con su hábitat social y natural. Es el resultado
de su doble condición de distancia y proximidad con respecto al objeto, de
mediación técnica y manipulativa, por una parte, y de cercanía mimética o poder
mágico por otra. Y es asimismo la
imposibilidad por parte del espectador televisivo o del agente de la
comunicación electrónica de conferir un sentido al mundo que le rodea. Es la
condición electrónica de la destrucción de la experiencia. Los paisajes
televisivos de las guerras tardomodernas, sus signos entrecruzados de violencia
sádica e indiferencia moral, no son más que el exponente extremo de esta
constelación.
Marie Winn
ha señalado al respecto […] Mirar la televisión no es verla. No comprende un
proceso cognitivo de percepción, elaboración reflexiva de imágenes y textos, no
es una experiencia. Se da por sentado que la televisión no puede verse
reflexivamente a sí misma. Mirar la televisión tampoco significa contemplarla.
La contemplación supondría una relación meditativa o estética en un sentido
tradicional de la palabra. Mirar televisión es la experiencia negada de una
visión encerrada en los límites de su radical opacidad…
Una encuesta
reciente de Nordenstreng en Finlandia señalaba un paradójico resultado. El
porcentaje de población que presenciaba por lo menos en una ocasión diaria los
programas televisivos de noticias era alto: un 80 por ciento exactamente. Pero
la aplastante mayoría de estos espectadores no sabía responder la pregunta
sobre lo que recordaban de las noticias del día anterior. La frase usual era
<<Nada importante sucedió ayer>>. Nordenstreng formulaba una
conclusión literal a esta situación: la indiferencia subjetiva con respecto a
los contenidos efectivos del flujo mediático, la neutralización electrónica de
la experiencia, el carácter no reflexivo, sino ritual, del acto de mirar la
televisión.
Uno de los
comentarios de telespectadores recogidos por Sut Jhally señalaba, entre otras
características de su experiencia mediática <<Procuraba mirar la
televisión siempre que podía, pero no me devolvía un sentimiento real de placer.
Era como no tener orgasmo, no tener catarsis, algo muy frustrante. La
televisión no me daba la satisfacción prometida, sin embargo, seguía
mirándola…La televisión prometía tantas cosas, no podía contenerme, y luego
todo acaba evaporándose en el aire…>>. ¿Cómo definir una experiencia
señalada por la expectativa de un placer mágico, casi se diría que por una
especie de redención, y, al mismo tiempo, por la compulsión y la adicción, la
hipnosis o la anestesia, la falta de concentración reflexiva, la frustración
reiterada y permanente, junto a una suerte de ataraxia frente a una realidad de
todos modos evanescente?
La respuesta
a esta central cuestión suele ser una serie de slogans como adicción a la
pantalla, hipnotización, distracted listening, compulsión, inercia,
colonización del tiempo… o bien formateo de la interacción subjetiva y de la
atención, influencia sobre las expectativas y predicciones, efecto sobre el
almacenamiento. […….]
En el reino
frío de la inmaterialidad cristalina y del realismo holográfico los objetos
adquieren la misma consistencia que los ectoplasmas espiritistas. Pero así como
la abstracción estética del arte moderno, y sus valores asociados a la pureza,
vacío y racionalidad, se complementaron con lo que, en su expresión más violenta,
el surrealismo llamó irracionalismo caníbal, así también la volatilización de
lo real se complementa con el hiperrealismo dramático de una pornografía
mediática que abarca desde la publicidad hasta los espectáculos al vivo de
razias, secuestros, asesinatos o genocidios, y en los canales de comunicación
electrónica toda una amplísima gama de efectos hiperreales que incluyen desde
un sadismo sexual de características explícitamente criminales hasta el
terrorismo. El hedonismo publicitario, con sus símbolos eróticos o sus efectos
subliminales o el hiperrealismo de la imagen documental o electrónica,
intensificado por la descontextualización y fragmentación de la presentación
informativa, y autentificado como realidad radical a través de esta carga
emocional y dramática, constituyen la necesaria otra parte del distanciamiento
mediático, de la volatilización de la realidad que impone, y del vaciamiento de
todo sentido subjetivo en el espectáculo electrónico.
Entre el
nihilismo estético que atraviesa las vanguardias y la eliminación de la
experiencia en los medios electrónicos de comunicación existe una conexión
lógica. La indiferencia y pasividad dadaístas, la estética surrealista de lo
alucinatorio, o la espectacularización de lo real proclamada por los futuristas
constituyen algunos de sus hitos más señalados. Su significado estético se
reitera en el espectáculo mediático contemporáneo, en su culto a la violencia y
su indiferenciación de una realidad fragmentada, descontextualizada,
indiferente. El espectáculo de la destrucción, a la vez como visión de la
muerte o sus metonimias, y como eliminación de los vínculos comunitarios,
comienza con esta volatilización técnica del objeto, la visión de su
transubstanciación, el éxtasis del vacío y lo sublime.