Toda mi vida
se ha desarrollado en entornos profesionales en los que habitan múltiples
castas. Y uno de las señales de distinción de las mismas radica en la capacidad
de burlar en orden horario y conquistar una temporalidad a la carta para sus
distinguidos miembros. Así se fragua una singular nobleza de estado, que tiene
sus raíces en el pasado, que el franquismo canonizó y que la novísima
democracia del 78 ha heredado y administrado con gran prudencia, conservando
sus rasgos esenciales.
Recuerdo mis
largos años de universidad, en los que se encontraba arraigada una práctica
incontrovertible: la clase noble –catedráticos, decanos, directores
departamento y otras categorías hidalgas- tenía sus tiempos preferentes y sus
tiempos eximidos. Las clases de la primera hora de la mañana, estaban
reservadas para profesores de rango inferior. También la tarde, en la que las
clases correspondían, casi en su totalidad, a profesores plebeyos. Siempre fui habitante de las tardes de la facultad, en la
que abundaban las malas gentes – estudiantes con trabajo, vividores y distintas
clases de disconformes marginales-, así como profesores sin autoridad
académica.
El cambio de
ambiente entre la mañana y la tarde era extraordinario, en tanto que se
conformaba un extraño mundo en el que la ausencia de autoridades y nobleza
académica generaba un hábitat más convivencial, en el que las mismas
trabajadoras de la limpieza ejercían una suerte de dictadura del proletariado,
desalojándonos de las clases antes de su conclusión a las diez. Las relaciones
en los pasillos eran diferentes. En el ambiente se encontraba presente un
sistema de relaciones más informal, se podía identificar cierta espontaneidad
en los comportamientos, y la jerarquía se aliviaba considerablemente. Estoy
persuadido acerca de que mi larga estancia como profesor en la facultad fue
posible mediante mi presencia en horarios en los que los principales
depredadores académicos se encontraban ausentes.
Recuerdo
que, en el tiempo que fui vicedecano, las reuniones para planificar los
horarios estaban presididas por las tensiones, en tanto que se hacían por
curso/grupo, y en algunos, había más de un catedrático, corriendo el riesgo de
ser excluido de la hora noble –las clases de las doce y las horas siguientes.
No puedo olvidar el problema suscitado por la presencia de varios catedráticos
en un curso avanzado de la entonces licenciatura de ciencias políticas. Era
imposible situar a todos en la zona de privilegio, y una catedrática tuvo que
ser ubicada a las nueve de la mañana. Este episodio se vivió como un drama, y
esta profesora suscitó entre sus iguales una solidaridad encomiable. En
cualquier caso, esto se resuelve mediante profesores inestables que la
sustituyen en las clases.
En la etapa
de vicedecano, llegaba a la facultad a las nueve de la mañana, hora en que
comenzaban a aparecer problemas de rutina que había que resolver. El decano
llegaba a las doce o la una, y nos requería para reuniones o consultas. Solía
decir –con cierta gracia, porque sintetizaba la cultura de la casta
académica—que eran las doce de la madrugada. La mañana también era el tiempo de
las conferencias de los ilustres profesores visitantes, a los que había que
congregar una audiencia de estudiantes y profesores plebeyos para su intervención.
Cuando
trabajé en el INSALUD de Santander, también estaba arraigada la pauta horaria
privilegiada para el director y el equipo directivo. Pero el entonces director,
Fernando Lamata, renunciaba a ella y estaba activo en su despacho a las ocho
todos los días, lo que suscitaba comentarios de muchos de los funcionarios
mostrando su perplejidad La interpretación de su estricto cumplimiento horario,
aludía a su naturaleza plebeya. Se sobreentendía que un director era un señor,
y que tenía que ejercer como tal, también en la excepción horaria. En los Hospitales, tanto los jefes de servicio
como los directivos tenían su privilegio horario, pero no tan acusado como en
la universidad. Me llamó poderosamente la atención en Valdecilla la
prerrogativa de algunos de los sindicalistas liberados, que seguían la
prodigiosa regla de incorporarse no muy
lejos de la hora mágica de las doce de la mañana.
Ahora vivo
jubilado en Madrid, y puedo atisbar las pautas horarias de tan modernizada
población, en la que se puede distinguir la movilización laboral de primera
hora de la mañana, en contraste con la clase noble que comparece en el espacio
público a media mañana. En los industriosos bares de desayuno se sirven a los
contingentes madrugadores que reparan fuerzas a media jornada, junto a los más
tempraneros miembros de las clases nobles, para los que madrugar representa un
signo de devaluación de su posición social. Así, un contingente variado de
señores tales como superaccionistas,
rentistas, inversores, empresarios y comerciantes de postín, así como distintas
clases de gestores de sus patrimonios personales, arriban a los bares en la
perspectiva del tiempo preferente para los negocios, que es el del aperitivo
del medio día.
Estas castas
económicas ejercen su privilegio horario abiertamente, sin complejos, mostrando
sus prebendas horarias como signo de identidad. Así, madrugar implica una
condena para la gran mayoría, con la excepción de los escuadrones humanos de la
nueva empresa postfordista, con sus batallones de gerentes, expertos en
recursos humanos y magos del marketing y la publicidad. Estas privilegiadas
clases económicas se ven obligadas a compartir horarios con la mayoría
madrugadora. De este modo se conforman como nuevos señores sometidos a
temporalidades estrictas, lo que les distingue de los escuadrones del
privilegio horario del comienzo a media mañana.
Otro
elemento diferencial español radica en la excepción veraniega. El verano es un
tiempo especial en el que numerosas castas económicas practican un vínculo
laboral débil, en tanto que se desplazan a segundas residencias, lo que amplía
los fines de semana, la reutilización de tiempos muertos y el descenso del
ritmo de trabajo. El verano español es extraordinariamente dilatado y remite al
imaginario del profesor, al que se supone liberado de su presencia en las aulas
durante cuatro largos meses, sobreentendiendo que estos son, bien de
vacaciones, bien de responsabilidades laborales débiles.
Entonces,
una legión de profesiones nobles y directivas, practican sus privilegios de
excepción horaria en el largo tiempo de verano. Los medios de comunicación
representan el emblema de esta distinción. Los conductores mediáticos de
programas con grandes audiencias, tanto de radio como de televisión, se
ausentan desde la segunda semana de julio hasta entrado septiembre. Estos son
sustituidos por segundas figuras, y en las redacciones por ese maná
contemporáneo que aporta la precarización general, que se expresa en la
multiplicación prodigiosa de los becarios. Así se asienta una extraña división
del trabajo en las industrias del imaginario, la información y la cultura. En
tanto que músicos y otros autores se desempeñan en un verano taylorista,
realizando largas giras con presencias en múltiples lugares, el colectivo de la
nobleza de los medios practica un largo verano de desvinculación y placer.
Cuando las
Ana Rosas y semejantes arriban en septiembre a sus platós y afirman que
comienza el curso, la gran mayoría de receptores ya ha empezado, en tanto que
sus vacaciones se contraen a unas pocas semanas. El sistema escolar y los
medios determinan los ciclos temporales y asignan valor a los tiempos. El
verano actúa como tiempo de diferenciación social entre los contingentes de
viajeros con encanto y gentes con segunda residencia, y la mayoría madrugadora
y de vacaciones limitadas. Las distintas temporalidades estratifican las
sociedades del presente, conformando un complejo mosaico que integra a los
sectores dotados de privilegios temporales, como castas económicas, castas
académicas y otras noblezas de estado, y
la sufrida mayoría madrugadora y con las vacaciones restringidas temporalmente.
Una de las
castas más expuestas a las miradas es la política. Los tiempos de suspensión de
actividades parlamentarias, se inspiran más bien en el vetusto imaginario de
las vacaciones del maestro-profesor, que aguarda pacientemente el tiempo
dilatado del siguiente ciclo. Asimismo, las castas políticas ejercen como
beneficiarias de las vacaciones de invierno, compartiendo con distintas castas
y noblezas de estado este privilegio. De esta forma, estas castas muestran su
capacidad para autogobernar su propio calendario, estableciendo los ciclos y
las pausas.
El conjunto
de sectores con privilegios horarios y temporales aludidos hasta aquí, se
referencia en el modo de vida de las viejas clases nobles del pasado: las
jerarquías eclesiásticas, los aristócratas y las élites de las cúpulas del
estado. Estos remiten a una actividad que tiene como modelo a los artistas, que
compatibilizan tiempos de creación y activismo con prolongadas pausas
compensatorias. Las sociedades industriales contemporáneas han determinado que
estas temporalidades se reestructuren para acomodarse a las nuevas condiciones.
Los fines de semana, los puentes, las ingenierías de calendario, la gran pausa
veraniega, las vacaciones de Semana Santa, y ahora, tras las Navidades, las
vacaciones de invierno.
La
digitalización ha revolucionado las temporalidades y los vínculos. La
factibilidad de las relaciones a distancia favorece la actividad en segundas
residencias, pero, por el contrario, la hiperconexión generalizada interfiere
los tiempos de semiocio de este conjunto de castas. Esta es la tensión más
relevante en el presente. Pero, en la conciencia colectiva, apenas existe
conciencia acerca de las desigualdades en las temporalidades entre el
archipiélago de castas y noblezas de estado y la mayoría madrugadora y de
vacaciones limitadas a lo estrictamente reglado. La gran aspiración de los
madrugadores se manifiesta en lo que se entiende como conciliación entre la
vida laboral y privada. Esto es lo que han logrado ya el conglomerado de castas
y noblezas de estado.
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