lunes, 24 de octubre de 2022

LA MEDICALIZACIÓN FATAL DEL PARQUE DEL RETIRO

 




El parque del Retiro de Madrid es un pequeño paraíso vegetal en el centro de la ciudad. Es un entramado de distintos espacios de jardines, estatuas y varios edificios que albergan distintas exposiciones. Soy paseante habitual e hiperfrecuentador de sus mil paseos posibles. El parque, como es común a cualquier espacio, refleja estrictamente las influencias propias de la época. En mis paseos constato el contraste entre los mundos sociales que lo frecuentan ahora con aquellos de mis años jóvenes. La distancia entre los contingentes de habituales de entonces y de ahora es colosal. El aspecto diferenciador más importante radica en la brutal mercantilización que opera en el presente, en el sentido de que una gran parte de actividades que cobija son el efecto de mercados expansivos, principalmente del consumo inmaterial.

Sobre el Retiro se han abatido simultáneamente varias olas de gran magnitud. La más relevante es la del turismo. Legiones inmensas de turistas entran todas las mañanas, principalmente por la Puerta de Alcalá, y visitan apresuradamente el estanque grande, convirtiendo la estatua de Alfonso XII en un verdadero paraíso fotográfico, para después bajar al Palacio de Cristal, lugar en el que las sesiones fotográficas alcanzan el éxtasis, para confluir en el Ángel Caído, que facilita el final del itinerario para salir por las diversas puertas de Alfonso XII, que llevan a tan compulsivos viajeros a la zona de museos, que completa la esforzada jornada.

La segunda gran ola que se hace presente es la del planeta de la salud, en la versión del cuerpo esforzado y su necesario disciplinamiento. Una multitud de grupos variopintos se apodera del espacio para desarrollar distintas prácticas deportivas. El running; los deslizantes en bicis, patinetes, patines y otras formas de rodar; los esforzados de la gimnasia en grupo; el planeta del yoga en múltiples versiones… Todos ellos dominan el espacio desplazando a otras formas tradicionales de estar en el parque. En sus actividades predomina la programación, la medición de tiempos y resultados y otras formas que los conforman como ocio taylorista, que suele implicar un gregarismo extraordinario con respecto a las legiones de monitores y entrenadores que con sus voces imperiosas rasgan el silencio o los ecos de los pájaros.

Hace unos días una amiga me descubrió un cartel, que reproduzco en la cabeza de este texto, que aludía a “Circuitos Terapéuticos. Itinerario neumológico”. Este rótulo anuncia el comienzo de la medicalización del espacio del parque, mediante la presencia obligada de pacientes en busca de rehabilitación. El itinerario neumológico es el precursor de futuros usuarios del parque agrupados por la prescripción de otras especialidades médicas en busca de la redención de sus segmentos de mercado. El sentido que unifica a estos nuevos usuarios, no es gozar de los árboles, el sosiego, el paseo y la conversación pausada o la ensoñación, sino la materialización de una prescripción profesional, que se supone complementaria al tratamiento con fármacos. De este modo, el poderosísimo complejo médico-industrial se hace presente impetuosamente en el parque para reapropiarse de una parte de sus espacios con sus usos curativos o rehabilitadores. 

La medicalización imparable de la vida y la sociedad, irrumpe en este pequeño paraíso, en el que los paseantes no programados, adscritos a los sentidos tan bien definidos por Le Breton, son gradualmente desplazados por aquellos guiados por los sentidos de la sujeción a los profesionales de la vida entendida como un sumatorio de cálculos racionales.  Tras los neumólogos es de esperar que comparezcan los cardiólogos, los procedentes de la descomposición de la traumatología y reumatología en múltiples males, así como los oncólogos y otras tribus profesionales.

El paseo aproblemático sin rumbo definido, el vagabundeo sin objetivo, el goce íntimo entre los árboles del que nos regocijamos los paseantes serenos, y también aquellos que hacen un arte del estar en un espacio que conforma un sistema visual, es amenazado por las legiones de los que entienden la vida como “hacer cosas”. El gimnasio es la institución axial de estos esforzados ciudadanos, donde cada cual esculpe su cuerpo con arreglo a un programa individualizado y supervisado por un monitor, que implica ratios de resultados, eficacia y otras piezas del taylorismo.

Una de las formas más eficaces de expulsión de los públicos residuales de paseantes de varias clases: gentes que conservan algunos rasgos bohemios; inadaptados; poetas y artistas; tipos no encuadrables en los mundos sociales regulados por la evaluación, extranjeros de distintas clases residentes en Madrid, así como otras clases de “raros”, resulta de las voces imperativas de los distintos monitores de gimnasia, patines y otros, que remiten a la institución del ejército. Así proliferan gritos que identifico con el “firmes”, que suena “firss”, y que me hacen alejarme de los territorios poblados por los tayloristas del cuerpo y el espíritu, en busca de formas de silencio.

Los sábados y domingos el Retiro adquiere un esplendor inusitado, en tanto que es invadido por grandes muchedumbres de familias en busca de una evasión de la vida programada. Es cuando más se parece al pasado de mi adolescencia. Los sonidos gozosos que producen, risas, voces, conversaciones celebrativas, no son molestos para mí, en tanto que su tono no es imperativo. Entre las especies repobladoras de un ocio no industrializado se encuentran los contingentes de latinoamericanos, propensos a disfrutar de un tiempo que se puede entender como una suspensión provisional del trabajo y las obligaciones crecientes derivadas de las programaciones de los profesionales.

Me encanta contemplar, en el entorno del Palacio de Cristal, las colas de turistas en busca de imágenes para nutrir su historia personal, que contrastan con las familias desplegadas sobre el césped para pasar unas horas de expansión espontánea, sin programa alguno. Pero tengo claro que, en términos  de proceso, el cerco a las especies “tranquilas” es asfixiante, y que la hegemonía de los autómatas programados por las industrias del ocio, turismo y salud tienen todas las de ganar. Por eso casi siempre voy inventando letrillas que llenen el proverbial “no nos moverán”, que canturreo en señal de protesta interior contra las especies invasoras. Me gusta  decir que los espontáneos cotidianos no programados somos como las cotorras argentinas, que han sido expulsadas finalmente del parque.

Tras el descubrimiento de los circuitos terapéuticos neumológicos, dialogo en silencio conmigo mismo afirmando que tiene guasa que invada la vida y el espacio un sistema de tan menguada eficacia, que conforma una nutrida población afectada por males incurables y que es encuadrada en el nebuloso mundo de la rehabilitación, en el que la efectividad alcanza casi su grado cero. Es inevitable la fantasía negativa de imaginar controles sanitarios a la salida de cualquier camino, semejantes a los que se practican a los conductores.

 Durante mis años de residencia en Granada contemplé un programa de salud que conduce Roberto Sánchez Benítez., “Salud al Día”. Este programa colonizaba la vida de los paisanos convertidos en pacientes. La vida se encontraba determinada por el conocimiento y el cálculo profesional. Recuerdo que mostraban paseos cronometrados y guiados por un instructor, que eran interrumpidos por algún médico rodado en una playa o paisaje natural, que irrumpía vestido con bata blanca y utilizando su lenguaje y autoridad pastoral salvadora de los pacientes-feligreses. Era verdaderamente patético, tanto los contenidos como las formas, pero ejecutaba un programa radical de medicalización. Esta operaba mediante su localización en los segmentos sociales más indefensos: rurales y mayores. No puedo evitar ahora imaginar que a la salida de cualquier senderillo me voy a encontrar con el periodista, o uno de sus médicos ataviado con bata para regalarnos una recomendación imperativa saludable.

Termino aludiendo de nuevo a la lucidez de Le Breton, que proclama que el paseo no programado significa una resistencia al formidable sistema que ha colonizado toda la vida y la sociedad. Eso mismo pienso cuando salgo del laberinto urbano y me interno en esa isla. Este es un indicio fatal de acoso a las menguantes poblaciones de paseantes espontáneos y desproblematizados. No puedo dejar de evocar mis experiencias en los enigmáticos territorios de las consultas médicas, en los que, al final, todos repiten ritualmente eso de “caminar 25 minutos al día sin pausa y a buen ritmo”. La diferencia estriba en que un verdadero paseo excluye la noción minuto, así como la finalidad de preservación de la salud. Para algunas gentes se trata de sumirse en un estado de meditación gozosa que ayuda a distanciarse de la sociedad programada y sus zahoríes.

 

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