El parque
del Retiro de Madrid es un pequeño paraíso vegetal en el centro de la ciudad.
Es un entramado de distintos espacios de jardines, estatuas y varios edificios
que albergan distintas exposiciones. Soy paseante habitual e hiperfrecuentador
de sus mil paseos posibles. El parque, como es común a cualquier espacio,
refleja estrictamente las influencias propias de la época. En mis paseos
constato el contraste entre los mundos sociales que lo frecuentan ahora con
aquellos de mis años jóvenes. La distancia entre los contingentes de habituales
de entonces y de ahora es colosal. El aspecto diferenciador más importante
radica en la brutal mercantilización que opera en el presente, en el sentido de
que una gran parte de actividades que cobija son el efecto de mercados
expansivos, principalmente del consumo inmaterial.
Sobre el
Retiro se han abatido simultáneamente varias olas de gran magnitud. La más
relevante es la del turismo. Legiones inmensas de turistas entran todas las
mañanas, principalmente por la Puerta de Alcalá, y visitan apresuradamente el
estanque grande, convirtiendo la estatua de Alfonso XII en un verdadero paraíso
fotográfico, para después bajar al Palacio de Cristal, lugar en el que las
sesiones fotográficas alcanzan el éxtasis, para confluir en el Ángel Caído, que
facilita el final del itinerario para salir por las diversas puertas de Alfonso
XII, que llevan a tan compulsivos viajeros a la zona de museos, que completa la
esforzada jornada.
La segunda
gran ola que se hace presente es la del planeta de la salud, en la versión del
cuerpo esforzado y su necesario disciplinamiento. Una multitud de grupos
variopintos se apodera del espacio para desarrollar distintas prácticas
deportivas. El running; los deslizantes en bicis, patinetes, patines y otras
formas de rodar; los esforzados de la gimnasia en grupo; el planeta del yoga en
múltiples versiones… Todos ellos dominan el espacio desplazando a otras formas
tradicionales de estar en el parque. En sus actividades predomina la
programación, la medición de tiempos y resultados y otras formas que los
conforman como ocio taylorista, que suele implicar un gregarismo extraordinario
con respecto a las legiones de monitores y entrenadores que con sus voces
imperiosas rasgan el silencio o los ecos de los pájaros.
Hace unos
días una amiga me descubrió un cartel, que reproduzco en la cabeza de este
texto, que aludía a “Circuitos Terapéuticos. Itinerario neumológico”. Este
rótulo anuncia el comienzo de la medicalización del espacio del parque,
mediante la presencia obligada de pacientes en busca de rehabilitación. El
itinerario neumológico es el precursor de futuros usuarios del parque agrupados
por la prescripción de otras especialidades médicas en busca de la redención de
sus segmentos de mercado. El sentido que unifica a estos nuevos usuarios, no es
gozar de los árboles, el sosiego, el paseo y la conversación pausada o la
ensoñación, sino la materialización de una prescripción profesional, que se
supone complementaria al tratamiento con fármacos. De este modo, el
poderosísimo complejo médico-industrial se hace presente impetuosamente en el
parque para reapropiarse de una parte de sus espacios con sus usos curativos o
rehabilitadores.
La
medicalización imparable de la vida y la sociedad, irrumpe en este pequeño
paraíso, en el que los paseantes no programados, adscritos a los sentidos tan
bien definidos por Le Breton, son gradualmente desplazados por aquellos guiados
por los sentidos de la sujeción a los profesionales de la vida entendida como
un sumatorio de cálculos racionales. Tras los neumólogos es de esperar que
comparezcan los cardiólogos, los procedentes de la descomposición de la
traumatología y reumatología en múltiples males, así como los oncólogos y otras
tribus profesionales.
El paseo
aproblemático sin rumbo definido, el vagabundeo sin objetivo, el goce íntimo
entre los árboles del que nos regocijamos los paseantes serenos, y también
aquellos que hacen un arte del estar en un espacio que conforma un sistema
visual, es amenazado por las legiones de los que entienden la vida como “hacer
cosas”. El gimnasio es la institución axial de estos esforzados ciudadanos,
donde cada cual esculpe su cuerpo con arreglo a un programa individualizado y
supervisado por un monitor, que implica ratios de resultados, eficacia y otras
piezas del taylorismo.
Una de las
formas más eficaces de expulsión de los públicos residuales de paseantes de
varias clases: gentes que conservan algunos rasgos bohemios; inadaptados;
poetas y artistas; tipos no encuadrables en los mundos sociales regulados por
la evaluación, extranjeros de distintas clases residentes en Madrid, así como
otras clases de “raros”, resulta de las voces imperativas de los distintos
monitores de gimnasia, patines y otros, que remiten a la institución del
ejército. Así proliferan gritos que identifico con el “firmes”, que suena
“firss”, y que me hacen alejarme de los territorios poblados por los
tayloristas del cuerpo y el espíritu, en busca de formas de silencio.
Los sábados
y domingos el Retiro adquiere un esplendor inusitado, en tanto que es invadido
por grandes muchedumbres de familias en busca de una evasión de la vida
programada. Es cuando más se parece al pasado de mi adolescencia. Los sonidos
gozosos que producen, risas, voces, conversaciones celebrativas, no son
molestos para mí, en tanto que su tono no es imperativo. Entre las especies
repobladoras de un ocio no industrializado se encuentran los contingentes de
latinoamericanos, propensos a disfrutar de un tiempo que se puede entender como
una suspensión provisional del trabajo y las obligaciones crecientes derivadas
de las programaciones de los profesionales.
Me encanta
contemplar, en el entorno del Palacio de Cristal, las colas de turistas en
busca de imágenes para nutrir su historia personal, que contrastan con las
familias desplegadas sobre el césped para pasar unas horas de expansión
espontánea, sin programa alguno. Pero tengo claro que, en términos de proceso, el cerco a las especies
“tranquilas” es asfixiante, y que la hegemonía de los autómatas programados por
las industrias del ocio, turismo y salud tienen todas las de ganar. Por eso
casi siempre voy inventando letrillas que llenen el proverbial “no nos
moverán”, que canturreo en señal de protesta interior contra las especies
invasoras. Me gusta decir que los
espontáneos cotidianos no programados somos como las cotorras argentinas, que
han sido expulsadas finalmente del parque.
Tras el
descubrimiento de los circuitos terapéuticos neumológicos, dialogo en silencio
conmigo mismo afirmando que tiene guasa que invada la vida y el espacio un
sistema de tan menguada eficacia, que conforma una nutrida población afectada
por males incurables y que es encuadrada en el nebuloso mundo de la
rehabilitación, en el que la efectividad alcanza casi su grado cero. Es
inevitable la fantasía negativa de imaginar controles sanitarios a la salida de
cualquier camino, semejantes a los que se practican a los conductores.
Durante mis años de residencia en Granada
contemplé un programa de salud que conduce Roberto Sánchez Benítez., “Salud al
Día”. Este programa colonizaba la vida de los paisanos convertidos en
pacientes. La vida se encontraba determinada por el conocimiento y el cálculo
profesional. Recuerdo que mostraban paseos cronometrados y guiados por un
instructor, que eran interrumpidos por algún médico rodado en una playa o
paisaje natural, que irrumpía vestido con bata blanca y utilizando su lenguaje
y autoridad pastoral salvadora de los pacientes-feligreses. Era verdaderamente
patético, tanto los contenidos como las formas, pero ejecutaba un programa radical
de medicalización. Esta operaba mediante su localización en los segmentos
sociales más indefensos: rurales y mayores. No puedo evitar ahora imaginar que
a la salida de cualquier senderillo me voy a encontrar con el periodista, o uno
de sus médicos ataviado con bata para regalarnos una recomendación imperativa saludable.
Termino
aludiendo de nuevo a la lucidez de Le Breton, que proclama que el paseo no
programado significa una resistencia al formidable sistema que ha colonizado
toda la vida y la sociedad. Eso mismo pienso cuando salgo del laberinto urbano
y me interno en esa isla. Este es un indicio fatal de acoso a las menguantes
poblaciones de paseantes espontáneos y desproblematizados. No puedo dejar de
evocar mis experiencias en los enigmáticos territorios de las consultas
médicas, en los que, al final, todos repiten ritualmente eso de “caminar 25
minutos al día sin pausa y a buen ritmo”. La diferencia estriba en que un
verdadero paseo excluye la noción minuto, así como la finalidad de preservación
de la salud. Para algunas gentes se trata de sumirse en un estado de meditación
gozosa que ayuda a distanciarse de la sociedad programada y sus zahoríes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario