Sí, en los
largos años de desempeño como profesor universitario tuve la oportunidad de
conocer al menos a un ciudadano, es decir, a un estudiante que se involucró
activamente en el control de la institución, más allá de la defensa de sus
intereses como usuario. Este es el ciudadano Alfonso, un tipo que se encuentra
asentado en mi memoria. Estudiaba la entonces licenciatura de Ciencias
Políticas, además de la de Derecho, así que no pudimos coincidir en el aula
como profesor/alumno. Pero su presencia activa en la facultad dejó una huella
imperecedera por su singularidad. Eran los años noventa, en los que todavía los
estudiantes eran definidos como supuestos aprendices, antes de su conversión en
compradores de créditos académicos, por efecto de la radical reforma neoliberal
que se designa como “proceso de Bolonia”.
Era una
persona perteneciente a una clase acomodada, lo que le había permitido
estancias en instituciones educativas de élite en Estados Unidos. Esto le
permitió forjar una perspectiva desde la que la realidad de la facultad
–española, muy española y mucho española- , representaba un choque cultural de
gran envergadura. Estaba dotado de una inteligencia considerable, así como de
una voluntad hercúlea, que se sostenía en una personalidad robusta, lo que
facilitaba la consecución de una excelencia académica que se manifestaba no
sólo en sus resultados, sino en todas sus actuaciones e iniciativas. En esos
años su presencia en la facultad era imponente, en tanto que se constituyó como
un extraño agente de control de la ínclita institución. Así, se fraguó un
comportamiento que constituyó una excepción estruendosa, en el contexto de la
calma rutinaria que imperaba en tan ilustre institución, que tan certera e
ingeniosamente un periodista granaíno –Alejandro V. García- denominó como “la
quietud absolutista”.
Siempre ha
habido estudiantes críticos en la facultad. Cada curso desembarcan allí algunos
estudiantes vinculados a los mundos sociales de las variadas izquierdas, y, en
algunos casos, de activismos y militancias en movimientos sociales de todas las
clases. Pero, la gran mayoría de los matriculados, ha sido forjada en la horma
de los institutos y colegios de enseñanzas medias, en donde han adquirido el
modelo cultural del alumno, que consiste en aceptar su “inferioridad”, limitar
su voz e iniciativa y responder estrictamente a lo que se les pide. Las
instituciones educativas son laboratorios de la obediencia debida. La llegada a
la universidad significa reforzar esa pauta de acatamiento y subordinación al
orden imperante en el aula.
En este
contexto tan cerrado, normativizado y jerarquizado, parece inviable apostar por
otro modelo diferente, y cada cual debe ajustarse estrictamente al rol de
estudiante, entendido como un receptor pasivo de contenidos y ejecutor de
tareas cerradas que se designan como prácticas. Este orden académico generaba
algunos malestares que no llegaban a expresarse abiertamente. Así, los
estudiantes críticos por su ideología se posicionaban a la contra de los
contenidos académicos de la piadosa sociología, haciéndolo en nombre de grandes
palabrotas que se escriben en mayúsculas. El Sistema, la Academia, el
Capitalismo, el Patriarcado… todos ellos eran evocados como paraguas frente al
alud de conceptos que conforman esas disciplinas sociales, que en la
universidad española se imparten mediante un distanciamiento que da lugar a una
suerte de anestesia perfecta. Así, los estudiantes críticos se remiten a los
grandes significantes, mostrando su incapacidad para problematizar el flujo
anestesiado de los programas, que, en general, es transmitido como un nuevo
catecismo de afirmaciones incontrovertibles.
Al mismo
tiempo, la facultad, como la institución universidad, funcionaba manifiestamente
mal en su cotidianeidad, produciéndose múltiples incumplimientos, disfunciones,
errores, prácticas perversas, desorganización monumental y calidades pésimas de
muchas de las actividades y servicios. Pero los estudiantes carecían de la
capacidad de generar alternativas o de ejercer la crítica. La oposición
consistía en la evocación de un mundo imaginario más allá de los jinetes del
apocalipsis del mal: sistema, capitalismo y demás macroconceptos. En distintos
tiempos, algunos estudiantes críticos, recurrieron a la forma sindicato, cuyo
molde institucional no encaja bien con las condiciones de la universidad.
Los
movimientos estudiantiles de los años sesenta y setenta del pasado siglo,
dejaron una huella en la institución, de modo que esta ha reaccionado generando
un control interno que constituye toda una obra de arte de las ciencias
normativas. Esta es la iniciativa de lo que se llama participación. Así, los
estudiantes son obligados a elegir representantes en las aulas –los delegados
de curso-, en la Junta de Facultad, en los departamentos; en el Claustro, y,
además, existe un vigoroso y cuantioso en recursos vicerrectorado de
estudiantes, que desarrolla todo tipo de programas cooptando estudiantes. El
resultado es la consumación de un sistema imponente de fragmentación y división
de los estudiantes, que previene eficazmente cualquier movimiento espontáneo de
los mismos.
La
participación estudiantil tiene varios objetivos concatenados: fomentar la
división; crear mediante la cooptación una élite que detente múltiples ventajas
en el gran proceso de selección, y, sobre todo, experimentar la inferioridad.
En cualquiera de los órganos de gestión, los representantes estudiantiles se
encuentran con la muralla experta de los especialistas que entierran sus propuestas
bajo toneladas de argumentos especializados. Además, la participación
organizada desde la cúpula de la institución practica unos métodos que
refuerzan la inferioridad de los más débiles, mediante la elaboración del orden
del día por las autoridades y la sacralización del capítulo de Ruegos y
Preguntas, que es el lugar inhóspito, al final de la reunión, donde son
remitidas las iniciativas de los estudiantes.
Durante
muchos años, he presenciado el espectáculo de ver cómo algunos estudiantes, vivos e
inteligentes en el aula o en conversaciones de pasillo, eran aplastados por los
expertos de derecho Administrativo en las Juntas de Facultad y otros órganos
semejantes. Así se cumplimentaba el círculo perverso de un tipo vivo y vigoroso
que, tras ser derrotado en las primeras reuniones, terminaba por interiorizar
el papel de comparsa allí. A más de uno le advertí sobre su impúdica
decadencia. De este modo, los órganos de participación son los ángeles
exterminadores de los estudiantes vivos que habitan esos mundos institucionales en los que la universidad se
blinda al control de los estudiantes.
Algunos
estudiantes críticos, que se comportan como los leones en las asambleas,
devienen en una clase especial de vasallos forjados en la inferioridad en las
reuniones en las que desempeñan un papel subalterno. Así, la participación
institucional deviene en un mecanismo formidable de neutralización de cualquier
agente de cambio. En la Universidad española impera un pragmatismo y espíritu
de acomodación formidable, de modo que los profesores solo consideran en sus
reuniones internas las reglamentaciones emanadas de la autoridad política y
académica. Así se explica el triunfo absoluto de la reforma neoliberal sin
resistencia alguna. Los departamentos –en general- se comportan según el modelo
de golpe, es decir, que se exhibe una cohesión corporativa absoluta, difícil
siquiera de imaginar desde el exterior, fundada en el modelo de un grupo que
ejecuta un golpe y se hace con un botín. El espíritu de la institución es el del
reparto del botín –los recursos- entre los que estamos aquí y ahora.
Eso confiere
un estilo duro y contundente a los
participantes que se manifiesta en las reuniones. En estas nunca se conversa
sobre la filosofía de una reforma, sino que se reinterpretan los textos
sagrados del Ministerio y la Universidad. En este ambiente, los recién llegados
“representantes” de los estudiantes en elecciones en las que la participación
es bajísima, aprenden inmediatamente el rol subalterno a tan rudos señores.
Cuando tiene lugar alguna intervención o propuesta estudiantil que trasciende
el horizonte sórdido del día a día , así como el equilibrio de intereses, esta
es replicada por alguna autoridad con contundencia, y es acompañada por gestos
de burla y desprecio por no pocos de los participantes en esa redistribución de
recursos. Así, la gran mayoría de los “leones de las asambleas”, son
intimidados y reciben un castigo simbólico considerable.
El ciudadano
Alfonso, que tenía una formación considerable, y, además, no era marxista ni se
identificaba con la izquierda de las grandes mayúsculas, operaba sobre las
situaciones críticas derivadas de las actuaciones de una institución carente de
control. Cuando suscitaba alguna cuestión impertinente en la percepción de los
profesores, no solo la mantenía, y soportaba la oleada de descalificaciones
verbales y gestuales, sino que solicitaba respuesta y que se cumpliese el
reglamento, en tanto que defendía su derecho a hacer propuestas y que estas
fueran votadas. Su fuerte personalidad suscitó una oleada de indignación cuando
emitía críticas bien argumentadas a cuestiones que trascendían a los intereses
de los estudiantes. Así se fue forjando una disidencia compleja que el sistema
no tenía la capacidad de metabolizar y resolver.
Entre todas
las cuestiones que suscitó elijo dos, para que los lectores puedan hacerse una
idea exacta del ejercicio ciudadano de Alfonso. La primera remite a que, a
mediados de los años noventa, apenas había móviles y se utilizaban teléfonos
fijos. Resulta que en el informe anual del Departamento de Sociología se había
gastado una cantidad desmesurada en el teléfono, que contrastaba con la exigua
cantidad gastada en nuevos libros. Este era un indicador letal para el
departamento. Pues bien, el ciudadano Alfonso lo expuso educada, pero
firmemente en la reunión departamental, solicitando explicaciones. Esta
incidencia desató una tormenta de descalificaciones y malestares, que propició
una dinámica de confrontación, en la que este ciudadano se quedó completamente
sólo, pero no cedió en sus demandas. Desde entonces, sus propuestas eran
expulsadas al saco delos ruegos y preguntas, y hubo una puja para asegurar que
sus objeciones expresadas debían estar debidamente contestadas, así como
integradas en el Acta.
El resultado
de este conflicto fue la descalificación del ciudadano Alfonso, que tuvo la
gran oportunidad de experimentar el arte supremo en el que están
acreditadamente especializados los profesores y los estudiantes cooptados en
tan democrático tipo de participación: hacer el vacío. En este arte noble soy
un auténtico experto. Desde entonces, nadie veía su persona y las tácticas de
evitación del encuentro se multiplicaron, adquiriendo una diversidad inaudita.
El aislamiento es una de técnicas esenciales, entre un conjunto de artimañas
insólitas. Pero este no cedió a las presiones, inventando una táctica de
resistencia de un valor encomiable. Escribió un texto breve y conciso
explicando la cuestión del teléfono y los libros, además de narrar el devenir
fatal de su gestión y la respuesta obtenida. Lo publicó en hojas grandes,
tamaño tabloide, con una letra grande, y lo repartió personalmente, él sólo, a
la salida de las clases.
La segunda
cuestión denota muy certeramente el funcionamiento de la institución
universitaria en esos años, en las vísperas del advenimiento de la reforma
Bolonia. Resulta que el director del Departamento de Sociología, había sido
nombrado Director General de Universidades por el gobierno de Aznar. Tras
varios años de desempeño, este regresó a la Facultad para ejercer como
Catedrático. Este impartía la asignatura de Sociología de La Familia, en la
licenciatura de Sociología. Fue anunciado en la programación docente con
anterioridad al curso como profesor de la asignatura. Alfonso se matriculó en
ella como estudiante de lo que se denominaba “Libre Configuración”. El primer
día de clase no se presentó ningún profesor, como en los días siguientes.
Tampoco se informó por parte de la institución nada al respecto. Tras tres
semanas en blanco, lo que generaba algún malestar débil entre los estudiantes,
varios estudiantes, entre los que se encontraba este ciudadano, se dirigieron a
las autoridades académicas para requerir información al respecto. En estos
encuentros predominan las buenas palabras y el paternalismo, pero, al estilo de
la universidad española –muy española y mucho española- el compromiso es un
término inexistente.
Así se llegó
a una protesta débil, hasta que un buen día compareció un profesor joven y
contratado, que les informó que él mismo impartiría la asignatura. Alfonso
respondió reivindicando una explicación institucional acompañada de disculpas,
y no aceptó esa solución chapucera que alteraba la programación académica. Tras
un proceso de tiras y aflojas con las autoridades, se convenció, tanto de la
inutilidad de estas conversaciones, en tanto que en sus interlocutores era
extraño el concepto negociación, así como se expresaba nítidamente el cierre de
los profesores en defensa del insigne ausente.
Alfonso
decidió sacar la información al exterior, elaborando un texto que repartió cara
a cara en la facultad, pero esta vez recurrió a la prensa local. Entonces
ejercía en el periódico local “Ideal”, un periodista punzante y creativo, que
rompía todos los moldes del periodismo imperante, respetuoso con las
autoridades universitarias y cómplice imprescindible del silencio necesario
para mantener el estatus existente, Antonio Cambril. Hoy es concejal del Ayuntamiento
por Unidas Podemos. Cambril publicó un artículo con su estilo brillante, que
conmovió al cuerpo profesoral y obligó al rectorado y autoridades a intervenir
buscando una solución. Naturalmente esta se producía desde la cohesión
corporativa imponente y cosmológica que reina en la universidad y ampara a los
ilustres corporativos. En esta ocasión, se terminó descubriendo que el profesor
exdirector general de universidades, ni siquiera había solicitado el alta en la
universidad.
Un profesor
amigo mío describe muy gráficamente la naturaleza de esta institución. Dice que
es la heredera de las instituciones asentadas sobre las tierras y sus
propiedades. Así, cualquier autoridad funciona fundada en una autolegitimación
derivada del principio de “esta es mi tierra y aquí mando yo”. Las prácticas
organizativas remiten a ese imaginario de propiedad de un bien físico. Desde
esta perspectiva se pueden comprender las lógicas subyacentes a actuaciones
caciquiles que parecen insólitas en este tiempo, y que son silenciadas
absolutamente bajo la complicidad corporativa basada en el reparto de recursos
de los que estamos aquí y ahora.
El ciudadano
Alfonso terminó su periplo universitario, y su ausencia en la facultad dejó un
hueco que nadie rellenó. Volvimos al ciclo de los estudiantes ultracríticos
experimentados en el arte dela impotencia, y a los vasallos forjados en la
participación. Muchos de estos ocupan hoy escaños, conserjerías y cargos muy
importantes del sistema político. Siempre recuerdo la peripecia de Luis Roldan.
Terminó apropiándose recursos financieros procedentes de las casas-cuartel de
la Guardia Civil. Algunos de sus biógrafos apuntan a que, en sus inicios como
militante de la agrupación del pesoe de Zaragoza, nunca hablaba ni expresaba su
opinión. Entonces lo imagino en las reuniones ordinarias universitarias, pronosticando su fulgurante éxito en su carrera. Saber callar. Saber esperar. Saber ejercer cuando uno ha llegado a la jerarquía.
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