En las elecciones el pueblo tiene la
ilusión de ejercer el poder, pero no es así, claro, no hay voluntad general,
esa es una idea metafísica
Gustavo
Bueno
Es peligroso tener razón cuando el
gobierno está equivocado
Voltaire
La pandemia
de la Covid ha significado una importante mutación en las formas de gobierno,
dando lugar a una nueva gubernamentalidad inédita. Esta puede definirse como la
ampliación inusitada de la intervención gubernamental en todos los espacios
sociales y de la vida, mediante una hiperreglamentación de las actividades y un
sistema de vigilancia magnificado que otorgaba a la policía funciones y
prerrogativas extraordinarias. Asimismo, se estableció un sistema de sanciones
a los renuentes, que sufren una persecución insólita mediante las denuncias de
los medios de comunicación. En este
proceso, el gobierno acrecienta su papel en detrimento de otras instancias
institucionales, al tiempo que se minimizan las relaciones con instituciones y organizaciones
de la sociedad civil. Todas las comunicaciones son marcadamente
unidireccionales y verticales y desaparece de facto la consulta.
El resultado
de este modo de gobierno es la conformación de un nuevo autoritarismo ejercido
en nombre de la ciencia y la salud total. Sin embargo, la nueva
gubernamentalidad de la salud imperativa presenta algunos aspectos que remiten
a viejos regímenes teocráticos. Una relectura del libro de Thomas Szasz “La
teología de la medicina”, es más que ilustrativo para reconocer los orígenes
del imaginario gubernamental ataviado con algunos preceptos epidemiológicos. El
aspecto principal que lo ratifica es el de la naturaleza de la etiqueta
“negacionista”, que condensa todos los atributos de los viejos herejes,
renegados, y otras figuras malditas resultantes de las persecuciones
religiosas. El término negacionista implica una condena moral en el máximo
grado. Los platós de las televisiones se pueblan de propagandistas dotados de
cuerpos posmodernos y oratorias comerciales, que condenan a los supuestos
negacionistas en términos equivalentes a las vetustas autoridades religiosas.
La pandemia
es un acontecimiento que no ha concluido definitivamente, en el sentido de que
sigue ejerciendo como amenaza imaginaria para un futuro inmediato. Pero, es
que, además, se configura como modelo de gubernamentalidad para las siguientes
situaciones excepcionales. Así, el recién promulgado decreto de ahorro
energético representa la continuidad del modelo pandémico, que puede ser
calificado como “gobierno basado en la amenaza”. Se promulga una reglamentación
con la finalidad de ahorrar energía, y, en vez de intensificar las relaciones y
las consultas con la finalidad de convencer, se profieren amenazas de multas y
se presenta el argumento supremo de la vigilancia. De nuevo la policía adquiere
una dimensión cosmológica, dotada de las capacidades de supervisar todos los
días los escaparates y los comercios de todo el territorio, para detectar y
sancionar a los malvados negacionistas. La amenaza abierta se configura como el
vector principal de la acción de gobierno.
La nueva
gubernamentalidad pandémica prospera en entornos muy diferenciados, y con
cierta independencia de las adscripciones ideológicas de los gobiernos. Así se
ratifica lo que en este blog se denomina como “partido transversal”. Este se
sustenta en un conjunto de tecnocracias, profesiones económicas de élite y
líderes mediáticos que amparan un programa político referenciado en el conjunto
de organizaciones globales que conforman un verdadero gobierno mundial en la
sombra. Cualquier gobierno constituido recibe presiones para respaldar el programa común elaborado desde las
corporaciones trasnacionales y sus entramados organizativos. Ese programa hoy
contiene algunos elementos progresistas, feministas, ecologistas y de derechos
humanos, formulados tibiamente y compatibles con otros elementos determinantes
de lógicas sociales dualizadoras, tales como la precarización, la individuación
radical y la mercantilización completa.
El problema
principal derivado de la nueva gubernamentalidad radica en que su modelo
referencial es el confinamiento, situación excepcional que genera una economía
para las policías que hace posible la vigilancia y control del espacio público.
Pero, una vez concluido este, la policía es debordada por la enorme variedad de
movimientos y actividades de las personas. Recuerdo que lo más patético de ese
tiempo fueron las promulgaciones de confinamientos parciales en las zonas
básicas de salud. Al ser artificiales, creadas en un laboratorio
epidemiológico, sus fronteras registraban una cantidad inusitada y variada de
movimientos que la policía tenía que supervisar. Esta fue desbordada
manifiestamente, al igual que en la vigilancia y control de la noche o las
playas y espacios públicos. También en el proceloso mundo de la vigilancia, el
prodigioso avance de la ciberseguridad genera la ilusión de que es factible el
control total de poblaciones en su medio físico.
Así
cristalizan las ideologías de la seguridad, elemento central de la nueva
gubernamentalidad. Estas devienen en fantasías punitivas. El caso de los
pinchazos para la sumisión química ha suscitado discursos securitarios
alucinatorios. Así, algunos portavoces policiales afirman que tienen bajo su
control el espacio festivo nocturno, mediante efectivos que actúan de paisano.
Recuerdo que, hace ya muchos años, murió por sobredosis un joven en una
discoteca de Málaga. El furor mediático determinó que la policía registrase a
los asistentes a fiestas en discotecas. Recuerdo que en la Industrial Copera de
Granada se formaron grandes colas para el acceso. El tiempo mostró que el
espacio festivo es múltiple y que su control exigiría unos efectivos policiales
imposibles: La eficacia de estas vigilancias es mínima. Es sabido que en las prisiones
llegan toda clase drogas y ha sido imposible resolver esta cuestión.
Entonces, el
confinamiento, junto con la factibilidad de la vigilancia total en el
ciberespacio, han generado unas ensoñaciones punitivas en las autoridades, los
medios y las policías. La nueva gubernamentalidad autoritaria y sus estrictas
reglamentaciones, generan una demanda policial imposible de satisfacer. La
eficacia policial es factible cuando, como en los antiguos países del llamado
socialismo real –que por cierto, no tenía nada que ver con la idea del
socialismo- es acompañada de un aparato judicial y penitenciario sin fisuras y
colosal. El éxito de la Stasi o la Securitate rumana radicó en que en aquellas
condiciones era posible la colaboración de millones de delatores. Por esta
razón fue inquietante la emergencia de los llamados policías de balcón en el
confinamiento.
A pesar de
su mermada eficacia represiva, la nueva gubernamentalidad autoritaria, se funda
sobre un concepto esencial: se entiende a la población como un constructo
estadístico carente de cualquier autonomía. Esta es una masa de gentes que
propicia el escondite de los malos, negacionistas de distintas clases. De ahí
el furor policial. Es menester encontrarlos y castigarlos. Así se genera una
rica y variada taxonomía de gentes que se encuentran ahí, entre la gente, y que
es menester identificar, separar y sancionar. Entre el pueblo se encuentran los
desobedientes, los insubordinados, los infames, los pérfidos, los indeseables
que deben ser aislados de manera efectiva. De ahí la apoteosis policial.
Siento tener
que decir esto claramente, pero es preocupante la deriva del feminismo hacia el
punitivismo, así como la reciente ley de animales en la que el espíritu de las
multas y sanciones comparece como elemento central. Tras ello se esconde la
idea de que el problema es castigar a los malos, pasando a un segundo plano, en
trance de disipación la aspiración a influir. El viejo y lúcido concepto de
hegemonía se desvanece en esta izquierda punitiva. Así comparece la sombra de
las viejas “democracias populares”, monolíticas en sus ideas y alumbradas por
la idea de que el pueblo es el refugio de los enemigos. Para una persona de mi
trayectoria esto representa una conmoción terrible.
El problema
del nuevo autoritarismo de la apoteosis policial estriba en que ha seguido la
pauta del Plan Nacional de Drogas. Este es un dispositivo que ha creado un
imaginario sobre sí mismo y su función que lo aísla radicalmente de la
realidad. Se puede constatar una escalada de furor diagnóstico que amplía sin
cesar las poblaciones estigmatizadas, al tiempo que en su entorno proliferan
los usos de distintas drogas, acompañadas de un conjunto prodigioso de
discursos y prácticas que sustentan una idea de la buena vida contraria a la
abstinencia total de los fundamentalistas. El PN Drogas constituye el cierre
completo a la sociedad, la clausura de todos los canales y todas las
comunicaciones. Así termina siendo una venerable secta, alimentada por recursos
gubernamentales y respaldada por ideologías salubristas y médicas.
El
misterioso mundo de los gobiernos de la postpandemia reproduce algunos
elementos de los apuntados por el PN Drogas. Así se explican sus desvaríos
inconmensurables y sus hermetismos de democracia popular reciclada. Así labora
por poner a la derecha en la Moncloa. Lo que algunos nos preguntamos es hasta
dónde llegará esta con un terreno tan pacientemente abonado para el
autoritarismo policial. Porque sí se puede afirmar que entre las derechas y las
policías existe una sinergia fértil.
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