El hombre de las calles es un actor
que parece conformarse con papeles mediocres, a la espera de su gran
oportunidad. Es cierto que los seres del universo urbano no son `auténticos`,
pero en cambio pueden presumir de vivir un estado parecido al de la libertad,
puesto que su `no ser nada` les constituye en pura potencia, disposición
permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa
Manuel Delgado. El animal público
El mes de
agosto se muestra como tiempo prodigioso, en tanto que las mayorías
involucradas en el gigantesco mecanismo de la rotación laboral y sus
recolecciones de méritos, abandonan la ciudad para diseminarse por todos los
territorios imaginables. La ciudad queda vacía, descubriendo inexorablemente,
al modo de los grandes pantanos, los fondos sobrevivientes a la gran inundación
que se ha denominado modernización.
Los paisajes urbanos muestran las
realidades inundadas que sobreviven a la explosión de los nuevos edificios, de
las zonas rehabilitadas, las infraestructuras
totales y las estéticas monumentales de la nueva ciudad, sustentadas por el
mercado inmenso que impone su ley sobre todos los suelos. Este mes evidencia
que la vetusta ciudad y sus espíritus se encuentran sumergidos por la ola
moderna, que no fallecidos.
Agosto es
especial para mí, que me autodefino como un minero en busca subterránea de la
vieja ciudad perdida de mi memoria, que no ha desaparecido, sino que se
encuentra por debajo de la ciudad del presente. La modernización es presentada
por la sociología mercenaria como un proceso triunfal que solo puede entenderse
como una escala de niveles de progreso, en la que cada nuevo peldaño cancela
definitivamente al anterior. Por el contrario, los procesos de cambio acaecidos
en varios tiempos sucesivos, no afectan a la totalidad de la sociedad superada,
sino que sobreviven múltiples elementos, contingentes de personas, prácticas
sociales y los múltiples viejos espíritus del pasado. La modernización actúa
instaurando una nueva realidad, pero esta es compatible con la vieja realidad,
que conforma un conjunto de reservas del pasado que sobreviven
subrepticiamente, en el exterior de los focos de los medios de comunicación. Se
trata de varias ciudades sumergidas, pero muy vivas.
Estas
realidades de la vieja y nueva ciudad se manifiestan en distintos planos y
realidades. Una de ellas es la de los bares. Estos establecimientos muestran un
coeficiente de historicidad encomiable, siendo un indicador elocuente de la
tendencia dominante en cada tiempo. Los viejos bares de mis años jóvenes eran
la sede de los espíritus de la ciudad industrial. En todos los barrios se
multiplicaban los bares-taberna, que amparaban las efervescencias de la vida
industrial. La pausa laboral del mediodía, pero, sobre todo, al caer la tarde,
una multitud de trabajadores se hacía presente en las barras para consumar un
receso laboral y familiar. El local albergaba múltiples conversaciones
cruzadas, que coexistían con el televisor encendido, que cuando emitía una
noticia susceptible de interesar a los parroquianos, encendía las
conversaciones subiendo su tono. El bar era el lugar convivencial por
excelencia, en el que las reglas de amistad, el arte menor de convidar, y las
concurrencias afables con personas no conocidas, alcanzaban un nivel sublime.
Recuerdo el
viejo bar existente en Francisco Silvela, junto a mi vieja casa familiar, que
era una freiduría que ofrecía el producto estrella del bocata de calamares. La
última hora de la tarde congregaba a múltiples personas de distintas categorías
del entramado industrial, que generaban variadas conversaciones, bromas,
ceremonias e intercambios diversos. Muchos de los parroquianos mostraban su
generosidad, propia de poblaciones anteriores a la gran la hipotecación y endeudamiento general. Yo
era estudiante y era frecuente ser invitado a la “jañita” por personas
desconocidas. Allí me curtí en la tarea imposible de explicar a un paisano el
misterio acerca de qué fuera la misteriosa sociología. La profusión de bebidas
alcohólicas leves, cerveza y vino, se acompañaba de la degustación de fritangas
que se elaboraban en una freidora alimentada por mezclas de aceites de
distintos orígenes. El tabaco desempeñaba un papel dominante. Se fumaba conpulsivamente,
predominando el tabaco negro. Recuerdo los Ducados, los Rex o los Celtas.
Años
después, llegó el desmantelamiento pausado, pero inexorable, de la industria,
para generar una nueva industrialización radicalmente diferente. Junto a ella
llegó la nueva empresa, la institución gestión que produce el milagro de
transformar a los antiguos trabajadores -compañeros en lo laboral y camaradas
en los bares- en la nueva condición de recursos humanos, destinados a la
rotación y a la condena de la renovación sin fin del paquete de competencias
personales. Además, cada cual es transformado en un consumidor que cultiva el
culto a la diferencia y la gestión de su propia vida personal. Esta mutación
implica la multiplicación portentosa de hipotecados y endeudados. De la
combinación de estos procesos resulta el novedoso modelo de yo que puebla los
bares actuales.
La gran
transformación asociada al término modernización, disuelve los viejos bares y
tabernas convivenciales , dando lugar a una nueva generación de bares,
coherentes con el sustrato de la sociedad “postindustrial”. Aún a pesar de su
diversidad, la mayoría de ellos son funcionales, en el sentido de que sus
públicos los usan para funciones específicas asociadas a la vida. Los bares de
desayuno, de tentempié, de comidas… Todos ellos declinan al caer la tarde,
momento en el que emergen los bares de copas, donde se congregan los condenados
a construir un currículum personal imponente, que les brinde la oportunidad de acampar
en la empresa postfordista. En tanto que lugar de fuga, los bares de copas
albergan algunos elementos de convivencialidad de los viejos bares de la era
industrial. Pero con una diferencia esencial, ahora son lugares de concentración
de yoes, que instrumentan su relación con sus amigos fluctuantes, y ajenos a
los demás. Así resplandecen los espíritus de la nueva época, que se pueden
sintetizar en la fórmula de fortificación del yo versus declive de lo común. La
pandemia, que ha propiciado la escalada del estado epidemiológico y su
remodelación del espacio público, ha
consagrado las terrazas como islas en las que convergen los fugados de la vida
encerrada en los domicilios y lugares de trabajo.
Me gusta
desayunar con mi perra Totas en una terraza frente al Retiro. Pero estos
establecimientos se encuentran sobredeterminados por la modernización ubicua.
Esta les confiere la naturaleza ineludible de un lugar de paso, en el que se
converge momentáneamente con otros yoes. De este modo, el desayuno adquiere el
perfil de un impertinente taylorismo, gobernado por las finalidades, el reloj ,
las certezas y la pretensión de calidad. Este agosto he rescatado un viejo bar
cercano a mi casa en el que puedo revivir la contramodernidad, tan excelsa y
generalizada en Granada, y que tanta nostalgia me suscita. El propietario de
este local es un sudamericano que permanece fiel al espíritu de la
contramodernidad. Se trata de una verdadera isla, en la que la lentitud que
impera en la terraza, contrasta con un entorno poblado por múltiples equipos de
trabajo que se afanan en materializar el precepto fundamental de la nueva
ciudad: realizar obras continuamente que se inscriben en la cadena interminable
que define al progreso.
La
parsimonia de los empleados del bar genera un extrañamiento delicioso, en
comparación con los ritmos acelerados de los hacedores de obras. Así se
conforma un residuo del pasado extraño a la lógica imperante. En este pequeño
paraíso reina la calma, se encuentra excluida lo que los granaínos llaman
sabiamente “la bulla”, y el negocio no está
en los objetivos, en la rotación mesas y la fidelización de los
clientes. En este extraño remanso las finalidades comerciales se subordinan a
la magia del estar y saborear, a concebir la estancia en el bar en una
excepción de la agitada vida cotidiana.
En tanto que
el dueño muestra su hosquedad inequívocamente, confirmando que la idea de
servicio es ajena a las culturas tradicionales, los camareros son encantadores.
Atentos, simpáticos y cordiales con cada persona que se aposenta en sus mesas. La
paradoja y la contradicción se hacen presentes en el bar. Tiene una carta
amplia de cuidados y sofisticados desayunos, en los que el aguacate y el hummus
se combinan con otros vegetales. Los panes son excelentes, y, en coherencia,
los precios están por encima de la media de la zona en la que se encuentra, que
es cara.
Entonces, se
hace patente la calidad del producto en detrimento de un ingrediente esencial
de cualquier servicio: el tiempo. La lentitud alcanza dimensiones apoteósicas
en los viajes de los camareros desde la barra a las mesas, que son siete u ocho
metros. Asimismo, pedir la cuenta y cobrar significa interrumpir el tempus del
servicio. Pero el aspecto más contramoderno, al estilo de los bares de barrio
granaínos, es que el espacio interior del bar, muy pequeño, alberga a
clientes-amigos que celebran sus encuentros cotidianos con conversaciones
semejantes al de la vieja freiduría que he comentado. El servicio de mesas
queda aplazado cuando en el interior tiene lugar una efervescencia
conversacional.
De este modo,
lo comercial pasa a segundo plano, relegado por la apoteosis de la
cotidianeidad gozosa escrita en menor. Otro aspecto paradójico, radica en el
papel de la tecnología. En un bar tan chiquito, los camareros están dotados de
una Tablet con un programa que anota los pedidos en cada mesa. El tradicional
cuaderno y boli para registrar el pedido, es superado por tan hipermoderno
sistema de control. En alguna terraza cutrilla de la zona ocurre lo mismo. La
modernidad se hace ostentosa en contraste con la sobriedad del servicio. Los
menús están escritos sobre una pizarra al estilo de los viejos y
denostados maestros.
En esta
misteriosa terraza, en la que convergen los espíritus de varias épocas, pero
que es dominada por la cordialidad lenta, en donde el cliente adquiere la
condición excelsa de don nadie, al estilo de frase de Delgado que abre este
texto, nos hemos asentado muchas mañanas de este tórrido agosto. Saboreando sus
panes integrales excelsos, hemos estimulado nuestra nostalgia del sur, activada
con el aceite de oliva combinado ccon el tomate. A veces no podía evitar la
sonrisa, evocando el sentido que atribuía a mi preferencia por este bar. Se
trataba, ni más ni menos, que una fuga provisional del neotaylorismo que invade
la hostelería en la insólita era de la calidad del servicio y de la excelencia,
que se implementa simultáneamente al low cost, sobre los modernizados sujetos
aspirantes a gestionar su propia vida rigurosamente separados de los demás. Por
eso, cada mañana, al sentarme en la terraza, le susurraba a Totas “esto no es
igual que los viejos bares convivenciales, pero aquí, el distanciamiento gélido
que rige en los espacios públicos de tan modernizadas sociedades, es
manifiestamente menor. Media hora deliciosa de contramodernidad.
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