Ariadna era
una estudiante de sociología que detenta una posición privilegiada en mi
memoria de profesor. En el páramo afectivo e intelectivo del aula, se
constituyó una extraña relación entre nosotros. En lo que a mí se refiere, esta
alcanzó una intensidad extraordinaria, llegando a una magnitud que, a día de
hoy, tras cinco años de alejamiento de los estrados y las tarimas, sigue
suscitando mi reconocimiento y emoción. Pienso que he sido afortunado por
encontrarme con ella. Si tuviera que calificarla en una etiqueta sintética, en
esta predominaría la palabra “independiente”, aunque en ese espacio quizás
fuera más preciso decir “indomable”, o “irreductible”. Ella siempre tuvo la
capacidad de preservar su autonomía frente a las intrusiones formidables que
desarrolla la institución universitaria, una de las cuales era la mía.
Nuestro
encuentro tuvo lugar en varias de las asignaturas que impartía, a lo largo de
distintos cursos académicos. Su influencia en mi persona alcanzó un nivel que, en
el último año, cuando no estaba presente en la clase, me invadía una extraña
sensación de orfandad, en tanto que la consideraba una interlocutora
privilegiada de mis sermones profesorales. Del mismo modo, cuando se encontraba
presente, llenaba el espacio del aula, y me proporcionaba una misteriosa
estimulación. Mi reconocimiento hacia
ella no estaba motivado solo por su inteligencia, puesto que he tratado con
muchos estudiantes inteligentes, sino por su capacidad prodigiosa de preservar
su autonomía, esquivando la doma académica, pero, al mismo tiempo, aprovechando algunos de los materiales de las
clases y las lecturas de las asignaturas.
Ariadna se
comportó en todos los cursos en los que nos encontramos, como una auténtica
autora, que se pilota a sí misma rechazando la conducción institucional.
Todavía recuerdo el día de nuestra despedida, en el que ella marchaba a su
Argentina natal. Fue un encuentro emocionante, en un café cercano a la
facultad. Ella me regaló un libro con una dedicatoria en la que agradecía mi
furor profesoral a favor de su aprendizaje. Después he tenido noticia de ella y
sus derivas profesionales como socióloga y docente en su país, en una época de
clausura del sistema profesional para su generación.
La relación
entre nosotros estaba determinada por las asimetrías institucionales de la
universidad. Yo era profesor estable y ella una estudiante móvil. El orden
institucional nos separaba drásticamente. Mi posición se encontraba amparada
por la tremenda institución, en tanto que ella era una víctima de la
desorganización académica y la pésima calidad de los servicios ofrecidos por la
facultad. La distancia cósmica entre nuestras posiciones, se encontraba
envenenada por un factor adicional que representaba un vector de perversidad en
nuestra relación. Este radicaba en mi posicionamiento abiertamente crítico en
el aula con respecto a la institución, que no tenía efecto alguno sobre el
funcionamiento de la misma. Pero mis sermones críticos tenían el efecto
perverso de que algunos estudiantes disidentes, como ella, tenían la sensación
de que yo mismo “les robaba” su cuota crítica, o que les suplantaba, siendo, al
mismo tiempo, parte del dispositivo institucional.
En este contexto
se desarrolló nuestra extraña relación, que nunca se materializó en
conversaciones abiertas y pausadas, pero que alcanzó una intensidad inusitada
mediante conversaciones breves y alusiones y gestos. Así se conformó como una
interlocutora privilegiada de mis prédicas. Ella me correspondía devolviéndome
un feedback en forma de gestos y modos de estar, así como de respuestas, tanto
en el aula, como en los trabajos escritos que realizó en todas las asignaturas.
Nos
conocimos en una asignatura optativa que impartía en los años previos al
huracán de Bolonia. Era Sociología de los movimientos Sociales”. Ella entonces
militaba en grupo de izquierdas esculpido por la horma del viejo marxismo
caducado. Varias personas de su grupo se matricularon, algunas gentes
entrañables por su inteligencia y saber estar en esa terrible institución
demoledora de las inteligencias. Todavía recuerdo con afecto a Amaya, Diego y
otras personas enormes. El desencuentro entre nuestros posicionamientos era de
gran magnitud. El movimiento obrero era la cuestión principal que determinaba
la diferencia. Mi referencia era que este se había institucionalizado
cristalizando en los sindicatos y los partidos obreristas convertidos en
parlamentaristas e interclasistas. Por tanto, se trataba de instituciones,
habiendo perdido los rasgos de movimientos sociales vivos.
Ellos
resistieron en la clase mediante interpelaciones a mis prédicas, a las lecturas
de la asignaturas, distanciándose de las valoraciones de los grandes
movimientos sociales de los años sesenta: ecologismo, feminismo, pacifismo o
estudiantiles principalmente. A lo largo del
curso se reflejaron las tensiones derivadas de la réplica de este grupo.
Ariadna participó en esta contestación informal pero cuando entregaron los
primeros trabajos escritos, ella apostó por incluir su réplica en ellos
mediante la aportación de sus propias referencias, es decir, que utilizaba las
lecturas de la asignatura pero recurría a una selección de las mismas,
aportando además sus propias fuentes bibliográficas.
Así comenzó
mi reconocimiento a su persona. Le puse una nota muy alta, pero le formulé la
objeción de que su trabajo tenía una impronta literaria, recomendándole el modo
de escritura estrictamente sociológica o profesional. Pero su primer trabajo
abrió nuestra relación, suscitando mi interés en su persona, tanto en su
talento como en su autonomía personal indomesticable. La defensa numantina de
sus esquemas referenciales engendró en mi persona un sentimiento de admiración.
A pesar de nuestras diferencias, percibía señales de reconocimiento por su
parte. Este fue el primer episodio de la cadena que forjó nuestra extraña
relación en el desierto académico, en el sórdido páramo del aula.
Con
posterioridad se matriculó en dos asignaturas impartidas por mí “Estructura y
Cambio de las Sociedades” y “Sociología de la Salud”. En estos años, había
cristalizado entre nosotros la extraña relación, que se materializaba en
saludos especiales cuando nos encontrábamos por los siniestros pasillos de la
facultad, incluso con breves conversaciones acerca de la situación de la universidad
o general. En ambas asignaturas Ariadna había experimentado un salto, de modo
que se esforzaba en los trabajos escritos, pero reforzando su proverbial
autogestión intelectual: seleccionaba las lecturas recomendadas por mí e
incluía las suyas. La calidad de los trabajos era incuestionable, así como sus
intervenciones orales en las clases. Mi reconocimiento fue escalando hasta
llegar, como he relatado al principio, a una extraña adrianadependencia, que se
hacía presente los días de ausencia suya en la clase. Asimismo, en mis
intervenciones, muchos de los mensajes iban dirigidos a ella, reforzando así
nuestra relación platónica especial profe-alumna.
La escalada
en nuestra relación llegó, con el tiempo, a la colaboración. Su grupo había
evolucionado, en tanto que sus acciones trascendieron la condición de caja de
resonancia de grandes cuestiones reivindicativas. Así llegaron a realizar
acciones localizadas en la facultad y dotadas de otros objetivos y sentidos. La
principal fue la de poblar el hall de entrada de la facultad. El edificio era
un laberinto de pasillos y aulas que albergaba los tránsitos de los
estudiantes, convertidos en máquinas de recepción de contenidos académicos. El
hall, era un lugar de paso de los buscadores de asientos. Entonces ellos
decidieron convertirlo en un lugar donde los estudiantes pudieran “estar”.
Establecieron
una fecha para reconquistarlo. En el acto inaugural de reapropiación de ese
espacio decidieron tirar globos desde el piso alto a las doce, al tiempo que
ellos irrumpían y se instalaban en el hall, tomando posesión de él. Recurrieron
a mi colaboración para ocultar en mi despacho los globos hasta el momento de su
uso. Acepté encantado porque compartía el sentido de la acción. Desde siempre
he entendido el movimiento estudiantil como una pugna por el espacio. En los
últimos años de ejercicio profesional me negaba a hacer huelga y acudía al aula
para realizar un acto alternativo a la programación académica.
La toma del
hall fue esplendorosa. Un centenar de estudiantes se lo reapropiaron con
métodos festivos. Trasladaron distintos muebles que aposentaron allí. Tuvieron
la iniciativa de pedir a todos los profesores que donaran un libro para crear
una pequeña biblioteca. El aspecto del hall fue magnífico el primer día. Había
estudiantes conversando en butacas y sofás, gente leyendo, otros jugaban al
ajedrez. El monopolio drástico de la institución sobre el espacio y el tiempo
había sido transgredido, ofreciendo una hermosa imagen de convivencialidad
reforzada por la presencia profusa de libros y revistas.
Pero, en una
acción de estas características siempre comparece el excedente imaginario de la
protesta. Entonces, tras un primer día esplendoroso en el que las autoridades
se vieron sorprendidas y la imagen del hall era espléndida, siendo recibida con
simpatía por muchos estudiantes y algunos profesores, un grupo de personas
entró en el decanato y se apropió del tresillo que había en él y que la decana
utilizaba para las visitas. Bajaron el tresillo y lo instalaron en el hall.
Este fue el pretexto formal para asociar esta acción al axial concepto de
riesgo, contratando un servicio de seguridad que se hizo presente en el hall,
reforzando la imagen de conflicto. Todo terminó mediante la reapropiación del
hall como espacio de paso para tan atareados clientes transeúntes en el
laberinto de aulas y pasillos.
En mis
últimos años como profesor tuve que desempeñarme en las aulas industrializadas
derivadas de la reforma de Bolonia. Las actividades académicas eran
obligatorias, todo se encontraba medido por la institución central de la
evaluación, al tiempo que había operado una gran homogeneización. En ese aciago
ambiente se agrandaba el recuerdo de estudiantes como Ari. Mis últimos
encuentros en el laberinto de pasillos con ella eran entrañables y me esforzaba
por expresar fugazmente mi reconocimiento y mi afecto.
El espectro
de Ariadna no se ha desvanecido en mis ya cinco largos años de jubilación y
alejamiento de esa infausta institución. Todavía sonrío cuando me acuerdo de
ella y me pregunto por su estado. A veces miro el mapa de Argentina e imagino
su tránsito actual. Sé que se desempeña como docente en algún ecosistema
académico dotado de una toxicidad diferente a la proverbial española. Confío en
que su inteligencia y autodeterminación la preserve de la decadencia personal.
Un abrazo indómito para la indoblegable Ariadna, habitante de excepción de las
aulas de los años anteriores a la irrupción de Bolonia.
Me trae a la memoria un viaje a Londres, ciudad turística donde las haya. En mi deambular sin rumbo llegué a Camden Town y, a través de calles secundarias, desemboqué en un pequeño canal. Descubrí para mi sorpresa una guerra naval infantil. Jugaban a piratas con espadas de madera y simulaban abordarse con sus pequeñas barcas. La vida florece entre matas secas.
ResponderEliminarRecibo un comentario de Laura Vaquero, una de las entrañables habitantes del aula, y no sé porqué razón no logro subirlo aquí.
ResponderEliminarAsí que he copiado el texto , este es
La inteligencia no se puede dilapidar, por mucho que les moleste o la ataquen, sigue ahí. Lo aprendido queda y se aplicará en el momento oportuno. Todas esas capacidades están ahí, muchas veces no nos dejan el espacio para desarrollarlas, pero tarde o temprano, saldrán a la luz. A veces hay que esperar pacientemente hasta que llegue el momento adecuado. Y la inteligencia no solo se aplica en el ámbito estrictamente profesional, se aplica en múltiples ámbitos de la vida donde esas personas son agentes de cambio. Ese cambio social que tan bien nos explicaste, que choca y es reprimido por la estructura social, pero que siempre está ahí. Gracias por tus grandes enseñanzas, nos acompañarán toda la vida.
Gracias Laura