Cuando la barbarie triunfa no es
gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados
Antonio
Muñoz Molina
En este nuevo mundo se espera que los
humanos busquen soluciones particulares para los problemas generados
socialmente, en lugar de buscar soluciones generadas socialmente para los
problemas particulares.
Zygmunt
Bauman
El presente
es un tiempo cargado de opacidad, en el que las ideas y representaciones
sociales no encajan, en muchas ocasiones, con las realidades. Dos de los
conceptos más usados, convertidos en gritos de rigor de los discursos
políticos, son los de ciudadanía y sociedad civil. Su proliferación infinita
contrasta con su disipación en la materialidad de las acciones. Por adoptar una
definición gruesa, la condición de ciudadanía se expresa en los
posicionamientos de los sujetos ciudadanos, ante problemas colectivos, tales
como la libertad, la igualdad y otros. Sin embargo, en este tiempo operan, en
todas las escalas, maquinarias que promueven la acción de las personas a favor
de su estricto y personal interés, distanciándose de las grandes cuestiones
colectivas.
De esta
forma, cualquier forma de ciudadanía es vaciada de contenido drásticamente.
Desde hace muchos años me he ocupado de lo que entiendo que conforma el
presente: la clientelización del mundo. La figura del cliente, así como la del
espectador autoprogramado, o la del sujeto definido por su carrera laboral,
implican una rotunda reformulación de socialidades, que convergen en un arquetipo
individual blindado a lo colectivo, instaurando así un extraño desierto social
en lo que lo común es un contenedor de yoes dotados de autonomía. Todas las
reformas que he vivido en mi largo desempeño profesional, tienen ese código
común, amparando una nueva individuación tajante.
En este
contexto, la política institucionalizada opera mediante el mecanismo de la
recolección de voluntades de los yoes votantes. En este sentido, se reconoce a
estos su papel esencial en el solemne día del sufragio, pero, tras este, estos
son relegados a sus mundos laborados por el gran proceso de selección
permanente que son ejecutan concertadamente la educación y el mercado de
trabajo. Al tiempo, las personas son
gestionadas por las industrias culturales que, amparados por el milagro de las
sinergias entre la televisión, internet y el streaming, pueden realizar su
autoprogramación audiovisual desde el creciente encierro doméstico. En las
salidas al espacio público, el teléfono móvil acompaña al sujeto encerrado,
portador de su formidable dispositivo de comunicación articulado en torno a su
yo, interfiriendo su interacción con su entorno. Las maquinarias de las
instituciones de la nueva individuación modelan la vida de los sujetos
entretenidos y administrados por tan poderosos dispositivos.
Así se
conforma algo similar a lo que se entiende como “error de paralaje”, que desvía
la mirada hacia campos sociales, como el de la política, privilegiando su
atención en detrimento del complejo mediático y de las industrias culturales,
que detentan así el don prodigioso de no ser vistas, pasando desapercibidas a
las miradas de tan sesgados y manipulados mirones. En coherencia con este
análisis, la ciudadanía es exaltada en todos los discursos justamente por
aquellos que la hacen imposible, haciendo avanzar la desertificación
hiperindividualista y multidimensional. Los discursos imperantes en todos los
campos acumulan las distorsiones
derivadas de este error de paralaje mayúsculo, atribuyendo a la política, tal y
como funciona en el presente, una relevancia desmesurada. La política, una vez
que las personas han sido eficazmente separadas unas de otras, es un juego
mecanizado, que se realiza entre jugadores profesionales que actúan al modo de
los guiñoles, en donde los muñecos hablan y gesticulan según las instrucciones
de los programadores.
Uno de los
aspectos más elocuentes de este vaciamiento de la ciudadanía, estriba en la expansión
prodigiosa de las encuestas. Estas constituyen un monopolio de las relaciones
entre las élites y castas políticas, profesionales, industriales y mediáticas,
y eso que se llama ahora como la gente. La
encuesta implica una relación asimétrica a la conversación. Los operadores de
las mismas programan cuidadosamente las preguntas y las respuestas, así como
seleccionan a los sujetos encuestados, para encontrarse fugazmente con ellos en
una relación de laboratorio, en la que los encuestados solo tienen la opción de
responder estrictamente eligiendo una respuesta del menú prefabricado. Esto no
sólo niega la conversación, sino que constituye un acto autoritario, en tanto
que se funda en el supuesto de que el que responde no tiene nada que decir. Así
es automatizado, expropiado de su propio discurso y sojuzgado.
La
predominancia apoteósica de las encuestas, fundadas en el simulacro autoritario
de conversación, han extendido como una mancha de aceite la clausura de la
misma en numerosos ámbitos sociales.
Así, el poder político programa conversaciones dirigidas en la que solo
hablan los tertulianos seleccionados por el cluster político-mediático, que
asigna a los espectadores la función de mirar. Así se genera una dictadura
perfecta, una verdadera obra de arte hiperautoritaria, porque es imposible que
desde la suspensión de la conversación general, sustituida por los conversadores
tertulianos cooptados, tenga lugar un germen de cambio dotado de factibilidad.
En esa nueva corte televisiva, solo cabe la redundancia infinita y la
simulación de pluralismo. Pero en ese mundo prosaico es imposible un
antagonismo fecundo que pueda germinar transformaciones sociales.
Reemplazado
por los tertulianos y expertos, denegada su capacidad de poseer una voz propia
y reducido a la condición de mirón de un espectáculo agendado, el ciudadano del
presente solo es estimulado para votar. Se solicita su participación como
votante y emisor de likes en todos los ámbitos. De este modo se conforma una
masa congregada por la emoción de poder dirimir quién es el ganador de la
siempre (pen)última contienda. Así se sanciona la hiperpersonalización de la política.
La gente termina votando al icono que se le presenta, en detrimento de
programas o discursos articulados. Estos son desmenuzados en medidas escuetas
susceptibles de ser miradas y votadas.
La apoteosis del sufragio sobre la minimización de los electores,
reducidos a la condición de votantes sin habla.
El cluster
mediático-político se configura como una casta prodigiosa que solo conversa con
los portavoces de los grandes poderes económicos, institucionales,
profesionales, culturales y sociales. Los demás son sometidos a ruido
imperceptible. En coherencia con este sistema, cuando los malestares desbordan
los equilibrios prestablecidos, se producen estados de ebullición que pueden
terminar en revueltas o incidencias críticas, pero infradotadas de alternativas.
En este contexto, la expansión de los populismos es inevitable. Cada cual solo
puede aspirar a ser una unidad muestral, o votante online en cualquier sufragio
mediático, o votante en unas elecciones en las que partidos y programas han
sido relegados por los juegos de rivalidad entre las figuras principales.
Durante muchos años, en mi clase de Sociología, pregunté si alguien conocía el
nombre de un senador, no obteniendo nunca respuesta. Los aspirantes a esta
subcasta política, no participan en las campañas electorales.
Esta
desconsideración de la ciudadanía y su derivación a la condición de
compradores, clientes, espectadores y votantes sin voz, se expresa nítidamente
en el género televisivo de la política con formato comercial. Los operadores
político-mediáticos han inventado un género televisivo que sintetiza
brutalmente la degradación de los denominados ciudadanos. Se trata de programas
en los que se encuentran cara a cara, alguno de los líderes políticos con un
nutrido grupo de espectadores-electores seleccionados por los patrocinadores.
El proceso de selección es brutal, en tanto que se hace con criterios de
atributos que remiten a las ferias de ganado.
Cada
participante está presente en tanto que representa una combinación de variables
generales: sexo, edad, lugar de residencia y oficio. Desde esa marca tiene
derecho a hacer una pregunta a la estrella invitada, y su réplica está limitada
a emitir alguna palabra sobre la respuesta obtenida. Las preguntas son
supervisadas antes de la emisión por los conductores del programa. Así se
produce una cruel secuencia de minimización y jibarización de los presentes,
que quedan reducidos a su campo de interés. Todo deviene en una exhibición del
astro político, que resuelve con facilidad, victoria a victoria, mostrando su
supremacía sobre el sujeto gobernado. Este, en algún caso excepcional, puede
mostrar la disconformidad con la respuesta, pero no puede reformular su
pregunta. E
En un medio
como este, es imposible una conversación, breve, pero que permita a ambos
interlocutores sustanciar sus posicionamientos. El sujeto preguntador se
inscribe en un dispositivo letal, que determina la superioridad de la estrella
invitada. En mis años de profesor, he participado en múltiples actos en los que
los asistentes tienen estrictamente limitada la posibilidad de decir. Solo
pueden preguntar. La factibilidad de un diálogo se remite a cero. Las aulas,
como las salas de conferencias, han cancelado cualquier posibilidad de diálogo.
Por eso en mis clases algunos estudiantes se enfadaban cuando con una precisión
milimétrica aludía a la terrible condición de culos aposentados. En un medio
así, las gentes tienden a traer sus culos y buscarles un sitio que tenga la
propiedad de la prudente distancia con el parlante.
Estos
patrones imperantes de anticonversación, tienen un efecto letal sobre el
sistema político. Cada uno es minimizado, despreciado y silenciado como emisor
de lo que pueda pensar, al tiempo que adulado, mimado y halagado como votante,
al estilo de la condición de cliente-comprador. Las cosas han llegado tan lejos
que, los clanes político-mediáticos que detentan el monopolio de la voz, se
permiten interpretar los silencios ciudadanos que ellos mismos han inducido. La
tremenda frase de “es que a la ciudadanía no le importan nuestras cosas sino
sus problemas cotidianos”, es un indicador elocuente de la concepción que
tienen de la fantasmagórica realidad que designan como la ciudadanía.
Y así
continúa esta historia. Cada vez más somos denegados como portavoces de
nuestros posicionamientos generales para ser convertidos en fragmentos
poblacionales, por eso me gusta afirmar que no soy otra cosa que un numerador.
Con mi segmento-piara no está permitido dialogar, solo se nos concibe como
sujetos propensos a dejarse seducir o recibir ayudas materiales de las
generosas autoridades. Este extraño sistema político produce, efectivamente,
sujetos mutilados en su relación con lo general, así como esforzados en la
consecución de lo suyo. En los programas de televisión, cuando abren sus
cámaras a la ciudadanía, comparecen impúdicamente los estragos causados por la
tragedia de la supresión de la conversación y la expulsión de la gran mayoría
de los asuntos generales. La jibarización ciudadana.
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