Desde este
blog he expresado reiteradamente mi disconformidad con las interpretaciones
sanitaristas de la pandemia. Esta es un acontecimiento que remite a una escala
mucho mayor que la de la salud colectiva. Hace unos meses, justamente cuando
las autoridades político-epidemiológicas abrieron el parque del Retiro tras una
larga clausura, encontré en uno de los puntos en los que circulan libros, un
texto de Gustavo Rodríguez, cuyo título es “Covid-19. La anarquía en tiempo de
pandemia”. Su lectura me aportó conceptos nuevos y suscitó varias dudas y
preguntas novedosas para mí, que han incentivado mis búsquedas.
El texto de
Rodriguez entiende la pandemia en términos generales, más allá de la salud
pública, y la sitúa en el contexto sociohistórico presente. La Covid-19 ha
funcionado como un factor acelerador de desaparición del mundo conocido
anterior, configurando un umbral del mundo nuevo, que se puede sintetizar
apuntando a la consolidación de un nuevo ciberleviatán y la emergencia de un
nuevo paradigma político, que supone un salto respecto al proceso iniciado en
2001 con el derribo de las Torres Gemelas. El novísimo capitalismo
hipertecnológico, productor de instancias múltiples “inteligentes” (hogares,
escuelas inteligentes, etc), mucho más
eficaz en la gestión de la coerción, termina ensayando una nueva dominación inteligente mucho más eficaz en la
gestión de la coerción. La idea central de Rodríguez en este texto apunta a que
la pandemia ha contribuido a la refundación de un capitalismo más duro.
Me ha
parecido conveniente publicar aquí una parte del texto, y recomiendo vivamente
la lectura completa que podéis encontrar en
https://es-contrainfo.espiv.net/2020/07/04/planeta-tierra-texto-de-gustavo-rodriguez-la-anarquia-en-tiempos-de-pandemia/
Me parece
altamente clarificador y aporta algunas
fuentes imprescindibles para comprender los proyectos políticos del laberinto
de organizaciones de la nueva izquierda, que se sustentan en autores e ideas
opacos para la gran mayoría. El tratamiento mediático y político del presente
sanciona la incomprensión generalizada de lo que está ocurriendo. Así, algunas
almas cándidas afirmaban que “de la pandemia íbamos a salir mejor”. Esta
afirmación sólo puede enunciarse desde unas tinieblas densas. Buena lectura
¿Qué sigue después de
la pandemia?
El carácter multidimensional de la «crisis»
actual nos recalca que la «emergencia sanitaria» originada por la Covid-19 es
solo una de sus diversas facetas. Vivimos una «crisis sistémica» –como rezan
los «expertos»– donde la pandemia es el rostro visible del experimento en curso
en el que se enfrentan con ahínco dos modelos de capitalismo con sus
rivalidades geopolíticas. A todas luces, lo que está en crisis en este mundo
tripolar (Rusia/China/Estados Unidos) es la totalidad del paradigma de
dominación existente, engendrado en las entrañas del progreso con el estallido
de la Segunda Revolución Industrial. O, lo que es lo mismo, la hegemonía del
consenso de Washington (hoy mal llamado neoliberalismo), entendido como la voz
de mando del proceso de globalización económica, cultural y política, que ha
impuesto como patrón universal de gestión política a la democracia
representativa (partidocracia) y, al actual modelo de expansión y acumulación
de capital, como ejemplo de gestión económica.
La dominación moderna ha alcanzado su límite
objetivo, generando gran escepticismo en torno al sistema y sus instituciones.
Esta evidencia ha provocado una metamorfosis que está dando paso al nuevo
sistema de dominación. Maquillada con la soflama del «capitalismo consciente»
la nueva dominación se impone, instaurando una administración política aún más
autoritaria y un capitalismo con «impacto social» mucho más regulado y
centralizado, infundido en los preceptos
de la Cuarta Revolución Industrial (4IR, por sus siglas en inglés); o sea, en
la reconfiguración de la gestión capitalista en el Siglo XXI a través de la
implantación de nuevas tecnologías, consolidando su infraestructura en el
Internet de las cosas.
Con la convergencia e interacción del Internet
del conocimiento, el Internet de la movilidad y, el Internet de la energía, el
«capitalismo consciente» no solo consolida la prolongación del trabajo
(intelectual masificado, inmaterial y comunicativo) sino la acumulación
ilimitada de capital asegurando la repartición de migajas; mientras el Estado
nacional –reciclado, recargado y celebrado desde los balcones de las
metrópolis– se encarga de la gestión de riesgos, el análisis eficiente del Big
data (con algoritmos de inteligencia artificial) y, el control progresivo de la
vigilancia digital mediante las tecnologías informáticas móviles apoyadas en la
red de (50 mil) satélites 5G que pueblan el espacio exterior.
Sin lugar a
duda, la pandemia de la Covid-19 está dramatizando la refundación del
capitalismo y su consecuente traspaso de poder hacia el Oriente, como atinadamente
alerta Byung-Chul Han. Esta transferencia no será inmediata. En verdad, este
cambio paradigmático –que no «crisis final» como pregonan en los círculos del
bolcheviquismo posmoderno y sus ideologías satélites– se efectuará de manera
paulatina, mediando mucha vaselina de por medio, hasta consolidarse como modelo
hegemónico, siendo casi imperceptible para la mayoría de la gente de a pie que
continuará en el precariado a pesar del incremento progresivo de su limosna que
asegura la arrolladora continuidad del consumo, lo que sin duda motivará un
incremento consecutivo en la percepción de bienestar en contraste con el
desfase provocado por los procesos de histéresis –en sentido bourdieuano–
recién inaugurados con la intrusión de la Cuarta Revolución Industrial y la
expansión del capitalismo cognitivo. Este desfase temporal entre el ejercicio
de una fuerza social y el despliegue de sus efectos por la mediación retardada
de su incorporación, será cada día más evidente con el incremento del desempleo
en los sectores manufactureros y, la segregación de la población adulta mayor,
que no solo resultará socialmente inútil en este nuevo paradigma («nueva
normalidad») sino que se convertirá en estorbo para el capital –por su
improductividad digital– y, en lastre para el Estado-nación remasterizado.
Concretar el cambio implicará el apogeo de
guerras comerciales (¿hay otras?) y, quizá, hasta de enfrentamientos militares
por el control del espacio exterior y el dominio y/o influencia geopolítica;
además de la erradicación sistemática de los conflictos internos («terrorismo
doméstico») incitados por una reducidísima minoría refractaria que continuará
en pie de guerra frente a toda autoridad a pesar de contar con el repudio
unánime de las mayorías ciudadanas. Pero, definitivamente, esta mudanza de paradigma
de la mano de la ascensión del imperialismo chino, no tendrá nada que ver con
la «programación predictiva» de los «reptilianos pedófilos-satánicos» –en
alianza con el lobby judío y los nuevos Illuminatis de Baviera– que, animados
por su ambición infinita, tratan de imponer una dictadura global regida por los
mandarines chinos con campos de concentración y consumo obligatorio de arroz
frito, como profetiza el vulgo neonazi estadounidense. Lejos de la tesis
conspiranoica sobre la instauración del Gobierno Global; el Estado nacional
recargado, está reafirmando su legitimidad y autoridad en el actual proceso de
desglobalización acelerada. Así se erige como la única fuerza capaz de proteger
a sus ciudadanos y librar la guerra a gran escala contra el «enemigo invisible»
con el auxilio incondicional de las nuevas tecnologías. El nuevo Estado
nacional aprovecha la emergencia y se torna omnipresente y omnipotente: se
alzan fronteras rígidas (muros y alambradas); los ejércitos se aprestan a
«servir» y; se reafirma peligrosamente la identidad nacional expandiendo el
repudio a todo lo «extraño». Se vislumbra el retorno a la «producción nacional»
desde la óptica del «decrecimiento» (argumentando desfachatadamente que «es
insostenible el crecimiento cero»). Los mandatarios de los Estados nacionales
asumen poderes plenipotenciarios con el apoyo de las mayorías que cierran filas
asintiendo las gestiones gubernamentales durante la pandemia. Emerge nuevamente
la Hidra de Lerna con sus múltiples cabezas: el Estado, el capital, la religión
y, la ciencia, consolidan su autoridad.
El fascismo –en sus acepciones roja o parda–, gana aceptación y popularidad entre
la muchedumbre y se alza como «solución final» frente a la «amenza» ofreciendo
protección a sus connacionales.
El Nuevo Mundo parece un déjà vu de la década
de 1920. Se trata de una restauración profunda. Una suerte de cambio radical de
look del poder capitalista que va mucho más allá de la clásica remozada con
hojalatería y pintura a la que se ha sujetado siempre de manera cíclica. Esta
vez ha decidido someterse a una intervención quirúrgica de reconstrucción total
a través de las nuevas tecnologías y la instrumentalización de formas inéditas
de explotación que articulan y/o superponen la clásica explotación del trabajo
asalariado con la autoexplotación del sujeto de rendimiento y, la
hiperexplotación del ciberconsumidor: la nueva fuerza de (co)producción
gratuita. Esta vez no habrá una nueva vuelta de rosca ni siquiera habrá una
tuerca que apretar. En esta ocasión, los «ajustes» serán constantes y se
efectuaran desde la nube.
Para
reforzar esta permuta ya se anuncia la confluencia de los pares opuestos
(izquierda/derecha), evidenciando, una vez más, la falsedad de sus antagonismos
«irreconciliables»: marxistas y anarcocapitalistas sellan con beso de lengua la
imposición global de la Cuarta Revolución Industrial, afianzando la agenda con
más de lo mismo; es decir, más capitalismo in saecula seculorum. Para eso se
alistan en nombre del «capitalismo social» y en defensa de las nuevas
tecnologías «emancipatorias» los intelectuales orgánicos al servicio de Otro
mundo posible. En este sentido, llama la atención la fusión de dos posturas
político-económicas opuestas, generalmente presentadas como contradictorias: el
paternalismo y el libertarismo o anarcocapitalismo.
Desde 2008,
el profesor de economía y ciencias del comportamiento, Richard Thaler,
catedrático por la Universidad de Chicago y Premio Nobel en Ciencias Económicas
2017 –por «sus aportes en economía
conductual»–, ha venido desarrollando el concepto de «paternalismo blando» o
«paternalismo libertario». Lo que lo llevó a escribir Nudget en co-autoría con Cass Sunstein, profesor de
jurisprudencia de la Escuela de Leyes de Harvard. La «teoría del nudging (del
“empujoncito”)» de Thaler, se basa en la factibilidad de diferentes
procedimientos que coadyuvan a «empujar», o sea, a incentivar o alentar, ciertas
decisiones influyendo en el «sistema automático» de las personas con el
propósito de provocar cambios en el comportamiento público, impulsando
decisiones más racionales que los haga felices a largo plazo. A este proceso
inductivo que establece vínculos entre los análisis de la economía del
comportamiento y la psicología social, lo denominan «arquitectura de las
decisiones» y, lo fomentan en busca de «mejores resultados individuales y
sociales». Thaler y Sunstein, consideran que «es legítimo que los arquitectos
de decisiones influyan en el comportamiento de las personas haciendo sus vidas
más largas, más sanas, y mejores»; diseñando la arquitectura del contexto
decisional de manera que se induzca a la toma de «una decisión más consciente
en función del beneficio social y del beneficio propio», lo que embona con el
tránsito hacia ese «capitalismo consciente» que comentaba antes y que hoy se
presenta –en palabras de Rajendra Sisodia y John Mackey–, como «la cura del
mundo».
Tampoco hay
que rascarle mucho para encontrar en el bando «opuesto», es decir en
marxistlandia, una veintena de impulsores de este «capitalismo social». En esas
mismas latitudes (de arenas movedizas), encontraremos desde filósofos,
sociólogos, economistas y catedráticos, hasta cibermarxianos optimistas de las
tecnologías que plantean que su icónica «lucha de clases» se ha trasladado al
terreno del conocimiento y que la batalla final se librará en el ciberespacio;
apostándole a la toma del Palacio de Invierno por las comunidades cibernautas:
germen de la nueva organización político-social fundada en la cooperación mutua
a través de la conexión en red. Uno de estos especímenes que destaca con creces
en los círculos cibermarxianos es Richard Stallman. Adorado hasta en nuestras
tiendas, Stallman es fundador del movimiento del software libre, del sistema
operativo GNU/Linux y de la Fundación para el Software Libre.
Otro notorio
cibermarxiano es Eben Moglen, profesor de derecho e historia en la Universidad
de Columbia y fundador/director del Software Freedom Law Center; autor de un
texto sui géneris que imita el espíritu
del Manifiesto Comunista intitulado «The dotCommunist Manifesto». Desde luego,
no todos los cibermarxianos se han sentido a gusto con el tufillo que desprende
semejante Manifiesto –más asociado hoy a la exégesis marxiana-leninista que a
las elucubraciones del propio Carlos Enrique de Tréveris– y han recurrido a la
sana distinción entre «comúnistas» (commonists) y, «comunistas», haciendo
énfasis en la palabra «común» y resaltando la sutil diferencia que produce un
acento o, una letra de más, como resulta con la doble «n» en lengua inglesa.
Tal es el caso de Lawrence Lessig, célebre creador de la «sana distinción»
entre comunista sin acento y la acentuación políticamente correcta. Fundador de
la encumbrada Creative Commons, profesor de jurisprudencia de la Harvard Law
School, especializado en derecho informático y, precandidato en las primarias
del Partido Demócrata para la nominación presidencial de los Estados Unidos.
Desde la década de 1990 detectó que los oligopolios de la computación y los
Estados nacionales, comenzaban a controlar el ciberespacio y a adaptarlo a su
provecho mediante la imposición del Protocolo de Internet (IP) y la acumulación
de datos de los internautas, en detrimento
de la idea original que promovía un Internet creativo basado en la
descentralización, la libre información y la socialización del conocimiento a
través del libre acceso y la posesión en común26. Sin embargo, vale señalar
–aunque para nosotros debería resultar obvio– la concordancia intrínseca entre
las teorías fomentadas desde el cibermarxismo y el «anarco-comunismo
informacional» y, los promotores del capitalismo cognitivo o cibercapitalismo
en torno a las ilusiones tecnológicas y la producción de lo común. Una lectura
rápida del discurso de la nueva empresa en línea, nos confirma ampliamente la
instrumentalización comercial del común y, el uso permanente de la
«inteligencia colectiva» y la «cooperación mutua» como recursos fundamentales
del rendimiento de las empresas.
Curiosamente,
las tesis en torno a la categoría de común han ido hilvanando la metanarrativa
de la neoizquierda en nuestros días. El culto al común –así en singular– no es
nuevo, hace un siglo que viene cocinándose en los círculos marxianos antibolcheviques.
La paradoja es que desde principios del milenio, comenzaron a machacarnos el
concepto dos egregios del leninismo posmoderno: Antonio Negri y Michael Hardt.
En los primeros años de la década del 2000, ambos autores pusieron sobre la
mesa este «producto», definiéndolo en Imperio como «la encarnación, la
producción y la liberación de la multitud». Retomarían su desarrollo conceptual
en las páginas de Multitud y
Commonwealth, haciendo uso de una retórica gatopardista que a veces pretende
confundirse con las viejas tesis anarco-mutualistas en busca de incautos,
subrayando que «el capitalismo y el socialismo, aunque en ocasiones se han
visto mezclados y en otras han dado lugar a enconados conflictos, son ambos
regímenes de propiedad que excluyen el común. El proyecto político de
institución del común que desarrollamos en este libro traza una diagonal que se
sustrae a estas falsas alternativas –ni
privado ni público, ni capitalista ni socialista– y abre un nuevo espacio para
la política».
No obstante,
Hardt y Negri no han sido los únicos en promover este libreto. Una nutrida
legión de marxianos posmodernos –muchas veces antagónicos, of course– le ha
seguido el hilo, desarrollando alianzas con una fauna variopinta que, como era
de esperar, incluye al neoblanquismo invisible; al situacionismo tardío; al
«comunismo internacionalista» (GCI); al anarcopopulismo especificista
(neoplataformismo); a sectores del trasnochado anarcosindicalismo; al
anarcofederalismo de síntesis y; al ecologismo municipalista; sin olvidar a uno
que otro liberal con esteroides de esos que gozan de gran reputación en
nuestras tiendas, a pesar de ser confesos propagandistas del Sanderismo y
ahora, inescrupulosos promotores de la candidatura presidencial de Joe Biden en
nombre del «voto responsable» –léase Michael Albert, Noam Chomsky, o ese deleznable piquete de ex
«radicales» de izquierda, fundadores de la Students for a Democratic Society en
la década de 1960 y, firmantes de una carta de apoyo a Biden (Todd Gitlin, Carl
Davidson, Robb Burlage, Casey Hayden, Bill Zimmerman, entre otros personajes
«connotados»).
Entre los
marxianos posmodernos que se encargan de continuar sentando las bases
estructurales del común, destaca la mancuerna Pierre Dardot-Christian Laval. Fundadores
del grupo Question Marx y, especializados en la obra de San Carlos Enrique de
Tréveris, han publicado en coautoría varios ensayos sobre las disquisiciones
del viejo gurú, así como reflexiones propias sobre la revolución en el siglo
XXI. Con una prosa mucho menos densa que la metatranca discursiva de Negri y
Hardt y, guardando distancia del enfoque leninista de éstos, han abordado el
tema del común como alternativa socio-económica alejados de las apretadas
hormas de las distintitas variedades de comunismo de Estado realmente
existentes.
En ese tenor
sacaron a la luz «Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI», un texto
con claras ínfulas refundacionales en el tenor marxiano-libertario con cierta
reminiscencia gueriniana que coloca nuevamente en la agenda la temática de la
Revolución, a partir de la disección minuciosa de la trilogía intelectual de
Hardt y Negri, no sin dejar de acusar cierto «neoproudhonismo incapaz de
concebir la explotación de otro modo que como “captación ilegítima de los productos
del trabajo a posteriori” [que demuestra] una ceguera cargada de consecuencias
acerca de las formas contemporáneas de explotación de los asalariados y las
transformaciones inducidas por el neoliberalismo en las relaciones sociales y
las subjetividades».
Con ese
espíritu refundacional, no escatiman a la hora de echar mano extensa (a veces
de manera crítica) de Proudhon y, reiterar ese distanciamiento con la
alienación comunista que mencionábamos antes, ratificando que: «Lo que ellos
[comunistas y socialistas] llaman “emancipación” es en realidad la opresión
política absoluta y una nueva forma de explotación […] porque creen que el
poder y la fuerza provienen del centro y de arriba, no de la actividad de los
individuos. En el fondo ahí no hay más que un ideal de Estado organizador que
generaliza la policía y que sólo toma del Estado su lado reaccionario, el de la
pura coerción».
Dando rienda
suelta a sus asépticas interpretaciones teóricas en torno al devenir de los
«movimientos sociales» que se suscitaron a comienzos de la década pasada
(20102012) y captaron la atención de los medios de desinformación masiva –léase
las romerías de los Indignados (15-M) con su camping en la Puerta del Sol; la
movilización del 15 de octubre (15-O) con su espectacular Occupy Wall Street;
la ocupación de la Plaza de Syntagma en el centro de Atenas y; la ocupación de
la Plaza Taksim en Estambul–, Dardot y Laval «descubren» en estos simulacros
«una invención democrática» que puso en
práctica el «principio de común» como crítica a la democracia representativa,
evidenciándose como el principio de la democracia política bajo su forma más
radical y, erigiéndose como el «término central de la alternativa política para
el siglo XXI»37, obviando la inmediata recuperación sistémica de estos
movimientos y su compulsiva degeneración en partidos políticos (Partido X,
Podemos, el Sanderismo con Biden, Syriza, etc., etc.).
Evidentemente,
la ausencia de experiencia empírica de los autores de Común, debilita toda la
argumentación del ensayo y, explica la carencia de propuestas fácticas y
consecuentes con los tiempos a lo largo de 669 páginas. Como ya es costumbre
entre los teóricos marxianos –incluidos los marxianos-libertarios– la
recurrencia a extrapolar sus contemplaciones académicas a la construcción de
paradigmas es una constante. Desde
luego, esta afirmación no corresponde en absoluto con una postura anti-intelectual
–más próxima a la vulgata fascista que a nuestra praxis–; más bien corrobora la
necesidad de tamizar toda la producción académica guardando prudencial
distancia con la manufactura institucionalizada y sus vacas sagradas, siempre
divorciadas de la práctica y, generalmente al servicio del «establishment».
Pero además, pretende ratificar la urgencia de reelaboración teórica a partir
de la práctica anárquica más notoria, facilitando los contextos intelectuales
que la nutran y ensanchando las arterias de la praxis. Sólo así, podremos
afrontar globalmente la propia vastedad de nuestros proyectos destructivos y
nuestros propósitos de emancipación total, rompiendo definitivamente con toda
la alienación izquierdista, abandonando las conceptualizaciones y las prácticas
ajenas, comprendida la remasterización del común.
GUSTAVO RODRÍGUEZ
EDICIONES CONSPIRACIÓN INTERNACIONAL
ANARQUISTA
JUNIO DE 2020