En los
últimos días he visto, por recomendación de un veterano lector del blog, una
miniserie de Netflix, “Desde Cero”, en la que narra una historia de amor entre
Amy, una mujer negra de Texas, artista y enclavada en una posición social más
que confortable, y Lino, un cocinero siciliano que regenta su propio
restaurante en Florencia. Ambos se desplazan a Los Ángeles. A los pocos años
Lino es afectado por un cáncer, que se desarrolla terminando, tras varias
etapas, con su vida. La serie narra espléndidamente la naturaleza de la
asistencia médica hospitalaria, fragmentada e hipertecnologizada, que es
presentada sin velos en un caso dramático. El aspecto más relevante de esta narración
es el contraste brutal entre el hospital y la casa desde la perspectiva de un
enfermo terminal, constituyendo un poderoso argumento a favor de los cuidados
administrados en la casa por los próximos al paciente.
La verdad es
que esta historia ha removido mi memoria del trágico final de Carmen, mi
compañera, que vivió un proceso caracterizado por los mismos rasgos que Lino,
aunque el contexto terapéutico de este, la sanidad privada norteamericana de
alto standing, caracterizada por la hiperabundancia diagnóstica y terapéutica,
se diferenciaba del contexto austero de la sanidad pública española de ese
tiempo, porque ahora ya ha retrocedido otro escalón. La virtud de esta serie
radica en presentar el lado oscuro de una tecnología tan avanzada.
Cuando aparece
el cáncer, Lino se presenta en el hospital y sus visitas terminan en un
diagnóstico, que le conduce a una cirugía y un tratamiento de radio y quimio
muy agresivo. Se muestra el efecto devastador sobre su vida, pero esta se
localiza en la casa, donde es objeto de cuidados múltiples por los suyos. En
ese tiempo, el hospital es un lugar de visitas fugaces, en el que es bien
recibido por un oncólogo referenciado en la certeza diagnóstica y en la
confianza de que el tratamiento tiene muchas posibilidades de ser resolutivo.
Cuando le
comunica que el cáncer ha desaparecido, le advierte que en su caso es muy
factible que pueda regresar. Entonces le ofrece participar en un ensayo clínico
de un nuevo medicamento que presenta como prometedor. Pero le advierte de que,
si acepta participar, es posible que pueda ser asignado al grupo de placebo, y
que él no lo sabrá. Esta es una secuencia muy dura para los que hemos
frecuentado esta institución, en tanto que descubres tu inferioridad en la
relación y tienes que aceptar la oferta. El caso es que Lino acepta y termina
el ensayo en la certeza de que el nuevo medicamento le ha curado.
Tras esta
fase manejable para el paciente y con una relación asumible con la institución,
resulta que el cáncer retorna, esta vez ubicado en los pulmones. Entonces se
desencadenan efectos que lo sitúan en la temible zona de ambigüedad
diagnóstica, que le hace vivir una institución menos amable que en la primera
ocasión. Es ingresado en el hospital y el oncólogo pasa a segundo plano,
compareciendo un infectólogo que le trata de una infección; un hepatólogo que
le advierte que su hígado no funciona, y así otros especialistas que descargan
sobre su maltrecho cuerpo sus repertorios de pruebas.
La
información que recibe, tanto él como su familia, es incompleta y fragmentada,
no existiendo un médico responsable. Lino entra en una fase crítica, en la que
la incertidumbre diagnóstica y terapéutica determina el progresivo
distanciamiento de los médicos, que descargan sobre él el furor de las pruebas.
Su cuerpo es sometido a una intensificación de analíticas, pruebas de
radiología sofisticadas y otras pruebas de las múltiples especialidades que lo
escrutan en busca del diagnóstico final.
La situación
llega a un extremo de desasosiego mayúsculo, en el que el huracán de pruebas
contrasta con la progresiva incomunicación. Además, en esa situación no le
dejan ver a su hija. En este silencio paradójico, que se compatibiliza con su
cuerpo escudriñado, comparece la última verdad: se trata de que no saben cómo “curar”
ese cáncer. Entonces los médicos se disipan y le sugieren la puerta de los
cuidados paliativos. La familia, persuadida de la inutilidad y violencia de
este encarnizamiento diagnóstico, decide llevárselo a casa. Me emocioné en la
escena en que su mujer bloquea el paso de su camilla, que se dirigía al siempre
penúltimo PET, decidiendo llevarlo a casa, donde se narra su final rodeado de
los suyos, sin profesionales que interfieran los cuidados exquisitos de los que
es objeto.
Este proceso
refleja las mismas pautas que en el caso de Carmen. Optimismo, presencia del
médico cuando hay un diagnóstico y un horizonte abierto como es una cirugía. Y
desaparición gradual que termina en la disipación cuando se va borrando el
diagnóstico. En nuestro caso, nos enseñaron la puerta de los cuidados
paliativos unas pocas horas antes de su final. Incluso ya sedada, pretendían
ejercer sobre su cuerpo las rutinas de toma de datos. Pero la pauta de los médicos
especializados y definidos por su arsenal tecnológico es retirarse cuando no
hay una salida clara. Así son coherentes con esa frase terrible que es inscrita en los medios “Salvar vidas”.
De este modo
se configuran grandes bloques de población definidos por la ausencia de
diagnóstico, de tratamiento victorioso, o
como me gusta decir a mí refiriéndose a mi propia persona, sin interés clínico.
Sí, poblaciones portadoras de males que no suscitan interés alguno en el
dispositivo especializado en salvar vidas, pero que renuncia, en muchos casos,
a mejorar las vidas de los desahuciados por la institución, en tanto que su mal
no puede resolverse en términos victoriosos, alimentando así las narrativas
gloriosas de la institución. Este material humano desechable se acumula en las
residencias y otras localizaciones abandonadas por tan portentoso poder
terapéutico. Los viejos, los crónicos, los pobres, los desasistidos, los
moribundos, los no tratables, y otras
categorías de población que son expulsadas de tan sofisticado sistema regido
por el espíritu positivo del tratamiento victorioso.
Desde hace
muchos años soy un cuerpo portador de una patología incurable: la diabetes. En
mi proceso asistencial, que he contado profusamente en este blog, he vivido, y
vivo, la letal condición de ser estigmatizado por aquellos que, no pudiéndome “salvar-curar”,
me estigmatizan y menosprecian mi vida. Para ellos soy un cuerpo a conquistar, controlar
y someter, una masa corporal derivable a otras especialidades para constituir
una historia clínica manejable. Sí, estoy inscrito en uno de los pozos de los
no salvables, la cronicidad. Cuando reniego por ser tratado con estatinas,
vitamina D y otras falsas soluciones derivadas de los sucesivos congresos
mundiales de endocrinología, soy severamente apercibido por quienes tienen como
objetivo que mi analítica se aproxime a los valores medios requeridos. Mi vida
como tal, es brutalmente apartada por este extraño dispositivo salvador de
vidas. Por eso me ha conmovido el final de Lino.
Esta
historia resalta la importancia del pórtico del hospital. Las sensaciones
extraordinarias experimentadas con el alta y el regreso a casa son
incomunicables. Con Carmen pude vivir decenas de veces los efectos de pasar esa
frontera. El aspecto más negativo de estas historias radica en la incompetencia
proverbial que sustenta la profesión médica para redefinir sus finalidades y
sus métodos y autoregenerarse. Solo una vez he atravesado ese pórtico como
detentando ya la condición de insulinodependiente. No sabía bien entonces, lo
que me esperaba. En el principio de los años ochenta trabajé para el INSALUD en
el pomposo proyecto de “Humanización” de los hospitales. Casi cuarenta años
después, recordarlo me produce risa.
3 comentarios:
Espero que aceptes mi solidaridad con tu dolor; éste se serena, pero no se olvida. Buscaré la serie. A mi me tocó en el otro extremo de la ‘cascada’, no la terapéutica, sino la diagnóstica. Después del análisis y una exploración física no significativa me lanzaron a otras pruebas y ahí me jodieron; según la auxiliar adecuada no fui el único, abundábamos. Hay que salirse del marco mental sanitario, de su imagen histórica. Ni siquiera los médicos críticos —modelo defensa del juramento hipocrático o modelo denuncia de mala ciencia— son capaces; acaban haciéndonos recordar el aroma de los tiempos de la “clase médica”.
La modernidad tiene una larga historia desde la época de la “Revolución Militar” (Geoffrey Parker), allá por los tiempos de las guerras europeas y el Imperio Español. El capitalismo no tiene otro fin ciego que la reproducción del ‘valor’ (ex.: si no crece el PIB, el sistema entra en recesión) y también está en perpetuo cambio. El protestantismo le fue más funcional; por ejemplo, los holandeses creadores de Nueva York creían que hacer dinero acerca a Dios (Ric Burns: “Nueva York”). El ‘neoliberalismo’ es un falso concepto que sugiere que se puede paliar o liquidar, pero es solo el resultado de combatir su propia crisis económica de los 70, extendiendo su lógica hasta zonas hasta entonces relativamente exentas en extensión (Asia) e intensidad, como el ejercicio hasta entonces vigente de la medicina. Ésta a finales de los 80 había perdido gran parte de su alma. La lógica de la Sra. Botín es la mía cuando busco si mi pequeño depósito a plazo me da algo de intereses. Tampoco veo que mis vecinos se diferencien de los médicos: son cobardes y se creen inteligentes al huir del compromiso con la comunidad, cuando no son de los que meten la mano en la caja comunitaria. La “lucha de clases” es solo la expresión de conflictos de interés en el interior del sistema (ex.: la lucha feminista, que obtiene mejoras específicas para las condiciones actuales de trabajo y líderes que nada tienen que envidiar a sus precedentes masculinos).
Así que los médicos de los que hablamos son simples obreros de la cadena de valor cumpliendo órdenes (protocolos) hasta que ya no hay ‘valor añadido’ que sacar o, como te ocurrió a ti, solo queda el último dato monetizable. Una de estos obreros me soltó con prisas hace años que me quedaban entre 12 y 18 meses de vida; probablemente, despachando a destajo pacientes, se equivocó de historia clínica, porque mis datos no daban para eso. Eso sí, son como toda la masa imprecisa de la llamada “clase media”, de izquierda o de derecha, soñando con la vuelta a un tiempo definitivamente ido, se trate de la comida, del salario, de la familia u otra faceta; no debe extrañar que desesperados se manifiesten juntos (15M, gilets-jaunes, manifestación Brandenburg an der Havel en 09/22, etc.).
Cuando la economía entra en barrena su otra cara —el Estado de derecho y su forma política (democracia)— también lo hace. Desde 2007 sabemos por el soplo de William Binney que el espionaje de la población global por EEUU supera con creces a rusos y chinos; después hemos tenido Assange y Snowden; no solo España usa Pegasus, también otros países europeos; tampoco está sola a la hora de usar el lawfare y saltarse la propia constitución, le acompañan Polonia, Hungría y otros. Como hemos visto durante la pandemia, la ciencia médica ha sido sustituida por “expertos” a sueldo de BigPharma; la Universidad no está mucho mejor. En resumen, los fundamentos ideológicos de la Modernidad hacen aguas. El sistema va mal, pero no caerá mañana.
Descartes es el representante de una larga evolución filosófica por la cual ‘objeto’ y ‘sujeto’, ‘nature’ y ‘culture’, se separan. La última generación, consciente de este fin de mundo, trata de recuperar la vieja unidad, explorando, entre otras cosas, el viejo animismo de los pueblos originarios (1). La serie Borgen nos habla de la velocidad del cambio: las tres primeras temporadas nos hablan de la emergencia de un pequeño partido “populista” que descabalga a los dos partidos tradicionales (conservador y laborista) y donde gran parte de la gobernanza se hace a través del spin-doctor y la prensa; una década después, la cuarta temporada, el poder político a seducir o engañar está en las redes sociales. No es extraño el interés de Musk por Twitter y acaba de pagar por ella un cuarto de su fortuna personal. El ex-jefe de seguridad de esa red, el hacker “Mudge”, acaba de declarar en el Congreso americano (2) que entre las fuentes de financiación de la red se encontraba Arabia Saudí, China y Rusia. Veremos como lo hace Musk. Borgen también nos muestra un cierto contraste entre lo que resta de animismo en los inuits y el moderno danés.
(1) https://www.youtube.com/watch?v=QQWTxwtC6N0
(2) https://michaelpsenger.substack.com/p/whistleblower-reports-twitter-is
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