Con el tiempo, un cáncer sutil
comenzó a diseminarse: donde había más expertos se creaban, a la vez,
espectadores más simples. Los profesionales libraban ahora todo el combate y
arreglaban todo lo que requeríamos para apañárnoslas; hasta nos quitaron la
diversión, pues ellos jugaban por nosotros nuestros juegos mientras nosotros
nos tumbábamos en el sillón y mirábamos.
Christopher McDougall. Nacidos para ser
héroes
Si la televisión privilegia a cierto
número de fast thinkers que proponen fast food cultural, alimento cultural
predigerido, prepensado, no es sólo porque (y eso también forma parte de la
sumisión a la urgencia) cada cadena tiene un panel de expertos, siempre los
mismos, evidentemente (sobre Rusia, Fulano o Mengana, sobre Alemania, Zutano):
hay también serviciales bustos parlantes que eximen de la necesidad de buscar a
alguien que tenga verdaderamente algo que decir
Pierre
Bourdieu. Sobre la televisión
Expertos en sacar una noticia de la nada...Estaban
igualmente capacitados para no sacar nada de una noticia.
John le Carré. El jardinero fiel
El tiempo presente es el de la vigorosa
sociedad postmediática, que genera un sistema de comunicaciones múltiples en el
que la televisión ocupa incuestionablemente su centro. Las televisiones
privilegian a las conversaciones entre los tertulianos-comentaristas, y
conceden un lugar predilecto a los denominados expertos, que proliferan sus
intervenciones en distintos formatos. Así se genera una nueva clase “hablante”,
cuyas palabras se diseminan por todo el ecosistema de comunicación audiovisual,
confiriéndole un estatuto de privilegio en cuanto al valor atribuido a sus
monsergas y cantinelas incesantes. Así, el conglomerado de tertulianos y
expertos desempeña un papel equivalente al que antaño realizaban los clérigos y
autoridades de otras clases: producir sermones que se imponen al cuerpo social,
que ahora adopta la forma de audiencia atomizada y recluida en sus domicilios.
He leído con gran interés el inteligente libro
de Carlos Taibo “Contra los tertulianos”, editado por Catarata. Coincido en la
idea de que la proliferación de los mismos y la calidad menguante de los sermones
emitidos, define una nueva época, en tanto que la comparación con las clases
hablantes de cualquier pasado indica una regresión. La nueva casta
parlanchina se inserta en el conjunto de la programación, cuyo código central
remite a un espectáculo permanente, en el que los sermones se intercalan con
distintas formas de la cultura visual. En los programas los tertulianos se
presentan sentados, los expertos intervienen mediante la forma de los bustos
parlantes, en tanto que los conductores y animadores recurren a periodistas
bien dotados corporalmente, que comparecen de pie “a cuerpo completo”
presentando resúmenes, cifras, imágenes o videos en grandes pantallas,
desplegando todos los repertorios completos de la comunicación no verbal, para
demostrar que los cuerpos hablan.
La invención del periodismo de conversación,
implica la pretensión de apoderarse de las conversaciones de las gentes, que
son transferidas a los platós y rigurosamente incluidas en un guion
inalterable. Así la pertinencia de la frase de McDugall que abre este texto,
que desvela que el proyecto radica en convertirnos en animales visuales de
sofá. Junto con la apoteosis de las narraciones audiovisuales y el streaming se
configura una sociedad radicalmente nueva, en la que cada ciudadano-espectador
incrementa su cuota de consumo audiovisual, al tiempo que la individualiza. Los
tertulianos-comentaristas representan una conversación, en palabras de
Bourdieu, es rigurosamente preparada por los guionistas como alimento del día. Así
se minimiza la tradicional cultura oral de las conversaciones en los bares, las
calles, los espacios comunes de las viviendas y otros lugares públicos. Este
proceso sanciona el cambio que se puede definir como “de conversador a
espectador”.
De este modo, las tertulias representan las
grandes posiciones con respecto a distintos temas, que son asumidos por
tertulianos convertidos en ejecutores del gran guion de las instituciones
políticas. Un comentarista adquiere una representatividad social de un segmento
mudo de población, que es guiada severamente por el laberinto de los menús
preparados al estilo de los argumentarios de los partidos. Pero un tertuliano
es, principalmente, un representante del teatro de la videopolítica,
imprimiendo a sus sermones una impronta personal, que termina por generar
identificaciones en la audiencia.
Por el contrario, los expertos son presentados
acompañados de rituales que los homologan a las viejas autoridades pastorales.
Son requeridos para expresar posicionamientos que se presumen indiscutibles y
avalados por la comunidad científica, a la que se le supone un monolitismo
semejante a las viejas iglesias. El experto, entonces, tiene que responder
adoptando una pompa a la altura de su presentación. Así, dicta sentencias sobre
los temas a los que alude. Sus palabras no son conversadas al estilo de las de
los tertulianos, que se organizan según las distintas posiciones que el medio
reconoce, y que son objeto de controversia.
La troupe de la ciencia visual, que integra
las distintas clases de expertos y tertulianos-comentaristas, sustituye de
facto a la comunidad científica o la universidad. Estas son formaciones
sociales tecno-burocráticas en las que las jerarquías se tejen en varios
procesos de selección. Sin embargo, los expertos de la televisión, son
rigurosamente cooptados por los medios que les otorgan un valor no equivalente
al de la comunidad científica. En la pandemia, algunas personas muy conocidas
por mí son presentadas como expertos, cuando existen muchas razones para
cuestionar su representatividad. Así se conforma el desplazamiento de la
comunidad científica, que es reemplazada por un conglomerado experto
seleccionado por las televisiones, que relega a las organizaciones
especializadas en la producción del conocimiento.
Aquí radica el núcleo de la cuestión. Los
tertulianos y expertos son seleccionados, más bien cooptados, por los poderosos
medios, que escriben sus propios guiones, a los que la nueva troupe tiene que ajustarse
imperativamente. Una televisión tiene
estrictamente establecidas sus preferencias, sus omisiones y los modos de estar
presente en ellas. Así, estos colaboradores aprenden a ser obedientes con los
directores y presentadores de los programas, cumpliendo exactamente con el
papel que les es asignado. No se tolera la desviación, de modo que cada
interviniente tiene que ratificar y adornar el libreto preestablecido. Así se
producen los consensos perversos que tan inteligentemente narraronJosé Vidal
Beneyto y Gerard Imbert en su canónico libro “El País o la referencia
dominante” Ediciones Mitre, 1986. Este texto, que desvela los procesos de
consenso en la redacción mediante la autocensura de los mismos periodistas,
adquiere el valor de libro del régimen, en tanto que explica los misterios de
los sucesivos consensos que se han producido.
Así, tanto tertulianos como expertos de
guardia aprenden rápidamente qué es lo que pueden decir, lo que tienen que
callar, así como lo que tienen que decir. La televisión es un medio que se
sobrepone a sus humildes servidores que nacen, crecen, se deterioran y son
expulsados inexorablemente a las tinieblas exteriores de la programación. Por
consiguiente, estos tienen que ser capaces de administrar su bagaje personal,
aportando su modo personal de decir. Todo termina en la cristalización de una
máscara que se independiza de los contenidos mismos. El caso de Marhuenda,
Inda, Aroca, Beni, Fallarás y otros muchos, crean personajes que se emancipan de la
conversación para convertirse en protagonistas de este teatro. No pocos de los
fieles espectadores esperan su reacción personal con independencia de sus
opiniones. Así, los grandes momentos se conforman por reacciones emocionales a
las incidencias ocurridas en el plató. El caso de Revilla es paradigmático. Ha
creado un personaje insustituible en esa función.
Así se conforma el teatro de los platós, que
se encuentra regido por las rivalidades personales, la conversación programada
y la directividad férrea de los conductores. La conversación se encuentra
regida por una redundancia abrumadora. Esta es la antesala de la banalidad. En
los últimos días se habla sobre el asunto de las corbatas, y los guionistas,
actores y públicos de este teleteatro se lo toman rigurosamente en serio. El
declive de lo intelectivo es abrumador. Si bien la obediencia estricta al
director es la condición para perpetuarse, bien como tertuliano o como experto,
algunos conductores de programas abusan de su preponderancia y humillan a sus
invitados. El caso de Risto Mejide alcanza cuotas de sadismo inigualables. En
ocasiones les humilla de forma contundente y les requiere su adhesión y
conformidad. Con los políticos de la izquierda practica lo que se ha denominado
como “ceremonia de inversión jerárquica”, que consiste en mostrar su sumisión.
He visto episodios con Errejón y Bescansa que conmoverían al mismísimo Marqués
de Sade.
Las tertulias y el desfile de los expertos
serviciales constituyen uno de los indicadores más elocuentes de la degradación
de las democracias habladas de este tiempo. Estas comunicaciones
expropian a la gente de sus propias pláticas, sometiéndolas por agotamiento a
la influencia de toda una corte de vividores de la gestión de su bagaje
conversacional. En este extraño contexto, son ignorados aquellos que, como
apunta Bourdieu, tienen algo que decir. Se trata de una falsificación elegante
de los mundos de producción de conocimiento. En este medio medran los
impostores y los dotados de astucia.
Pero lo peor radica en los
ciudadanos-espectadores encerrados en sus hogares, configurados como receptores
del torrente comunicativo redundante caracterizado por Le Carré en la frase de
la cabecera de este texto. Vivir su cotidianeidad en un medio así, daña sus
mentes irremediablemente. Esta es la razón de que la única metáfora posible de
esta insólita comunidad comunicativa sea la de una iglesia, en la que las
ceremonias y los rituales se sobreponen a los contenidos. Sí, la clave está en
la fe. Es menester contar con una cuantiosa fe para participar en este singular
mundo. Por esta razón, el maestro García Calvo proporciona esta clave: termino
reproduciendo sus lúcidas palabras “Así iban ellos progresando en idealidad
y, cuanto más vacíos se volvían los trasiegos de sus empresas y
administraciones, más fe necesitaban, una fe que iba creciendo (nunca las
viejas religiones se habían acercado a una fe tan ciega ni tan alta), más firme
según más se ascendía en la escala de sus funcionarios, pero fe también entre
las masas de trabajadores para nada y empleados en la nada, hasta llegar a
nuestros años, en que tuvo el ideal que estallar en su propia sublimidad y su
vacío, y os ha dejado a vosotros, vidas mías, naciendo y buscando senderillos
entre la basura ciega” Avisos para el derrumbe, ¿Cómo empezó este desastre.
1 comentario:
La proliferación de expertos en los platós televisivos es una constante del universo televisivo que ha ido en aumento a medida que la democracia que se va degradando. "Expertos de plató" en virología, inmunología... como se ha visto a lo largo de la pandemia, expertos en el cambio climático, expertos en política exterior... lo que se les ponga por delante. "Asepsia" total en los planteamientos al servicio de una Ciencia monolítica, "datos avalados por la Ciencia" decían ¿Qué ciencia? Deberían saber que el fundamento de la ciencia es que es refutable por naturaleza. De lo contrario, volvemos a Galileo que se tuvo que retractar si no quería perder la vida. La ciencia y la fe son incompatibles, tampoco es compatible con la intolerancia; se silencian opiniones distintas al discurso oficial pergeñado por el Poder. En el caso de los expertos que desfilaron un día si y otro también durante la pandemia, unos cuantos se olvidaron mencionar sus muy claros conflictos de intereses y sus evidentes vínculos con las grandes farmacéuticas -dinero mediante- ya que, de haberlos hecho público, les hubiera restado toda credibilidad. Una democracia vacía de contenido y unos telespectadores inermes ante la manipulación. Un buen artículo. Un saludo,
Cristina.
Publicar un comentario