La atención
sanitaria se encuentra tensionada por objetivos que son formulados desde el
exterior a su propio campo social. La industria y otros agentes introducen
objetivos, formulaciones y problemas que configuran el sistema de atención
sobrecargado de efectos perversos. Así se constituyen un conjunto de rutinas
que descansan sobre una mirada profesional descentrada. Tras el episodio de la
Covid, vuelve uno de los temas recurrentes, como es el de la gripe, que absorbe
una parte importante de la energía del sistema de atención en un problema que
se encuentra determinado por su bajísima eficacia. El sistema es interferido
por los fantasmas que acompañan a estas infecciones, menguando sus capacidades
y configurando un excedente que bloquea la asistencia.
La gripe se
constituye así en una maldición de esterilidad de la acción profesional, así
como un indicador de sus déficits de inteligencia colectiva. El peso muerto de
una opinión pública constituida sobre ideas cuyo único fundamento son los
intereses empresariales de industrias que expanden sus productos y mercados con
un impacto terapéutico extremadamente bajo. Siempre me he interrogado acerca
del peso determinante de los hábitos mecanizados fundados en falsas creencias
que merman la eficacia. Durante tantos años estuve anclado en la universidad,
que opera de modo automatizado muy lejano al aprendizaje efectivo de sus
estudiantes, ahora compradores de créditos académicos.
Esta razón
me ha llevado a rescatar un viejo artículo de Agustín García Calvo, publicado en
el diario La Razón. Este califica el tratamiento de la gripe como la gran
vergüenza del siglo en su titular. En el texto se expone una visión profana de
lo que denomina como “trancazo”, y que define como una interrupción temporal de
la vida, pero no de la misma como rutinas robotizadas en torno al trabajo y el
ocio industrializado, sino como una posibilidad de vivir microexperiencias,
experimentar acontecimientos, disfrutar de las pequeñas cosas y descubrir
realidades mediante la cualidad de pensar y comunicar con otros. A este
propósito dice que este episodio podría interferir la posibilidad de un
episodio amoroso o un descubrimiento.
Me parece un
texto cargado de inteligencia y de sutilezas que desvela los sentidos
invertidos de la asistencia sanitaria industrial, conmovida por las sucesivas
olas de problemas cuya solución queda en el exterior del mismo. La gripe
constituye un indicador elocuente de esa situación perversa que, en el caso de
la atención primaria supone, nada menos, que una desviación de las finalidades,
soslayando los problemas importantes tratables para concentrar las energías en
macrooperaciones cuyo único sentido es reforzar el control social sobre los
pacientes y reforzar sus disposiciones litúrgicas hacia la institución. Es
decir, intensificar el proceso de medicalización de la vida, así como el
debilitamiento de la autonomía de los pacientes, a favor de estimular su
dependencia de los profesionales.
El precio de
esta gran bola de fuego es interferir la institución misma, debido a los problemas
derivados de su misma programación, que convierte a los profesionales de la
atención primaria en gestores de datos de lo que se denomina como ILT
(Incapacidad Laboral Transitoria). Su función no es, entonces, la de ayudar a
las personas y familias a afrontar los trancazos, sino la de registrar,
controlar y recetar. Todo bajo la operación central de la sagrada vacunación, que deviene en el emblema
del bloqueo de esta institución.
Los
profesionales, como los borregos de Panurgo, operan sin dudas en esta fatal
cadena de producción que termina fatalmente bloqueándose a sí misma,
disminuyendo su inversión en los problemas importantes. Así, se orientan a
consolidar una demanda infinita que en sí misma es paralizante y autodestructiva.
También a movilizar su influencia para convertir a los pacientes en
hiperfrecuentadores obligados, negando sus capacidades de afrontar los
problemas de salud de la naturaleza de un trancazo. Se opera de una forma
inversa a los sentidos subyacentes a las reformas de atención primaria
formuladas en varias versiones, pero cuyo sistema de sentidos es una moderada
desmedicalización, así como el reforzamiento de las capacidades de los
pacientes. Al contrario, se trata de tratar, de registrar, de controlar, de obtener
la obediencia del asistido, de dominar, de confirmar su incapacitación.
Leyendo el
artículo de García Calvo no he podido sustraerme al recuerdo de las gripes de
mi infancia, hace ya más de 60 años. El menú era la cama, el arte de sudar, la
virtud de aguantar, la ventilación de la habitación, la dieta blanda de los
caldos y pescados leves, los cariños de las cuidadoras profanas a los enfermos.
El doctor Cárdenas, que era nuestro médico, venía sólo a confirmar la
enfermedad, y su última visita para corroborar la gradual incorporación a la
vida interrumpida. Así los lectores podrán adivinar mi posicionamiento de
preocupación por esta maldición de progreso invertido vigente en el presente; mis
lamentaciones ante el descentramiento radical de la atención primaria; así como
la confirmación de una demanda disparatada, carente de cualquier fundamento
científico, y sostenida sobre las legiones de pacientes nutridos por las
conminaciones de la televisión y las advertencias catastrofistas de los
profesionales.
LA GRAN VERGÜENZA DEL SIGLO
AGUSTÍN GARCÍA CALVO
Acabo de pasar, como tantos otros, un
trancazo, y ni siquiera estoy seguro de darlo por pasado: porque ya saben, los
millones de ustedes que lo hayan padecido, cómo es el bicho, que, con sus inmundos ataques alternativos a
nariz, a garganta, a bronquios u otros
recovecos, con sus engañosos respiros, recaídas y vuelta a empezar, sigue su
curso, amorfo, mucilento, pero imperturbable, sin conocer una convalecencia
como las otras enfermedades ni llegar a un desenlace definitivo.
Bueno, pues ahí tienen: llevamos
sometidos a esta peste de la humanidad progresada toda más de 90 años, desde
que se estableció, como ya de niños nos contaban, con la “gripe española” a fines de la Gran
Guerra: un consumo ingente de vidas, no ya las de los muertos a reata de alguna
complicación, sino la de los supervivientes del trancazo común,
capitidisminuídos, no digo en su
rendimiento laboral en fábricas u oficinas, lo cual podía contar como una
bendición, pero a la vez en cualquier impulso que a uno pudiera venirle de amor exuberante o de lúcido descubrimiento
de las mentiras; y eso sin consuelo
alguno, con un gasto milmillonario en
potingues para apenas aliviar, con suerte, algunos de los síntomas
transitorios, pero sin cura, y durando
lo que el propio trancazo quiera, lo que la sabiduría popular, más certera que
la Ciencia, ha aprendido, al cabo de un siglo de sufrimientos, a computar, “28
días, si no lo cuidas, y, si lo cuidas, 27”.
Había yo llegado a confiar en la
vacuna, ese buen truco de imitar el mal en pequeño para que no ataque en
grande; pero este año hasta la vacuna me ha fallado, y me ha dejado libre para
maldecir de la peste y del Dios que nos manda.
Para la Ciencia al servicio del
Poder, que les mete cada día maravillas de manipulaciones de órganos y genes, el trancazo común sin cura es ya la gran vergüenza; pero lo que es el INRI es cuando encima le
sacan el cuento de la Gripe A, haciéndoles creer que saben de lo que hablan,
para distraerles del bochorno del trancazo común sin cura ni consuelo: no se
dejen, por favor, y que el ejemplo del trancazo les valga para volverse a
descubrir las falsedades del Poder y de su Ciencia.
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