Cada vez que veo a un adulto en una bicicleta recupero la esperanza por el futuro de la raza humana.
H.G.Wells
La expansión del uso de la bicicleta es una excelente noticia, en tanto que sus múltiples ventajas remiten tanto una movilidad sostenible y respetuosa del medio como a las ventajas personales que reporta en términos de salud y equilibrio de la vida. Las virtudes de la bici se encuentran glosadas por múltiples autores desde muy diversas perspectivas. También se encuentran muy arraigadas en la conciencia colectiva del presente. Pero, junto a los múltiples méritos de esta formidable máquina mecánica, se pueden identificar algunos problemas que se derivan de su uso generalizado, así como de su coexistencia e interacción con las instituciones preponderantes en el presente, y que constituyen su lado oscuro. En este texto voy a hacer una incursión sobre los mismos.
La bici fue la primera máquina mecánica de uso individual que fue fabricada industrialmente en el final del XIX. Tras ella, la invención de los motores llevó a la expansión de las motocicletas y automóviles, que la desplazaron como vehículos de uso masificado. El final del siglo XX es testigo del renacer de la bici, que no deja de crecer, generando un complejo ecosistema de movilidades. Los distintos vehículos compiten por un espacio reducido, lo que otorga preponderancia a los motorizados. Los ciclistas son avasallados y relegados a los márgenes de las vías. Su creciente volumen ha determinado la creación de reservas de espacio para ellos, los carriles-bici, pero en cualquier itinerario los ciclistas se encuentran inevitablemente con los grandes depredadores del motor.
Pero, los ciclistas relegados en los espacios dominados por los vehículos de motor, que circulan a una velocidad muy superior y para los que estos son percibidos como un obstáculo, terminan por salir de esos espacios para invadir las reservas de espacio peatonales, en las que tiene lugar una confrontación análoga entre lentos y rápidos. Los ciclistas, en esta situación, tienden a percibir a los peatones como una traba a su marcha. De este modo terminan por reproducir la misma pauta que los automovilistas con ellos, constituyendo un catálogo de formas de avasallar a los peatones lentos.
La multiplicación de movilidades sobre ruedas, que incrementan prodigiosamente lo que se puede denominar como “deslizantes” no motorizados, que incluye a los ciclistas, patinetes y patinadores de distintas clases, es uno de los rasgos más importantes del tiempo presente. En septiembre de 2018 escribí en este blog un texto al respecto, en el que definía esta expansión en términos de la energía que aportan estos contingentes móviles asentados sobre las ruedas: su título era “El frenesí de los deslizantes”. En los espacios públicos exteriores a los dominados por los motores, se percibe la creciente energía de los practicantes rodantes, que contrasta con el ritualismo de los paseantes programados por razones de salud, o paseantes convencionales, cuyo frenesí permanece bajo mínimos en comparación con aquellos.
La expansión de los deslizantes, muy generalizados entre los niños, remite a tensiones crecientes en los espacios peatonales, que son invadidos por los cuerpos sobre ruedas a una velocidad que resulta amenazante para los que caminan sobre sus pies. El resultado es un espacio que alberga tensiones, latentes y manifiestas, que crecen inexorablemente. El evento cotidiano que me ha animado a escribir este texto ha sido el encontrarme paseando con mi vieja perra suelta, siendo avasallados por un grupo de ciclistas holandeses que había convertido su paseo en una competición. Esta situación remite a una degradación del paseo, que es preludio de la expulsión gradual de los espacios frecuentados por deslizantes sobre ruedas.
El ciclismo tiene muy buena imagen. Cuando es evocado comparece el sujeto individual en modo de paseo tranquilo, en el que la velocidad depende de las circunstancias del entorno. Pero esta idílica imagen se quiebra cuando el paseo es compartido por dos o varios acompañantes. Entonces comparece la institución central del presente, que es la sagrada competición. El grupo ciclista suele implicar un desafío para dirimir la jerarquía del grupo. El espíritu de la competición se manifiesta de múltiples formas y tiende a cambiar los comportamientos del grupo. En esa situación de contienda se acrecienta la percepción de que los peatones lentos son un obstáculo tedioso a la marcha. Así comparece, en versión ciclista, el mismo elemento que el frecuente entre los automovilistas. Este es la sensación de voluntad de dominio, fundada en la potencia vivida de la máquina que pilotan, que se expresa en múltiples prácticas de relegación de los lentos que estorban.
Junto al espíritu de la competición se puede identificar otro espíritu semejante, también manifiestamente pernicioso. Este es el que se deriva de la fila india. Un paseo en grupo se ejecuta en una fila ciclista, en el que la cabeza marca el rumbo y el ritmo. Aquellos ubicados atrás están atentos para seguir estrictamente a la cabeza de la fila. En el incidente con mi perra resulta que la cabeza de la fila pasó antes que nosotros. La interposición fue a media fila, y los ciclistas no paraban, en tanto que priorizaban no desengancharse de la cabeza. Tuve que emitir sonidos del rango de los gorilas para que se detuviesen y no arrollasen a mi perra, a tan disciplinados feligreses del espíritu de la fila. Así se conforma la institución que en el ciclismo profesional se denomina pelotón. Este es una agrupación en la que todo se dirime en la cabeza y la filosofía de los integrantes es seguir a esta.
Pero estas distorsiones de la marcha ciclista en grupo, se refuerzan con las pulsiones corporales derivadas del deslizamiento impulsado por los músculos. Este produce un subidón extraordinario de los deslizantes, que perciben una sensación de dominio del medio que genera una situación que casi alcanza el éxtasis. A mí me gusta denominarla como la nueva barbarie del músculo, una situación de exaltación de las sensaciones corporales. Las sinergias entre estos “malos” espíritus del deslizamiento, así como la dialéctica de las distintas situaciones, convierten crecientemente un paseo a pie pausado en una situación de riesgo.
Uno de los grupos deslizantes más peligrosos es el grupo familiar. Los papás progresistas comparten con los niños un paseo en bici en los días festivos. El grupo familiar en marcha implica que, en numerosísimas ocasiones, los infantes no miran hacia adelante, sino a los papás convertidos en líderes grupales. He vivido varias situaciones de peligro manifiesto frente a grupos familiares que practican el avasallamiento de los lentos y la conquista de las aceras en los días festivos, proclamando de facto la expulsión de los peatones lentos. Para los infantes, el aprendizaje de la conducción de la máquina, consiste principalmente en manejar la gestión de su superioridad física, sometiendo a los peatones-obstáculo mediante la administración de la coacción.
Los nuevos deslizantes, incorporados sobre toda clase de patinetes, mantienen las mismas pautas de comportamiento, aún a pesar de que sus máquinas son menos consistentes en el caso de accidente, o que el sagrado músculo no interviene en la marcha. Los grupos de patinadores son especialmente temibles. En el Retiro se pueden encontrar grupos especialmente agresivos en la apropiación del espacio y en el estado de éxtasis en marcha de sus miembros. La sensación de vértigo experimentada en el desplazamiento rápido estimula el instinto de dominio sobre los lentos.
La paradoja de las movilidades y los deslizantes radica en que los paseantes a pie más débiles terminan circulando también sobre ruedas, pero en vehículos conducidos por un acompañante a pie, tal y como empiezan los niños. Una de las imágenes favoritas de mi mundo del Retiro, es la de un treintañero musculoso y musculado que practica su carrera a diario empujando el carro de un niño. Así hace los kilómetros programados. Siempre miro al niño, privilegiado y precoz deslizante cotidiano, imaginando su deriva como deslizante cuando adquiera su autonomía.
Termino aludiendo a la magia cotidiana del deslizamiento, que adquiere preponderancia en el conjunto de la vida cotidiana y en la institución central del finde. Se trata de una energía psíquica intensísima, sin parangón en la vida cotidiana. En el texto de este blog en el que la aludí, la definía así “Deslizarse por el espacio es una actividad que trasciende la significación basada en la función del transporte. Se trata de algo más. Es una sensación corporal plena de intensidad que es difícil reducir a un discurso racionalizado. El sujeto deslizante experimenta una conmoción en sus sentidos que facilita su percepción de dominador del espacio”. Soy paseante convicto y confeso, y, por tanto, sujeto en riesgo por la acción creciente de las constelaciones deslizantes expulsadas de la carretera dominada por los depredadores motorizados.
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