Diego fue un alumno en los últimos años de la licenciatura,
inmediatamente antes de la llegada de la reforma Bolonia. No frecuentó mucho mi clase, pero, a partir
de conversaciones breves y fragmentarias, suscitó mi simpatía, constituyendo la
típica relación en el desierto del aula que va más allá de lo hablado. Era
gaditano, siguiendo la estela de muchos estudiantes de esta tierra que pasaron
por la clase dejando huella de su inteligencia y coriginalidad. Formaba parte
de un pequeño grupo de alumnos descontentos con el papel que les asignaba la
institución, que se podía representar como una factoría concertada de clases,
apuntes, fragmentos de textos y exámenes. Esa máquina institucional se
apoderaba de su tiempo y los determinaba como receptores de discursos
profesorales, de lluvia pertinaz de resúmenes, de capítulos de libros que
conformaban una verdadera lapidación académica. Tenían que resistir el huracán
bibliográfico que se cernía sobre ellos, y que, como el pedrisco en una
granizada, caía en pedazos separados los unos de los otros.
Diego era casi un estereotipo, que representaba en su persona
la inadaptación a este sistema de intensos chubascos de clases y fragmentos de
textos. No encajaba bien en esta factoría y llevaba mal la acomodación a su
funcionamiento. Por el contrario, representaba muy bien su destreza en el arte
de vivir, recurriendo a los saberes no formalizados precisos para ello.
Manifestaba su disgusto por la dispersión en las múltiples asignaturas, en las
que los profesores imponíamos nuestras reglas específicas como si sólo cursasen
esa asignatura. Adquirir la competencia de lidiar con los profesores y sus
normas era una tarea de gigantes.
Pero la razón principal por la que Diego está aquí remite a
su protagonismo en un evento que para mí representó una gran crisis. Resulta
que siempre mostraba mi disgusto por las arquitecturas del aula. En este blog
publiqué un post al respecto. Las aulas eran cajoneras con múltiples pupitre
hacinados y dispuestos en filas y columnas, lo que restringía totalmente la
cristalización de un grupo, y ubicaba a cada uno en un espacio limitado por los
cogotes de los que se encontraban delante. Cualquier conversación resultaba tediosa y la gente esperaba la reanudación del
monólogo del profe visible para todos.
En los últimos años intenté en varias ocasiones romper esa
maldición. Justamente el año en el que Diego estaba matriculado en una
asignatura troncal que impartía, Estructura y Cambio de las Sociedades, se
generó una situación en la que pudimos trasladarnos a un aula-seminario en la
que los pupitre estaban dispuestos en forma de rectángulo, de modo que los
asistentes se encontraban cara a cara sin excepción. Ese curso tenía una
relación perversa con el grupo de asistentes, en tanto que ellos me hacían
llegar su satisfacción por las clases, pero no generaban ninguna iniciativa y
se escaqueaban cuando les hacía una propuesta en la que tenían que asumir
responsabilidades.
En ese ambiente sucedió el acontecimiento-bomba que
protagonizó Diego. Un día se presentó en la clase y me dijo que no podía
asistir pues tenía que ir a otra clase en el mismo horario de la jungla
académica. Entonces me dijo desenfadadamente, fiel a su estilo, que le
interesaba mi clase y por eso iba a dejar una grabadora de voz, que depositó en
un pupitre, para registrar la sesión. En ese momento comprendí la significación
de la clase, un acto social susceptible de reproducirse sin la presencia de los
involucrados. Me invadió una sensación de horror vacui.
Mi egocentrismo derivado de vivir persistentemente en un
medio de monopolio de voz en las clases, de productor de un discurso que los
alumnos transforman en algo tan cerrado y mortuorio como los apuntes, y de ángel examinador, se sintió profundamente
amenazado. Mi subjetividad estaba determinada por la convicción de que la clase
tenía un componente de autoría, y de que no era un portavoz pasivo de la
sociología académica. Además, me encontraba sumido en una imaginaria
resistencia a la reforma de Bolonia, uno de cuyos objetivos primordiales era
crear una fábrica de la transmisión de conocimiento, lo que requería la
desprofesionalización y proletarización de los profesores, convertidos en
ejecutores de programas estandarizados.
Todas estas consideraciones se derrumbaron súbitamente con la
grabadora de Diego. Esta representaba todas las sinergias imaginables de los
sinsentidos de mi oficio. Mi respuesta fue tajante negando la posibilidad de la
grabación. Pero me hizo comprender mejor las lógicas de las clases
monopolísticas. En ese tiempo tuve una experiencia fecunda. En una sesión de
sociología para funcionarios de la OPS, en la Escuela Andaluza de Salud
Pública, en una clase rectangular de esta institución, los alumnos tenían a su
disposición un portátil cada uno. Pues bien, comencé una exposición y en ese
aula de distancias cortas, todos estaban ajenos a mi sermón y concentrados en
sus pantallas. La situación era explosiva y me salvó una médica que estableció
una conversación conmigo. También entonces me interrogué acerca de los sentidos
de las clases.
Volviendo a la grabadora de Diego tenía muy claro la
obsolescencia del sistema. Los estudiantes eran enjaulados (enaulados) en
clases de dos horas, que representaban entre veinte y treinta horas de clases a
la semana. La saturación alcanzaba un nivel casi autodestructivo. La
planificación académica se hacía sobre el número de aulas y los pupitres que
había en ellas. Es evidente que un tipo cumplidor sometido a ese ritmo
frenético de clases terminaba agarrotado, de modo que apenas disponía de tiempo
para leer, estudiar o realizar otras actividades. Además, en cada clase se
arrojaban sobre él múltiples fragmentos de texto que no podía leer. Los más
inteligentes aprendían a sobrevivir sin deteriorarse.
Este era el caso de Diego que protagonizó varios
microconflictos con distintos profesores y sus sistemas de reglas
particularistas. Nuestra relación de simpatía se materializó en varias
conversaciones breves, pero llenas de sentido. Lo mejor que se podía decir de
él era que una persona así no cabe en el mundo de las (j)aulas y sus modos de
gestión. Consiguió licenciarse conservando su identidad, cosa que no todos lo
consiguen. Y ahora una paradoja. Su último examen lo hizo en mi asignatura de
Estructura y Cambio. Este representaba mis particularismos. Duraba dos horas y
media, podían disponer de sus papeles personales y las preguntas eran de
analogías y diferencias entre enfoques teóricos, o aplicaciones de conceptos.
Al final del examen me dijo que terminaba la carrera y que se había convertido
en un estudiante masoquista, porque ese tipo de examen había terminado por gustarle.
Lo recuerdo a última hora de la tarde pedaleando por la Gran
Vía cuando me dirigía hacia casa tras oficiar varias clases y tutorías. Su porte era distinto al Diego perplejo ubicado en un pupitre.
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